'Motivos para creer que tienes talento'
'Hacer con soltura lo que es difícil a los demás, he ahí la señal del talento; hacer lo que es imposible al talento, he ahí el signo del genio'. Henri-Frédéric Amiel
Nuestro sistema educativo, epítome de la sociedad postcapitalista y deshumanizada que hemos creado, huye de la promoción del talento y de alentar las escasas semillas de genialidad que aparecen de vez en cuando, como si la pervivencia del sistema social en el que vivimos dependiera de ello. Y en realidad es así. Alentar la pluralidad de talentos tan diferentes como niños y niñas hay, que adormecemos en las escuelas, y en los jóvenes que vegetan en las universidades, sería como poner una carga de profundidad crítica que hundiera los cimientos de un sistema educativo diseñado para que nos adaptemos al papel más conformista y uniformado posible. Y por si acaso se nos ocurriera lo improbable, pensar críticamente, desalentar cualquier ligero intento de rebelión contra un sistema que hace aguas.
La experiencia y el aprendizaje pueden refinar el talento para lo que sea que tengamos, pero igualmente importante es saber para qué no estamos hechos. Ese es un talento derivado del sentido común que deberíamos emplear más a menudo, lo que nos ayudaría a no perder tiempo innecesariamente
Etimológicamente el término procede de la palabra latina talentum, referida a un peso griego variable, que oscilaba alrededor de las cincuenta libras. De ahí pasó a utilizarse para referirse a una cantidad de dinero variable, y con la ductilidad simbólica y maravillosa de los lenguajes humanos, terminó por utilizarse para referirnos a habilidades y disposiciones naturales o adquiridas (según a quién preguntes) en los terrenos artísticos e intelectuales. A partir de ahí ampliemos los talentos a cualquier ámbito que se nos pueda ocurrir, entre los límites de lo decente y de lo indecente. Cierto es, que la predisposición natural suele ser lo que marca los orígenes del talento. Por mucho que uno emplee duro su voluntad y dedique amplias horas a experimentar, si careces de talento hay actividades, intelectuales o físicas, que serás incapaz de hacer. La experiencia y el aprendizaje pueden refinar el talento para lo que sea que tengamos, pero igualmente importante es saber para qué no estamos hechos. Ese es un talento derivado del sentido común que deberíamos emplear más a menudo, lo que nos ayudaría a no perder tiempo innecesariamente. Aunque sarna con gusto no pica. Y si hay una actividad para la que no tenemos especial talento, pero disfrutamos con ella, qué más da el resultado, mientras no nos creamos un genio incomprendido, que a veces ocurre cuando perdemos la perspectiva de nuestras facultades y habilidades reales.
Kant, que tenía sin duda talento para la perspicacia filosófica, aunque careciera de talento literario para expresarse con claridad meridiana, definía esta habilidad humana como un don natural: entiéndase aquella superioridad de conocer que no depende de la instrucción, sino de las disposiciones naturales del sujeto. Luego hacía referencia a lo que llamaba el ingenio productivo, la sagacidad y la originalidad que se encuentran en la base de la genialidad humana. Más allá de metafísicas y románticas disquisiciones sobre la genialidad, el punto a destacar es que la instrucción puede ayudarnos, como la experiencia, a despertar y afilar los talentos de los que disponemos, pero no dotarnos de ellos. Por mucho que yo quisiera no podría ser un atleta de elite, aunque saliera a imitar a aquellos que a las 5 de la mañana salen a hacer running, antiguamente footing (cosas de la posmodernidad que nos hace pasar de un tonto anglicismo a otro) como si su alma dependiera de ello.
Las ideas que mejoran a la sociedad fructifican con el talento
Las ideas que mejoran a la sociedad fructifican con el talento. Una buena idea puede ser mágica para beneficiarnos, si la desarrollamos con talento, pero por muy buena que sea, si no dejamos que el talento ayude en su desarrollo, más allá de su concepción, probablemente se convierta en polvo. El humanista Erasmo de Rotterdam era plenamente consciente de la necesidad de reconocimiento del talento, como manera de alentarlo: el talento escondido no produce reputación. Si no reconocemos el talento, aunque sea de manera modesta, entre amigos, familiares, círculos próximos, desalentaremos su desarrollo. Desterrar la envidia por talentos ajenos debería ser otro “talento” que alentar, pues nos enriquecen también.
Otro error que algunos padres cometen, por bien intencionados que sean, es tratar de alentar en sus hijos un talento que ellos poseen; pero el talento no necesariamente se hereda
Otro error que algunos padres cometen, por bien intencionados que sean, es tratar de alentar en sus hijos un talento que ellos poseen; pero el talento no necesariamente se hereda. Un padre puede ser muy bueno en algo, y un hijo desastroso, o viceversa. Es una lotería, y como tal, hemos de aceptarla. Y recompensar el esfuerzo, pues como hemos indicado, y como más sabiamente señala Baltasar Gracián que vuelve a estar de moda siglos después: una habilidad mediana, con esfuerzo, llega más lejos en cualquier arte que un talento sin él. Pero para ello hemos de crear entornos adecuados para el desarrollo confortable de las capacidades propias de cada cual, sin agobiantes competencias que creen más angustia y estrés a los niños y niñas, que satisfacción por desarrollar sus talentos.
Todos somos talentosos, todos disponemos de habilidades en potencia en las que podríamos ser buenos. De manera muy diversa, y sin necesidad de competir por cuál talento es merecedor de mayor o menor elogio. Como ocurre con la inteligencia y sus diversas maneras de manifestarse. El talento en sus diferentes expresiones no debe ser jerarquizado absurdamente, en categorías de mera utilidad económica y con criterios de rentabilidad. Cada talento por insignificante que nos parezca socialmente merece la pena ser explotado. Salvo el talento de hacer la puñeta y el mal a los demás, que ya se ocupa la dinámica social de que los desarrollen aquellos que poseen la habilidad.
Pero alentar a un infante con talento para la ciencia, el arte y otras maravillosas maneras de expresión y comprensión de lo que es el ser humano, está con perdón, a otro nivel
Nos parece normal premiar a quien es habilidoso con una pelota de fútbol, y gratificarle con riquezas más allá de la imaginación, mientras prácticamente condenamos al olvido al que posee talento para investigar y curar enfermedades o ampliar nuestro conocimiento sobre cómo funciona el universo. Y por si acaso, aparte de la precariedad, le condenamos a una interminable y abstrusa carrera de obstáculos. Es una muestra más de la estupidez reinante. Educar a un hijo o hija con talento para el deporte, y que destaque, es motivo de orgullo. Pero alentar a un infante con talento para la ciencia, el arte y otras maravillosas maneras de expresión y comprensión de lo que es el ser humano, está con perdón, a otro nivel. Nadie pide que no hagamos ricos a los que nos entretienen dándole patadas al balón, tan solo que no hagamos pobres a los que investigan para curarnos, para comprender de dónde venimos y para qué, a los que nos enseñan los misterios de la existencia humana, filosofando sobre ello, a los que escudriñan los retos éticos a los que nos enfrentamos, a los que nos maravillan con la música o la pintura o el arte o cualquier otra forma de expresión artística. La política debiera poseer el talento de incentivar y promover que los valoremos como se merecen, desde que muestran este talento en su infancia, y les ayudemos a comprenderlo y desarrollarlo creativa y críticamente, sin condenarles a la irrelevancia.
Y para ello, tempranamente es necesaria una actitud educativa abierta a la pluralidad de talentos que existen; y prepararse para trabajarlos
Y para ello, tempranamente es necesaria una actitud educativa abierta a la pluralidad de talentos que existen; y prepararse para trabajarlos, pues como decía Beethoven, algo exagerado en el porcentaje: El genio se compone del dos por ciento de talento y noventa y ocho por ciento de perseverante aplicación. Comprendiendo además, que no solo no debemos jerarquizar unos talentos sobredimensionándolos sobre otros, porque nos parezca que llevan a un mayor éxito social o económico, sino comprender que aprender cómo explotar los talentos de los que cada uno dispone es plenamente satisfactorio en sí, sin pretender convertirnos en genios, simplemente llegar al nivel que cada uno pueda o desee, por el mero placer que encontramos en ello. Eso que pomposamente llamamos autorrealización, que debiera ser el centro de las escuelas y universidades.
Cometemos un terrible error al creer que nuestro valor depende de la opinión de los demás, algo que lamentablemente se ha extendido con la proliferación de las redes sociales, donde todo el mundo opina de todo, sepa o no, le apele o no
Cometemos un terrible error al creer que nuestro valor depende de la opinión de los demás, algo que lamentablemente se ha extendido con la proliferación de las redes sociales, donde todo el mundo opina de todo, sepa o no, le apele o no. Nuestro valor no depende nunca de lo que otros opinen de nuestros talentos, seamos buenos o no, nos convirtamos en genios o no. Y no hay nada más dañino que envidiar talentos ajenos, en lugar de preocuparnos por desarrollar los nuestros. Es un error esa idea, que parece un virus que nos contagiamos en sociedad, que nos incita a desmerecernos porque otros posean más, sea dinero, inteligencia, talentos, e incluso arrogancia. Cada persona tiene su propia medida, especialmente los niños y niñas. Un sistema que continuamente nos compara, según no se sabe muy bien qué parámetros, no alienta precisamente que salgan a relucir los talentos, pues el miedo tiende a sepultarlos.
Un poema de Marianne Williamson es la mejor coda para recordarnos por qué no podemos olvidar educar el talento durante toda nuestra vida, y alentar el talento ajeno, pues enriquecerá también el nuestro, y nunca temerlos: Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados. Nuestro temor más profundo es que somos excesivamente poderosos. Es nuestra luz, y no nuestra oscuridad la que nos atemoriza. Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, magnifico, talentoso y fabuloso? En realidad ¿quién eres para no serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo. No hay nada de instructivo en encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti. Esta grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros; está en todos. Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma tácita estamos dando a los demás permiso para hacer lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros.