La ignorancia y la política 'sin complejos'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 7 de Febrero de 2021
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'Hay la misma diferencia entre un sabio y un ignorante que entre un hombre vivo y un cadáver'. Aristóteles

'La ignorancia puede ser curada, pero la estupidez es eterna'. Matt Artson

Pareciera sorprendente tener que aclarar en pleno siglo XXI que la ignorancia no es una virtud. En política sería menos lógico tener que aclararlo, pero necesario es, dado el espectáculo de ignorancia al que asistimos estupefactos cada día en las televisiones,  por parte de presuntos comentaristas políticos en su papel de tertulianos, soltando disparates históricos, vociferando y denigrando al que no piensa como ellos. En las redes sociales, donde opinamos categóricamente de todo, tengamos algo de idea o no tengamos la más mínima, u observando impertérritos como algunos de nuestros políticos demuestran una ignorancia supina, sin que le demos la más mínima importancia, como si fuera lo más natural del mundo. En todos sitios cuecen habas, en todos los partidos y en todos los espectros ideológicos, aunque reconozcamos que en el extremo derecho del espectro, y en el extremo de la exaltación nacionalista, sea cual sea la nación, la ignorancia es supina, sea en temas históricos, que reinventan para adecuarlos a su narrativa frentista, sea en dar pábulo y difundir bulos tan estúpidos como ignorantes. Íntimamente relacionada con la ignorancia manifiesta, se encuentra el auge de la política concebida como un espectáculo, la política sin complejos. Política donde la ignorancia, que como decía Matt Artson podría tener solución, se aúna a la estupidez, que difícilmente la tiene. Políticos sin complejos se llaman a sí mismos, agarrados a Twitter como arma de destrucción masiva de adversarios, o sea, todo el mundo menos sus partidarios. Opinan de todo y de todos, sin sentir la más mínima vergüenza por meter la pata con su ignorancia, agarrados a la estupidez como caparazón. El triste motivo para ello es tan simple como que el ruido provocado importa más que el sentido de lo que expresan, su veracidad, o el conocimiento de aquello de lo que hablan.

Dicen tonterías, cuando no barbaridades, lo primero que se les ocurre, pero en lugar de censurarlas como lo que son, tonterías, o barbaridades, las alabamos, porque eso les hace parecer más cercanos a la gente común, más espontáneos, porque nos hacen gracia

La ignorancia en política se ha convertido en una especie de virtud en base a una proclama que no por dejarnos más perplejos es menos exitosa: política sin complejos; confundimos la honestidad, que si es una virtud, en la vida pública o privada, con una supuesta espontaneidad disfrazada de sinceridad. Dicen tonterías, cuando no barbaridades, lo primero que se les ocurre, pero en lugar de censurarlas como lo que son, tonterías, o barbaridades, las alabamos, porque eso les hace parecer más cercanos a la gente común, más espontáneos, porque nos hacen gracia. Una cosa es que la esencia de la democracia resida en que todo el mundo tiene derecho, y el deber, de formar parte del gobierno de la cosa pública, y otra que premiemos al ignorante porque eso le hace parecer más cercano. No se trata de caer en el otro extremo de la balanza y proclamar al estilo platónico una república de sabios, ni pretender un elitismo intelectual que ha demostrado ser igualmente nefasto en la actividad política, pero algo de sabiduría es exigible, un mínimo.

Pocos personajes públicos en nuestro país encarnan mejor esta mezcla de ignorancia y política sin complejos que la presidenta nacionalista madrileña, Isabel Díaz Ayuso. Quién sabe, quizá si hubiera nacido en otro territorio hubiera inventado aquello de España nos roba

La capacidad de dar espectáculo importa más que ser competente o ser coherente políticamente. Pocos personajes públicos en nuestro país encarnan mejor esta mezcla de ignorancia y política sin complejos que la presidenta nacionalista madrileña, Isabel Díaz Ayuso. Quién sabe, quizá si hubiera nacido en otro territorio hubiera inventado aquello de España nos roba. Ocupa más tiempo criticando al gobierno de la nación que atendiendo a la gestión de los considerables problemas que afrontan los ciudadanos madrileños, asolados por la pandemia y la inoperancia de sus dirigentes. No es la única, pero qué mejor ejemplo. El humorista estadounidense del XIX, Josh Billings, ironizaba sobre este tipo de personajes públicos: Lo que me molesta de los ignorantes no es su ignorancia sino que sepan tantas cosas mal. Recordemos que entre los méritos de la nacionalista presidenta se encuentra el haber inventado el concepto de hospital de pandemias, mal acabado, mal equipado, deficientemente gestionado, y sin un plan sobre qué hacer con los muchos millones de euros empleados en su construcción una vez que pasemos la pandemia. Y que ahora con tal de desviar la atención, sin complejo alguno, acusa de sus problemas al sabotaje. De chiste, si no hubiera tanto dolor implicado. O su última ocurrencia; pedir que se prioricen camareros, taxistas, u otros colectivos, que sin duda lo están pasando muy mal, pero que ni pueden, ni deben ser prioritarios cuando aún quedan tantas personas cuya vulnerabilidad y riesgo de fallecimiento es muchísimo mayor. Qué importa que sanitariamente no sepa de lo que habla, si se trata de que con el ruido provocado se olvide su nefasta gestión. Los complejos sanitarios, que es tratar éticamente la vacunación, priorizando exclusivamente a los que más riesgo de fallecer tienen, no importan. Pero este tipo de personajes no tiene complejos de ese tipo.

El rigor en los conocimientos, al menos de cultura e historia general, de un representante político es un mínimo común exigible. Un político no debe hacernos gracia, debe hacernos pensar. No debe exaltar nuestras pasiones, debe hacernos sentir confianza

Más allá de la empatía, el buen político, sea del signo ideológico que sea, ha de mostrar un abanico de amplios conocimientos culturales, históricos, sociales, que le permitan filtrar críticamente sus decisiones y poder mesurarlas y racionalizarlas, ya que nos afectan a todos. El rigor en los conocimientos, al menos de cultura e historia general, de un representante político es un mínimo común exigible. Un político no debe hacernos gracia, debe hacernos pensar. No debe exaltar nuestras pasiones, debe hacernos sentir confianza. Premiar las payasadas convirtió a Trump en presidente de los EEUU, a Boris Johnson en Primer Ministro británico, y quién sabe si a este paso tendremos a Abascal o Ayuso en la presidencia de nuestro país, el sumun de la ignorancia elevado al poder político. Es el precio a pagar por esa deriva populista que hemos llamado política sin complejos.

Si esa es la llamada política 'sin complejos', más nos vale, si queremos preservar los valores de nuestra convivencia, luchar denodadamente por mantener nuestros complejos democráticos y tratar de mantener que la política sea, como debiera ser, la más digna de las actividades humanas

Carecer de complejos es una llamada a la desinhibición, que en determinadas circunstancias personales, como forma de liberación personal, si te encuentras agobiado por estar demasiado encorsetado por clichés que te reprimen, vale, es positivo, pero añadir esa proclama a la política no resulta necesariamente positivo. Primero porque la política ha de tener complejos; ha de estar encorsetada por esos clichés éticos que llamamos responsabilizarse de cómo tus actos afectan a los demás. Has de inhibirte de que tus ambiciones personales se interpongan en la búsqueda del bienestar público. Has de medir las consecuencias de todo aquello que dices; si alimentas el odio, el racismo, el machismo, la intolerancia, esos discursos que llamas sin complejos, tienen graves consecuencias en la convivencia. Causas un daño considerable a personas inocentes, aprovechándote de los prejuicios o ignorancia de la gente, de sus problemas, para manipularlos y sacar beneficio y votos. Si esa es la llamada política sin complejos, más nos vale, si queremos preservar los valores de nuestra convivencia, luchar denodadamente por mantener nuestros complejos democráticos y tratar de mantener que la política sea, como debiera ser, la más digna de las actividades humanas.

Vivimos el riesgo de la prevalencia de una política sin prejuicios, que en realidad quiere decir que los únicos prejuicios que valen son los míos, por qué, pues porque son míos, y por tanto tienen prevalencia sobre los de los demás. Una virtud en un político es ser sincero, claro está que si ese político es un racista, más o menos encubierto, tiene tintes autoritarios, es machista, xenófobo, y aplaudimos y premiamos esa sinceridad, entonces el problema es que hay un cáncer social. Un cáncer que por responsabilidad democrática deberíamos tratar de eliminar, no de alimentar. Si existen, y tristemente existen, personas en nuestra sociedad que por diferentes motivos, de educación, de problemas vitales, de ignorancia, de manipulación, son xenófobas, machistas, que viven instaladas en discursos del odio, la política ha de buscar soluciones a las situaciones sociales, culturales y educativas que han permitido que esto suceda. Alimentar el ego de políticos sin complejos es alimentar el odio en nuestra sociedad, las trincheras ideológicas, la confrontación por sistema. Acabar con el contrario como forma de resolver los conflictos. El fabulista francés Jean de la Fontaine se lamentaba en el siglo XVII; Nada hay más peligroso que un amigo ignorante: es mejor un enemigo razonable. Pero nuestras filias y fobias prefieren amar al ignorante porque es de los nuestros y odiar al razonable porque no lo es.

Algo falla terriblemente en nuestra sociedad, en nuestra política, cuando nos sentimos fascinados por personajes mediocres intelectualmente, pero entretenidos y  divertidos, en lugar de seguir, admirar o votar a aquellos serios, competentes  y razonables, aunque sean aburridos

La soberbia es otra de las características que suelen exhibir estos personajes, el escritor Anatole Thibault decía que la humildad, que no abunda entre los doctos, aún es menos frecuente entre los ignorantes. Exhibir de tal impúdica manera el orgullo por su ignorancia o carencia de escrúpulos morales, es chocante, pero tristemente les funciona. Algo falla terriblemente en nuestra sociedad, en nuestra política, cuando nos sentimos fascinados por personajes mediocres intelectualmente, pero entretenidos y  divertidos, en lugar de seguir, admirar o votar a aquellos serios, competentes  y razonables, aunque sean aburridos. La ignorancia mezclada con la ambición sin escrúpulos, agitada por la estupidez, suele ser un coctel explosivo en aquellos que nos representan. ¿Saben hacerlo mejor o es que realmente no dan para más? Si es mera ignorancia, y la sociedad les ha premiado por esa ignorancia acompañada de una política sin complejos, es un grave problema social, falta de educación, falta de valores cívicos, o falta de sentido común, o todos ellos juntos a la hora de elegirlos. Si no son tan ignorantes como aparentan, entonces es mero cálculo político acerca de lo que creen que les dará más votos. La ignorancia, la estupidez, la política sin complejos no puede abocar sino a un solo tipo de consecuencia: la inmoralidad y la crisis de una sociedad que carece de valores.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”