El año que nos robaron la primavera

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 5 de Abril de 2020
Una mujer, aplaude desde su ventana a las ocho de la tarde.
María de la Cruz
Una mujer, aplaude desde su ventana a las ocho de la tarde.
'Aunque las circunstancias influyen mucho sobre nuestro carácter, la voluntad puede modificar en nuestro favor las circunstancias'. John Stuart Mill'

'La sabiduría es un adorno en la prosperidad y un refugio en la adversida'. Aristóteles

Siempre recordaremos este año como aquel en el que nos robaron la primavera. Como un furtivo ladrón, sin hacer ruido, sin alarmarnos hasta que fue demasiado tarde, llegó la enfermedad que nos igualó a todos en nuestra desventura. No todos sufrirán las consecuencias con la misma fortuna, pues aquellos que más poseen, más posibilidades tienen de salir indemnes, como siempre, pero todos, hasta los más afortunados en bienestar material, nos encontramos al albur de un incierto destino. Nunca, en estos tiempos donde todo parecía estar bajo control, tuvo tanto poder sobre nuestras vidas el descontrolado azar de la naturaleza. Nunca, en estos tiempos donde el mundo se encuentra tan interconectado,  una enfermedad tuvo tanto poder para desconectarnos de lo que en verdad importa. A la esperanza robada de la primavera la ha venido a sustituir, no el verano de la dicha, sino el inmisericorde invierno de la incertidumbre y el miedo. Esa tentación tan humana, pero tan desoladora, del sálvese quien pueda, entonada en el singular del ser humano, o en el plural del nacionalismo egoísta, que no se ha dado cuenta que el mundo es uno, y que las fronteras son tan artificiales, como ellos despreciables.

¿Seremos capaces de mirarnos al espejo que desnude nuestro comportamiento estos aciagos días y devolvernos la mirada con orgullo, o por el contrario, sentirnos avergonzados al haber permitido que la ponzoña del veneno del egoísmo, el odio y la insolidaridad se apoderara de nosotros?

Miramos alrededor buscando a quien culpar con desesperación, con las emociones desbordadas, desconcertados, cuando no paralizados. Estupefactos, con la incrédula mirada de aquellos apuñalados por el infortunio en el corazón de su felicidad. No podemos controlar las circunstancias, no podemos cambiar lo que nos ha sucedido, pero si podemos controlar cómo reaccionamos, y decidir no quiénes fuimos, pero sí quienes somos, y quienes queremos ser cuando todo esto termine. ¿Seremos capaces de mirarnos al espejo que desnude nuestro comportamiento estos aciagos días y devolvernos la mirada con orgullo, o por el contrario, sentirnos avergonzados al haber permitido que la ponzoña del veneno del egoísmo, el odio y la insolidaridad se apoderara de nosotros?

Podemos quedarnos en el reproche y la queja, con razón o sin ningún atisbo de ella, o podemos mirar alrededor nuestro y preguntarnos qué podemos hacer por aquellos que han sido golpeados con más fuerza, en qué podemos ayudar a aquello menos afortunados que nosotros, cómo podemos devolver el cariño y el amor que  otros nos dieron cuando más lo necesitamos. No se trata de grandes gestos, se trata de hacer lo que está a nuestro alcance, lo cotidiano se vuelve extraordinario, sin grandes aspavientos, sin grandes historias, tan solo ofrecer una mano al que lo necesita. Cómo podemos colaborar con los que se quedan sin aliento, jugándose su propia vida luchando contra la enfermedad.

Ante una catástrofe como la que estamos viviendo en todos los lugares del mundo, nadie es extranjero y nadie debería ser un extraño. Si el dolor no nos hermana ¿qué podrá hacerlo? No hay fronteras a la desesperación, no hay fronteras que frenen la enfermedad, no hay países, ni banderas, ni etnias, solo gente con sus miedos en primera línea y con la esperanza agazapada esperando algún aliento que la despierte

Ante una catástrofe como la que estamos viviendo en todos los lugares del mundo, nadie es extranjero y nadie debería ser un extraño. Si el dolor no nos hermana ¿qué podrá hacerlo? No hay fronteras a la desesperación, no hay fronteras que frenen la enfermedad, no hay países, ni banderas, ni etnias, solo gente con sus miedos en primera línea y con la esperanza agazapada esperando algún aliento que la despierte. Esa es nuestra responsabilidad, despertar esa arrinconada esperanza, y a veces, hacer una compra a quien no puede, esbozar una sonrisa ante quien lo necesita, ofrecer consuelo a quien lo reclama, es la diferencia, el inicio de una cadena causal, que enlaza necesidad con generosidad, que entrelaza soledad con cariño, que teje sufrimiento con empatía. Una cadena que nos une frente a la adversidad de la enfermedad, y nos protege del odio y del miedo con el que otros pretenden hacerle frente.

No podemos cambiar nada de lo que hemos hecho, pero si podemos hacer las cosas de manera diferente. No debemos temer al miedo, sino aceptarlo como parte esencial de nuestra fragilidad. El miedo no deja de ser un valioso acicate para ayudarnos a mejorar, a empatizar con todos aquellos que comparten nuestros mismos temores. Cómo no comprender a los demás un poco mejor, cuando estamos sufriendo lo mismo que ellos, en carne propia. Cómo no dar lo mejor que hay, cuando podríamos estar, con un simple pestañeo del destino, en una situación tan desafortunada como los que sufren la enfermedad y sus consecuencias. Una enfermedad que atenta contra el mismo corazón de la naturaleza humana, sentir el calor de otros, amigos, familia, seres queridos e incluso extraños desconocidos que de repente podrían alegrar nuestras vidas. La desolación del confinamiento no es renunciar a los grandes placeres cotidianos, es sobrevivir al aislamiento que nos impide el confort de un abrazo o un beso.

Lo que antes eran necesidades ahora pasan a ser lujos,  y aquello que antes era anecdótico, se vuelve esencial. Esos abrazos o besos que no dejaban de ser meras convenciones adquirirán el significado pleno que quizá siempre les perteneció. Las sonrisas  nos parecerán más brillantes, más genuinas, y las lágrimas nos dolerán con una profundidad y empatía que habíamos guardado en el baúl de las cosas que ya no importan. Hemos vivido tiempos colonizados por sonrisas y lágrimas plastificadas, sentimientos envueltos en hipocresía, pasiones banales que creíamos nos hacían sentir vivos. Los sabores de las personas y de las cosas, los olores, de las personas y de las cosas, los sonidos de las personas y de las cosas, el tacto de las personas y de las cosas, los paisajes, de las personas y de las cosas, nos devolverán la alegría genuina del niño que fuimos y descubrió un mundo maravilloso que explorar. Todo eso descubriremos cuando la primavera nos sea devuelta, siempre que logremos eludir el miedo transformado en una destilería de odio que germina en los terrenos más baldíos del ser humano. Lo que hemos de temer es la desolación que padeceremos si a esa empatía la hemos encerrado en su propia cuarentena, para no oír la voz de aquellos que gritan pidiendo ayuda, comprensión, solidaridad, cariño. Todo aquello que tan sencillo debería resultarnos ofrecer, y que tan caro lo vendemos.

Cada una de estas veces que endurecemos nuestro corazón perdemos, aun cuando ganemos al virus. De qué nos valdrá sobrevivir a esta situación si dejamos un mundo tan insolidario que no seamos capaces de mirarnos los unos a los otros a los ojos, de sonreírnos los unos a los otros, de sentir los unos con los otros, de honrar a aquellos que no pudieron conseguirlo con un mundo mejor, más preparado, más solidario

Cada vez que una inmisericorde voz, sean líderes políticos, o sean altos ejecutivos del tambaleante mercado financiero, o carroñeros de la mal llamada prensa, que se creen protegidos por la salvaguarda del poder o del dinero, se eleva priorizando los números económicos sobre la vida de las personas. Cada vez que se oye alguna desalmada voz criticando que se empleen recursos en salvar a personas porque por su edad ya no tienen nada productivo que ofrecer a la sociedad. Cada vez que algún político pretende emponzoñar nuestros atribulados corazones para ver qué beneficios políticos obtiene en el futuro,  en lugar de arrimar el hombro junto a aquellos que lo hacen día a día, para devolvernos la esperanza de una primavera por venir, aunque fuera tardía. Cada vez que nos quejamos exaltados, con vociferantes insultos, por estar en casa, disfrutando de Netflix y mil comodidades más, mientras otros se juegan día a día la vida por salvaguardar la nuestra. Cada vez que usamos las redes sociales para esparcir odio, y no solidaridad. Cada una de estas veces, retrasamos más la primavera que nos robaron. Cada una de estas veces que endurecemos nuestro corazón perdemos, aun cuando ganemos al virus. De qué nos valdrá sobrevivir a esta situación si dejamos un mundo tan insolidario que no seamos capaces de mirarnos los unos a los otros a los ojos, de sonreírnos los unos a los otros, de sentir los unos con los otros, de honrar a aquellos que no pudieron conseguirlo con un mundo mejor, más preparado, más solidario.

Nos encontramos sumergidos en una pesadilla distópica, como víctimas potenciales de una película de acción donde los héroes son otros, y el mal contra el que luchan nunca aparece en pantalla, invisible, escondido, y tan solo vemos sus consecuencias

Nos encontramos sumergidos en una pesadilla distópica, como víctimas potenciales de una película de acción donde los héroes son otros, y el mal contra el que luchan nunca aparece en pantalla, invisible, escondido, y tan solo vemos sus consecuencias. Los villanos son secundarios que se arrastran a la sombra de ese mal, carroñeros esperando sacar algún beneficio. Como esos figurantes que no pueden participar en la trama principal nos creemos impotentes, meros observadores de los dramáticos acontecimientos, sin poder ser héroes, sin poder detener a los villanos. No es cierto, todos tenemos un papel que jugar, todos tenemos nuestra importancia, por pequeño que sea nuestro guion. Tan solo depende de una cosa, decidir que la voluntad de actuar  con un compromiso ético merece la pena, y que la sabiduría puede guiarnos. Nuestra voluntad puede cambiar cualquier circunstancia, puede impulsarnos para no quedarnos de brazos cruzados y en cambio ofrecer aquello que está a nuestro alcance para detener la epidemia; solidaridad, compresión, compromiso. Una voluntad guiada por la sabiduría que ha de acompañarla, imprescindible en tiempos de pesadilla que dilucide lo verdadero de lo falso, que guie la moralidad de nuestras acciones y nos ayude a desdeñar insidiosos cantos de sirena que nos llaman a vivir ensimismados, aislados no solo de la gente, sino de cualquier compromiso con los demás, o a ser voceros de aquellos que solo sobreviven aprovechándose del mal ajeno, esos carroñeros que perviven a las sombras de las desgracias ajenas.

Hemos perdido la primavera, pero el verano aún está a nuestro alcance, no cerca, pero tampoco lejos, depende de qué actitud tomemos, depende de qué voluntad ejerzamos, depende de qué sabiduría nos guíe.

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”