Concierto inolvidable en Granada

Una lección imperial de Bob Dylan

Cultura - Manuel Alberto P. - Jueves, 9 de Julio de 2015
Cuentan que a Jorge Luis Borges le pararon una vez por la calle y le preguntaron si, en efecto, él era el mismo Borges, a lo que el porteño respondió “sí, a veces”. En el improbable caso que nos hubiéramos encontrado a Bob Dylan en Puerta Real podríamos esperarnos una respuesta parecida: se dice que Dylan es un enigma, dentro de una adivinanza, dentro de un misterio.
Dylan, en un momento del concierto.
B.D.
Dylan, en un momento del concierto.

Y es que cada una de las casi cinco mil mil personas que no llegaron a abarrotar el palacio de los deportes de Granada anoche tiene un Dylan de cabecera y, evidentemente, es el que esperar ver, sin reparar que al de Duluth nunca le ha interesado lo que piense de él el respetable. Sabedor de que, como dice una de sus canciones, si no está ocupado en nacer, lo está en morir, ha sido experto en bajarse del pedestal que crítica y público le ha ido construyendo: se marchó de la secta del folk entre abucheos para construir el mejor rock ácido, de ahí al country, el folk-rock, las macrogiras y el góspel cristiano hasta su resurrección rockera en 1989 a partir de su encuentro con Daniel Lanois hasta nuestros días, cuya gira interminable nos lo trajo ayer a Granada. ¿Y qué es Bob Dylan en 2015? Pues por encima de todo un artista en plenas facultades, con una energía impropia de una persona de setenta y cuatro años (con la única concesión de la parada técnica de veinte minutos), que ha abandonado en escena la guitarra y se decanta por la armónica y el piano y que consigue cantar mejor que nunca. Y que, al igual que Imelda Marcos tenía que elegir cada día cuál de sus tres mil zapatos se calzaba, debe bucear entre sus cientos de canciones y elegir las veinte que tocará (y, como aquélla, elige las piezas más nuevas). Es un Dylan empoderado, sabedor que sus últimos discos (Time Out Of Mind, Love and Sheft, Modern Times, Together Through Life, Tempest), contienen muchas canciones enormes, muy por encima de la media de las que fabrican sus coetáneos y a las que les ha perjudicado lo que los analistas políticos (es decir, los taxistas y los tenderos) llaman ahora “la marca”: al igual que ni Pericles conseguiría ser concejal presentándose por UPyD, estos discos a nombre de otro artista hubieran conseguido un reconocimiento que la crítica mezquina no quiere darle ya a Dylan.

Actuaron de teloneros Los Evangelistas que cada vez son más el grupo de Soleá Morente y de Antonio Arias, presentando algunos temas nuevos, aunque cuando de verdad caldearon el ambiente fue con los dos últimos temas, “La Estrella” y “Donde Pones El Alma”, dos joyas de Enrique Morente cuya versión de los granadinos logran emocionar.  

El genio, al piano, instrumento que alternó con la harmónica. B.D.

Pero la mayor parte del público esperaba ansioso que dieran las diez, cuando con puntualidad, tras un fantasmagórico gong comenzó el espectáculo con los acordes reconstruidos de “Things Have Changed”, recorriendo los lugares del blues (“Early Roman Kings”), del swing (“Spirit On The Water”), del rock pantanoso (“Beyond Here Lies Nothin’) o del country (“High Water”). Pero sobre todo, de la balada, cantada magistralmente por un Dylan que lo hace mejor que nunca, con ricos matices y que en clásicos llevados a los altares por Frank Sinatra (“I’m Fool To Want You”) o Yves Montand (“Autumn Leaves”) o propios suyos (“Soon After Midnight”) saca con nota el envite. Creador de un estilo único, Dylan consigue que cada palabra no suene ni monosílaba ni bisílaba, sino una suerte de hija soñadora de ambas. Con una banda sobria, compuesta por cinco auténticos funcionarios del ritmo, y una puesta en escena austera pero efectiva, supliendo los watios de sonido y de luz por una música de muchos, muchísimos quilates. El austero escenario nos permitía atravesar el espejo de Lewis Carroll y viajar en el espacio de nuevo a la autopista 61, trasladándonos a Menphis, Chicago o al delta del Misisipi, aunque por momentos se tornaba tenebrista y se transformaba en un espacio donde se podría proyectar “La Tumba de las Luciérnagas”, posiblemente la película más triste de la historia.

En la era de los mp3, el streaming y los artistas de marketing y un solo disco, pudimos estar asistiendo a uno de los últimos momentos de una era musical, casi los estertores de un imperio: el del último genio, artista ya dueño absoluto de su carrera, revolucionario del rock y que sigue saliendo a la carretera porque disfruta. Un lujo consistente en repasar en una lección de hora y tres cuartos toda la música popular americana del último siglo (del blues al jazz, del country al rhythm and blues, del rock and roll al pop), que es casi como decir toda la música popular, de manos de uno de sus máximos protagonistas. Algo así como poder asistir a una clase de pintura impartida por Pablo Picasso.

Desde que tengo uso de razón he tenidos dos equipos de fútbol, varios parejas y recuerdo tres o cuatro papas… pero un solo Bob Dylan. Numeroso poetas quisieron utilizar la música para extender sus poemas como Keats y Lorca pero solo Dylan lo ha conseguido. Un personaje único de la cultura popular.

El concierto posiblemente no gustara a los aficionados a los recopilatorios, ni a los que consideran música las canciones de Supertramp. Alguno echaría en falta “Like A Rolling Stone”  o “Knockin’ On Heaven’s Door (otros incluso “Man Gave Name To All The Animals”), a pesar de que su cuota de clásicos se llenó con un prematuro “She Belongs To Me” (que inició al piano), un majestuoso “Tangled Up In Blue” (celebrado por el público como la permanencia del Granada) y un intimista “Simple Twist Of Fate”, además del “Blowin’ In The Wind” que abrió el bis y que, más de cincuenta años después, sigue estando plenamente vigente.

Cuando el espectáculo cesó y mientras el riff de “Love Sick” seguía tremolado en mi cerebro, no podía dejar de ver una luz brillando sobre el escenario. ¿Una estrella que se aleja, una luciérnaga o un imperio que desaparece? Otra respuesta, amigos, a buscar en el viento.