Política, ¿ilusión o decepción?

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 23 de Octubre de 2016
Congreso de los Diputados.
www.thinglink.com
Congreso de los Diputados.

"Si el sentido de la política es la libertad, esto quiere decir que en éste ámbito-y en ningún otro- tenemos el derecho de esperar milagros. No porque fuéramos supersticiosos, sino porque los hombres, en la medida que pueden actuar están en condiciones de realizar lo inverosímil y lo incalculable, y lo realizan habitualmente, lo sepan o no". Hannah Arendt.

Un dirigente político se lamentaba, hará unas semanas, de que los afiliados de su partido no le comprendían, decía, con cierta amargura, que en política había que aprender a vivir con la decepción. Cierto, pero equivocado. Primero, porque cuando alguien no te comprende, y no se trata de un caso aislado, sucede al igual que cuando un profesor se queja de que su clase no le sigue. El problema no se encuentra en los alumnos, sino en el profesor, cuya pedagogía, método, y puede que, hasta los contenidos de sus enseñanzas, no sean los correctos. Poner el dedo en los demás, en vez de asumir la propia responsabilidad, no es, digámoslo así, muy responsable. Buenas intenciones aparte, pero sólo con buenas intenciones, no se sale adelante en la educación, ni en muchos otros ámbitos de la vida, y menos en política. Y, en segundo lugar, porque es cierto que, en la política, como en la vida, hemos de aprender a vivir con la decepción. Pero equivocado, porque en la vida, como en la política, nunca podemos resignarnos a ella. Yo me rebelo, luego somos, palabras de uno de los filósofos, Albert Camus, que más aprendieron de la decepción, que más la sufrió en su propia carne, y que nunca dejó de exigir y exigirnos, que empleáramos cada aliento de nuestra vida por la dignidad propia, que tan sólo puede conjugarse con honestidad en favor de la dignidad ajena, de los que siempre pierden, de aquellos que siempre sufren.

No podría asegurarlo con certeza, pero es probable que nuestro bienintencionado político hubiera leído a uno de nuestros más brillantes pensadores críticos, Daniel Innerarity, que en un recomendable ensayo titulado La transformación de la política, señala al igual que nuestro destacado dirigente, que ésta debe ser un aprendizaje de la decepción, que hemos de aprender a convivir con el fracaso o el éxito parcial, pues en política no hay éxitos absolutos. Y pasa a explicar a qué se debe su afirmación, que al examinarla a fondo dista mucho de la resignación a la decepción; Una de las principales características de la política es la contingencia, es decir los asuntos propios de la cosa pública han de ser por su propia naturaleza de carácter abierto, decidibles, imprevisibles, opinables, controvertidos, revisables. Existe un grave peligro de dejación de funciones por parte de aquellos que han de vigilar, nuestros representantes, que la política nos pertenezca los ciudadanos y pase ser cosa propia de tecnócratas, fanáticos o profetas iluminados. Y basta echar un vistazo a nuestro alrededor para ver con qué facilidad todos ellos pretenden aligerarnos de la pesada carga de la política, dejar en sus manos pretendidamente capacitadas, lo que debería estar en las nuestras, en las de los ciudadanos comunes, o de los afiliados comunes, en caso de un partido político. De ahí, que el dilema entre democracia directa y representativa sea un dilema muchas veces falso, pues la representativa necesita del complemento de la otra para legitimarse, y la directa del complemento de la otra para poder ejercer con eficiencia. La directa debe habilitar herramientas que permitan tener representantes con autonomía y margen de maniobra, si quiere ser efectiva, pero la otra, la representativa necesita volver una y otra vez a legitimarse ante quienes les eligieron, pues si no toman el pulso democráticamente, y con todas las garantías-por ejemplo voto secreto e individual en cuestiones clave-, a la hora de representar fielmente los intereses colectivos, sociales e ideológicos de aquellos que les eligieron, pierden la legitimidad moral. Se quiebra la confianza en los representantes por parte de los representados. Complejo, pero sencillo.  La democracia queda herida.

Una cosa bien diferente es entender la necesidad de consenso dialogado y plural, sin ello no es posible la democracia, y otra, no dejar claro que la discrepancia razonable no puede dejarse arrollar por el fervor por el consenso. Las diferencias ideológicas que se agrupan colectivamente son un elemento tan esencial de la democracia como el consenso, y permitir que estas se enfrenten ideológicamente, como las diferentes cosmovisiones que son, es imprescindible para la salud de nuestra política y de nuestra sociedad.

Innerarity señala una segunda característica de la política; el diálogo, que tiene sus riesgos, cómo no, porque si este es sincero, los resultados nunca habrán de estar garantizados, puede que el otro me convenza a mí en parte o en todo, o al revés, por qué no puedo convencer al otro en parte o en todo, siempre que sea un diálogo abierto y sincero y no se recurra a torticeros atajos. Un tercer elemento asoma en el ejercicio de la política; el riesgo, ya que los resultados nunca están garantizados, pero no por ello debemos dejar de asumirlo, si en algún momento queremos dejar de comportarnos como meros gestores de una realidad que no nos gusta. La política es transformación, ilusión, nunca resignación, nunca rendirse a la decepción. Entre la política entendida como técnica para gestionar realidades, y la política entendida como arte para gestionar sueños, la diferencia es tan simple como vivir en el miedo atrapado en un presente al que nos resignamos, o atreverse a vivir el presente creando un futuro que nos ilusione.

Es necesario aceptar que en la política hay límites, porque hay diálogo, porque hay que convivir con diferentes perspectivas, porque hay que negociar con quienes piensan diferente, en aras al bien común. La buena política tiene que ver siempre con el arte de lo posible, pero tan sólo hace falta estar atentos a las enseñanzas de la historia para aprender que lo posible fue alcanzado porque nunca nos rendimos a la decepción, nunca nos resignamos, siempre apuntando a aquello que nos parecía imposible. Una cosa es denunciar el engañoso juego de manos de populismos más interesados en llegar al poder, que en verdad transformar la sociedad, y la otra renunciar a través del empuje de la ilusión por lo imposible, a lograr lo posible. Todas las conquistas sociales, se lograron gracias a colectivos que entendieron la política conjugada de esta manera.

A la política le sucede como en el amor, que a veces se llena de excusas, gestadas en el vientre de ese miedo a la incertidumbre, tan propio de la naturaleza humana. Pero ésta, es parte ineludible de un sano ejercicio de la democracia. Y entre las excusas más utilizadas, en el amor o la política, se encuentra aquella de “no es el momento oportuno”. Siempre resignándonos a que ya tocará aquello a lo que aspiramos. Es el suspiro del pragmático, deja para mañana lo que pueda resultar costoso hoy. El problema es que, si no tuviéramos de vez en cuando las voces de esos locos soñadores que nunca se rindieron a la decepción, y que se negaron a dejar para mañana los sueños del presente, nunca hubiéramos logrado nada como sociedad, y menos los avances democráticos que nos definen como sociedades libres, y con un estado social digno, justo e igualitario. Si en el amor siempre dejamos las cosas importantes para luego, éste se morirá. Cómo no creer que, en lo colectivo, en la política, eso habría de ser diferente.

La sumisión siempre limita nuestro horizonte de esperanza, y sin ella la política se vuelve turbia. La política es radical, porque debe serlo, porque radicales son los problemas que amenazan nuestra estructura como sociedad, y esto no tiene nada que ver con la violencia, la imposición o la imprudencia, tiene que ver con la radicalidad de ir al centro de los problemas que ponen en cuestión nuestra cohesión como sociedad.

La democracia es una cuestión de derecho, de procedimiento, de los medios que una sociedad tiene para llegar a unos fines. Si creemos que estos son la justicia, la libertad, y la igualdad entonces ser demócrata es creer que todos tenemos “derecho” a esos fines y que todos tenemos “derecho” a participar por igual en la consecución de los mismos. Hubo un tiempo en que los privilegiados quisieron mantener sus privilegios ante las revoluciones democráticas que se avecinaban con el llamado “despotismo Ilustrado”, todo para el pueblo, pero sin el pueblo. Ellos, que se consideraban los mejores, los más inteligentes, debían guiar al pueblo como un rebaño hacia esos fines, porque el pueblo no estaba preparado para tomar en sus manos su propio destino, ni tenían la preparación, ni tenían la información necesaria para ello.

¿Dónde nos encontramos hoy día? Hay que elegir, o bien somos parte de los dirigentes ilustrados que, con la mejor de las intenciones, pero con el peor de los métodos, y la democracia no deja de ser cuestión de ello, dirigimos, o somos parte del rebaño cada vez más irritado por ver que todo cambia para que nada cambie. O puede, que haya una tercera vía, siendo fieles y creyendo en los principios que inspiraron a aquellos cuyo pensamiento y cuyo sacrificio dio lugar al nacimiento de las democracias sociales, libres e igualitarias; creamos en, y actuemos por, el bien de todos, siendo solo una parte más de ese todo al que se sirve, no se dirige despóticamente.

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”