El desencanto en Occidente

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 1 de Octubre de 2017
‘Q Train’, de Nigel Van Wieck.
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‘Q Train’, de Nigel Van Wieck.

'Las sociedades deben juzgarse por su capacidad para hacer que la gente sea feliz'. Alexis C. Tocqueville

Las palabras de Tocqueville reclamando como fin último de la convivencia de los seres humanos la felicidad de sus miembros, resuenan como un martillo en sociedades que parecen haber renunciado a alcanzar tan evasivo termino. Occidente dispone de posibilidades y herramientas de sobra para alcanzar ese fin, sin embargo, la melancolía, cuando no la rabia, parecen haberse apoderado de nosotros. La cultura occidental parecía estar llena de promesas con su despertar, tras los siglos de las revoluciones, del XVII al XXI; la política, la científica, la industrial, la tecnológica. Revoluciones que parecen haber acompañado cada uno de nuestros sueños de libertad y emancipación, con pesadillas recurrentes que vuelven una y otra vez, década tras década. Dos revoluciones marcaron el camino, la guerra de la independencia de los Estados Unidos, y la Revolución Francesa. La primera hizo ver que era posible armonizar la creación de un estado respetuoso con sus territorios con la inviolable libertad de sus ciudadanos, garantizando un equilibrio de poderes entre el gobierno, los jueces y los legisladores que avalaran que la democracia era algo más que un voto en una urna, y que los tiranos no lo iban a tener tan fácil para aprovecharse de nuestra mentalidad de rebaño. La segunda, dio esperanzas a los oprimidos, el poder absolutista tenía fecha de caducidad, tan sangrienta como necesaria, demostró que la opresión brutal tarde o temprano encuentra su San Martín.

Décadas antes, filósofos naturales, convertidos en los primigenios científicos que cambiarían el mundo; Newton, Leibniz, Galileo, Copérnico, iniciaron una revolución en el método de la ciencia que cambiaría para siempre nuestra realidad. El ser humano con la revolución científica se había convertido en el centro del universo, ese sueño renacentista, aprendiendo a descifrar la enigmática naturaleza y a atreverse a usar su inquisitivo espíritu, sin someterse a la autoridad de Dios, o a alguno de sus profetas terrenales que les quemaban y encarcelaban por no doblegarse a sus preceptos. El siglo XIX fue testigo de la revolución industrial, que de forma descarnada se propuso domeñar para siempre a la naturaleza. La humanidad iba iniciar su camino de dominio sobre esa salvaje naturaleza y sus recursos, un medio ambiente que tanto nos había hecho sufrir en sus manifestaciones más desbocadas. Tras la revolución científica, la política y la industrial, vino la tecnológica. Acelerada en las últimas décadas del siglo XX, la ciencia ficción que alimentó los sueños de los adolescentes norteamericanos que querían evadirse de esa guerra fría que amenazaba con pulverizar para siempre nuestro mundo, se fue haciendo realidad, no poco a poco, sino a paso agigantados. Desde el avance en medicina y biología, hasta el reinado de la Inteligencia Artificial y los dispositivos que han permitido conectar a todos con todos en cualquier rincón del mundo, nada parecía fuera de nuestro alcance.

Pero cada encanto esconde la posibilidad de un desencanto, el despertar de cada sueño anuncia la llegada de una pesadilla

Pero cada encanto esconde la posibilidad de un desencanto, el despertar de cada sueño anuncia la llegada de una pesadilla; Las revoluciones políticas tuvieron su contraste en esas otras revoluciones que nacidas también al amparo de la libertad  masacraron a millones de inocentes, dos guerras mundiales y numerosos y sangrientos conflictos bélicos ponen en duda la bondad del nuevo orden mundial. El progreso industrial en manos de un capitalismo salvaje abonado a maximizar el bienestar de unos pocos frente a la explotación de la mayoría, está destruyendo el planeta. La tecnología, que iba a desencadenarnos de todas nuestras dependencias espurias, está a su vez encadenándonos a nuevas cadenas y extralimitando su poderío al campo de la ética humana.

Charles Taylor, filósofo canadiense atribuye en un pequeño, pero lucido ensayo, La Ética de la autenticidad, tres motivos iniciales para ese malestar de nuestras sociedades a los que llama el desencantamiento del mundo; I. El descarnado fomento del individualismo frente al amparo que tradicionalmente  nos han dado las comunidades. II La primacía de la razón instrumental, que no es sino el primar en casi todos los aspectos de nuestra sociedad del beneficio económico, lo cuantitativo, en lugar de lo cualitativo. III. El desencanto de la política, consecuencia directa para el pensador canadiense de los dos primeros motivos, y que está provocando en los últimos años desalentadores perspectivas, como el crecimiento del nacionalismo excluyente, la llegada de demagogos con tintes ultraderechistas al poder, y entrando en parlamentos que se enorgullecían de haberlos excluido hace décadas.

Veamos con un poco más de detalle las consecuencias de estos tres motivos que desarticulan el bienestar de nuestras sociedades que parecen haber renunciado al horizonte de felicidad que parecía irrenunciable en el panorama inicial de las revoluciones emancipadoras.

El gran teórico de la democracia, Alexis de Tocqueville álertó sobre la falta de horizontes de finalidad común, y expresó su preopcupación por el repliegue individual implícito en el ejercicio de la democracia liberal, promoviendo unas elites políticas gobernando a una masa desmotivada

El individualismo, en tanto permite que cada persona pueda elegir libremente su modelo de vida, sin tener que seguir normas morales excluyentes, es uno de los grandes logros emancipadores de la sociedad occidental. Nadie, especialmente autoridades institucionales, ni mucho menos religiosas, como bien decía John Stuart Mill en Sobre la libertad, tiene derecho a decirte cómo vivir tu vida. Un derecho, que especialmente a muchas minorías oprimidas, les ha costado décadas consolidar. La libertad moderna se ganó gracias al descredito de ese orden establecido que nos imponía a todos una determinada manera de vivir. Taylor no cree que se deba renunciar a ese logro, pero si cree necesario analizar que supuso abandonar un marco  de creencias que dotaba de un sentido al individuo, al hacerle sentir parte de algo mayor, un rol muy concreto en la estructura jerárquica de la sociedad, y aún no hemos sabido cómo solucionar ese vacío. Algo similar manifestó el gran teórico de la democracia, Alexis de Tocqueville, escribiendo sobre su preocupación por la falta de horizontes de finalidad común, de repliegue individual implícito en el ejercicio de la democracia liberal, promoviendo unas elites políticas gobernando a una masa desmotivada.

La razón Instrumental es otra de las semillas de ese malestar que inunda nuestras sociedades contemporáneas; Taylor la define de manera clara y precisa como aquella regla de cálculo que prima lo económico a la hora de dar con el medio adecuado para conseguir un fin. Al quebrarse la jerarquía tan ordenada de sociedades anquilosadas en estructuras rígidas, con Dios como último garante, o convenciones sociales en torno a roles preestablecidos( noble, burguesía, pueblo) el bienestar y la felicidad de los individuos no es cuestión de estado, vuelve a las manos de cada individuo, lo que es liberador, pero a la vez supone un problema, si los poderosos priman la explotación de los más débiles para conseguir a través de la razón instrumental sus propios y exclusivos fines. La explotación medio ambiental de nuestro planeta se debe a esa mentalidad, así como la explotación salarial en mano de mega corporaciones que controlan salarios, y explotan en los países menos favorecidos la mano de obra. Vergonzosas son las declaraciones de empresas de riesgo que ponen precio a la vida humana. En medicina, Taylor destaca el olvido al paciente en cuanto persona, y el declive de la figura de la enfermera, en tanto la principal referencia para la calidad de la atención al paciente, y  convertida en algo mucho menos crucial de lo que debería ser. Primar el beneficio económico por encima de otros valores éticos ha impregnado toda nuestra sociedad.

Las ciudades son hostiles a la convivencia, sin espacios públicos, con niveles de ruido insoportables, guetos donde escondemos la pobreza, contaminación atmosférica que nos enferma. La absoluta e incomprensible primacía del transporte privado en lugar del público, una  nula planificación para ayudarnos a obtener una vida que no esté destinada exclusivamente al ocio individual, al consumo desaforado en masa

El desencanto político es el culmen del desencanto producido por los dos hechos antes mencionados; el peso del capitalismo dominado por empresas que solo utilizan la razón instrumental debilita la capacidad y autoridad del individuo para hacerse responsable moral de decisiones que van afectar a su futuro, y al de las próximas generaciones. Pongamos de ejemplo la nula capacidad política para imponer medidas que eviten el deterioro medioambiental. Las democracias parlamentarias incapaces de reinventarse consolidan una elite política, a la vez que aumenta el desencantamiento del ciudadano medio. En otro orden de cosas, las ciudades son hostiles a la convivencia, sin espacios públicos, con niveles de ruido insoportables, guetos donde escondemos la pobreza, contaminación atmosférica que nos enferma. La absoluta e incomprensible primacía del transporte privado en lugar del público, una  nula planificación para ayudarnos a obtener una vida que no esté destinada exclusivamente al ocio individual, al consumo desaforado en masa. Sin ofrecer alternativas de espacios compartidos de intercambio, cultura, u otras actividades cuyo desempeño libre romperían el dominio de lo económico en nuestra enjaulada vida de las ciudades. 

El desencanto político es el culmen del desencanto producido por el peso del capitalismo dominado por empresas que solo utilizan la razón instrumental debilita la capacidad y autoridad del individuo para hacerse responsable moral de decisiones que van afectar a su futuro, y al de las próximas generaciones

Todo ello lleva en palabras de Tocqueville a crear individuos encerrados en sus corazones, incapaces de salir de sus caparazones. Sociedades que terminarían promoviendo un tipo de gobierno del que nos alerta el autor de La democracia en América, no será tiránico, ni impuesto por el terror, pero si impondrá un despotismo suave, basado en la inapetencia política de la ciudadanía. Taylor insiste en la idea de la burocracia y centralización de las decisiones políticas, alejadas de fines morales decididos por individuos y basadas en la razón instrumental como el principal motivo de la impotencia que vivimos. Ideas que amenazan no solo nuestra libertad, sino lo que es igualmente importante, nuestra dignidad, algo  a lo que parece hemos renunciado, como a la felicidad.

¿Qué hemos de  hacer ante este desencanto? Empezar primero por lo más básico y dedicar un poco de nuestro tiempo a pensar sobre estos u otros motivos, y quizá con suerte eso nos llevaría a actuar, a hacer lo posible por dotar de sentido no solo nuestra vida como individuos, sino como ciudadanos que tenemos un proyecto común de vida, sin caer en dogmatismos o dependencias de poderes absolutistas, sean duros o blandos.  A valorar que hay cosas que son más importante que el beneficio económico, y que la felicidad y la dignidad humana no tienen precio, y no están en venta, y a ser conscientes, que tan solo nuestra activa participación cívica, comenzando por levantar nuestros acomodados traseros del sillón mientras jugamos con nuestros móviles de  última generación, puede hacer algo para luchar por ,y ser la voz, de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos, no ya desencantados, sino aplastados por esas semillas totalitarias y de desencanto escondidas en el origen de nuestra modernidad occidental.

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”