LA IMAGEN QUE SOSLAYARON LOS PINTORES

Granada, 'pueblo abandonado' a principios del siglo XIX

Cultura - Gabriel Pozo Felguera - Domingo, 24 de Marzo de 2019
¿Cómo era la ‘cochambrosa’, 'sucia' y ‘desmoronada’ Granada de principios del siglo XIX, te la imaginas? La respuesta la ofrece el investigador Gabriel Pozo Felguera en este excepcional reportaje, con magníficas ilustraciones, que retrata a la perfección una ciudad que empieza a organizarse desde su Ayuntamiento constitucional: el precedente de la Policía Local, un documento de identidad para la ciudadanía o los primeros mercados diversificados por géneros, pero también con duras sanciones que te llamarán la atención. Un nuevo pasaje de la historia poco conocida de Granada. Para disfrutar y compartir.
Puerta de Bibarrambla, por David Roberts (1835).
Indegranada
Puerta de Bibarrambla, por David Roberts (1835).
  • Los bandos del Concejo describen una ciudad sucia, de calles convertidas en estercoleros, zonas desempedradas y casas desmoronándose

  • Se creó una especie de pasaporte para controlar a la población; se expulsaba de la ciudad a mendigos y vagabundos sin oficio

  • Ordenaron una red de mercados especializados en plazas para evitar el descontrol de gente vendiendo por todos sitios y colapsando las vías

  • El control policial y el toque de queda resultó asfixiante en algunos momentos: no se podía salir por la noche y los establecimientos cerraban pronto

La estrella de Granada empezó a declinar en el siglo XVIII. Durante el primer tercio del XIX la situación empeoró notablemente por el saqueo de los ocupantes franceses y la pésima restauración de Fernando VII. El Trienio Liberal (1820-23) intentó remediar la paupérrima y cochambrosa situación de la ciudad. A pesar de tan esplendoroso pasado monumental, Granada había dejado de ser bella, acogedora, trabajadora y culta. Era precisamente todo lo contrario. Al menos si nos creemos al pie de la letra los bandos que pegaron las autoridades para informar a la población en determinadas esquinas de la ciudad. Los regidores calificaban su ciudad como un pueblo abandonado, sucio, de calles desempedradas, con edificios que se desmoronaban, calles llenas de basuras, cerdos sueltos por todos sitios, repletas de vagos y mendigos a quienes se expulsaba de su término. ¡Qué lejos de la Granada que nos trasmiten los grabados románticos de la época!

El único medio de comunicación oficial de Granada en el primer tercio del siglo XIX eran los bandos que las autoridades pegaban en los lugares más transitados de la ciudad. A través de ellos informaban y, sobre todo, daban órdenes a la población. Los impresos eran pegados en la esquina de la Chancillería, en la puerta de la Comisaría General de Policía, en las Casas Consistoriales, en Correos, esquina derecha del Teatro Nuevo, botillería de Mariana, a la entrada y salida del Zacatín, Plaza del Realejo, Pilar del Toro, Plaza Larga del Albayzín, Puerta de Elvira, Puerta de las Orejas, Puerta Real, esquina del Triunfo-San Juan de Dios, Plaza de la Trinidad, Plaza del Realejo, Plaza Larga, Calderería y esquina de Pescadería-Bibarrambla.



Pilar del Toro en calle Elvira, donde solían colgar los bandos de la autoridad.

Se arremolinaban los mentideros de la ciudad. Alguien que sabía leer interpretaba los escritos y los explicaba lo mejor que sabía. El común del pueblo solía protestar e incluso de estas esquinas partieron muchos tumultos tras enterarse de las imposiciones

En torno a estos lugares se arremolinaban los mentideros de la ciudad. Alguien que sabía leer interpretaba los escritos y los explicaba lo mejor que sabía. El común del pueblo solía protestar e incluso de estas esquinas partieron muchos tumultos tras enterarse de las imposiciones. Llevaban razón, pues la mayoría de bandos iban encaminados a represión de conductas incívicas, apocamiento de libertades y recaudación de impuestos para las exhaustas arcas de la ciudad y del rey.

Ciudad cochambrosa

Me pregunto cómo estaría de mal de mal y de decadente la ciudad de Granada en 1821 para que su alcalde –Francisco de Paula Martínez- emitiese un bando con el siguiente preámbulo: “La ciudad de Granada que por su clima, localidad y rango debía ser una de las más bellas poblaciones de Europa, presenta actualmente el aspecto de un pueblo abandonado. Las calles están desempedradas y llenas de cenaguero y de inmundicia. Sus enlosados, resbaladizos y de piso peligroso; los sitios de mayor concurrencia, llenos de puestos que los vendedores colocan a su antojo; y su paso interrumpido en la mayor parte del día con las bestias que acarrean las provisiones. Muchos edificios amenazando ruina, porque no se les da impulso a las denuncias. Algunos pedazos de tapias y de pretiles de ríos y de acequias están caídos, dejando abiertos precipicios y derrumbaderos (…) y los umbrales de los templos, convertidos en morada de asquerosos mendigos, que haciendo ostentación de su miseria, ofendiendo con su desnudez y con sus vicios el pudor y las costumbres…”

Granada atrajo visitantes que, por un lado, criticaban su insalubridad y las enormes chinches de sus jergones, pero por otro les resultaba divertido visitar una especie de reserva medieval

Paradójicamente, a pesar de toda aquella cochambre, fue el momento en que empezaron a venir los primeros viajeros, incipientes turistas. Llenaron sus carpetas con pinturas románticas que daban una imagen idílica de este lugar. De este modo fueron los primeros publicistas que empezaron a divulgar las bellezas arquitectónicas en declive y llamar a nuevos viajeros. Granada atrajo visitantes que, por un lado, criticaban su insalubridad y las enormes chinches de sus jergones, pero por otro les resultaba divertido visitar una especie de reserva medieval.



El Darro descubierto en la zona del Puente del Carbón (hoy Reyes Católicos), de David Roberts (1835).

Ante esta situación, el segundo Ayuntamiento Constitucional de la historia (1820) -puesto que el primero puede considerarse el que rigió entre octubre de 1812 y finales de 1813- adoptó una serie de medidas para hacer más habitable la ciudad. Se creó un cuerpo municipal –quizás el antecedente inmediato de la policía local- que dividió la urbe en cuatro cuarteles, cada uno de ellos con un alcalde de barrio a la cabeza y rondines de seguridad pública, formados por un cabo y tres agentes. Su misión consistiría en hacer cumplir las ordenanzas municipales, recaudar multas y cobrar arbitrios.



Cuarteles de Granada en 1811. Para la división de Granada a efectos de control de personas por los agentes locales se utilizó el orden ya establecido en cuatro cuarteles para el Reglamento de Aguas. Fuente: AHMG.


Plaza del Campillo, a comienzos del XIX. La torre más alta de la izquierda es San Matías. A la izda. se esboza un mercadillo de materiales.

¡Vagabundos, fuera!

Aquellos primigenios agentes de seguridad o rondines tuvieron, en 1821, como primer encargo efectuar un registro general del vecindario granadino. Por entonces, Granada frisaba los 55.000 habitantes en un caserío apiñado que trepaba hacia las colinas. El fin era distinguir a ciudadanos honorables de “vagos y mal entretenidos, para aplicarles la corrección y castigo que merezcan”.

Cada granadino mayor de catorce años debía llevar consigo este documento acreditativo de su situación civil, profesión y domicilio dentro de la ciudad. Aquellos vecinos que no fuesen conocidos por su notoriedad, arraigo o actividad –es decir, granadinos pata negra- deberían ser avalados por otro reconocido

Para ese menester se creó una especie de DNI, llamado documento de seguridad o abono; cada granadino mayor de catorce años debía llevar consigo este documento acreditativo de su situación civil, profesión y domicilio dentro de la ciudad. Aquellos vecinos que no fuesen conocidos por su notoriedad, arraigo o actividad –es decir, granadinos pata negra- deberían ser avalados por otro reconocido. La consecuencia era que todo forastero que no viniese a un asunto o negocio concreto, debería dejar su pasaporte en alguno de los cuatro cuarteles; o, en su caso, el posadero que lo alojara debería dar los datos de su pupilo. “Todos los forasteros –rezaba otro bando similar- que no tengan oficio, destino y ocupación conocida, saldrán de esta ciudad antes de tres días; el que se encontrase sin pasaporte o permiso será arrestado como vago”. Y continuaba: “Los mendigos de ambos sexos que no sean naturales de esta ciudad, saldrán de ella y su término dentro del tercero día”. A los mendigos que viniesen en el futuro sólo se les permitiría permanecer en Granada durante tres días.

Organizar el caos callejero: ¡Agua va!

Los sucesivos bandos del Trienio Liberal pretendían organizar el caos en que debía estar sumida la ciudad. Una situación que debía agravarse por el apiñamiento de la población en un núcleo de callejas estrechas y compases sin salida. Para empezar, se prohibió que los aguadores permanecieran con sus bestias paradas en mitad de las callejuelas concurridas; deberían hacer estación en lugares amplios o llevar los cántaros al hombro. Debido a que las peleas, tumultos y muertes eran numerosas, el Cabildo prohibió portar pistolas, cuchillos, rejones y almaradas; quienes llegaran a la ciudad con escopetas, antes de entrar deberían descargarlas y desmontarlas.

Pero la realidad era que los detritos quedaban esparcidos por el suelo. ¡Y no digamos si un transeúnte era sordo o no driblaba el envío a tiempo! No obstante, el Ayuntamiento sancionaba con diez reales de multa al que arrojase el orinal sin mirar o a resarcir con ropa nueva al afectado por el chaparrón.

Los juegos de apuestas –muy generalizados y foco de conflictos- fueron prohibidos; las tonelerías, tabernas y puestos de despacho de licores y vinazos deberían cerrar sus puertas al toque de ánimas; no podrían despachar bebida alguna a través de ventanas o puertas una vez cerrados. Igual norma deberían aplicar los cafés, botillerías, fondas, bodegones y billares, que deberían cerrar a las diez de la noche en periodo invernal y a las once en verano.

Hace sólo dos siglos estaba vigente -demasiado vigente- el grito de ¡Agua va! en las calles de Granada. Era la forma que tenían los vecinos de avisar que arrojaban el contenido de orinales, bacías y cubos de desperdicios al centro de la calle. Así se deshacían de las inmundicias corporales; se suponía que por el centro de las calles discurría un canalillo que hacía las veces de desagüe. Pero la realidad era que los detritos quedaban esparcidos por el suelo. ¡Y no digamos si un transeúnte era sordo o no driblaba el envío a tiempo! No obstante, el Ayuntamiento sancionaba con diez reales de multa al que arrojase el orinal sin mirar o a resarcir con ropa nueva al afectado por el chaparrón.



En este cuadro de Samuel Colman se ve ausencia de macetas en los balcones debido a que estaban prohibidos por ser de madera en su mayoría. Puerta de las Orejas.

Debido a los múltiples accidentes que había con caídas de macetas, se decidió prohibirlas en balcones y terrados que no estuviesen convenientemente protegidos con rejas de hierro. Los escombros, estiércol de animales y basuras solían acumularlos junto a las puertas, de ahí que se ordenara sacarlos dos veces por semana. Era la frecuencia con que pasaban los basureros recogiendo animales muertos. Las calles debían ser barridas por los propios vecinos, cada uno hasta el centro, y dejar montoncitos para que se los llevaran los basureros. Las inmundicias eran vaciadas en cuatro zonas extrarradio de la ciudad: Peñuelas, Puente del Cristiano, Eras de Cristo y el Quemadero.

Lo que más preocupaba era la abundantísima presencia de animales domésticos en las calles. Como las casas eran minúsculas, la gente criaba los cerdos en plena calle; las gallinas y cabras pululaban vía arriba vía abajo 

Sin duda que la cuestión que más preocupaba era la abundantísima presencia de animales domésticos en las calles. Como quiera que las casas eran minúsculas, la gente criaba los cerdos en plena calle, bien sueltos o amarrados a una estaca; las gallinas y cabras pululaban vía arriba vía abajo buscándose la vida. Esta conducta propiciaba calles convertidas en verdaderas pocilgas y gallineros. La decisión fue permitir que cerdos, cabras, ovejas, vacas, etc. sólo deambulasen por la ciudad cuando los llevaban o traían a pastar al campo.

La calle es mía

Nunca fue tan cierto que las calles de Granada eran de sus vecinos. Una especie de extensión de sus paupérrimas viviendas. A las calles sacaban los bancos de trabajo; en las calles dejaban carros y caballerías; en las calles jugaban los niños a la pelota; por las calles rumiaban vacas y cabras para que sus pastores las ordeñasen y vendieran la leche; en las fuentes y pilares lavaba la gente, tanto la ropa como las verduras; en las calles organizaban infinidad de mercadillos quienes tenían algo que vender, etc. etc.

Pues todo lo anterior se reguló prohibiéndolo y sancionándolo por parte de los agentes municipales. Los granadinos se resistieron, pero las sanciones comenzaban a ser efectivas: los caballos ya no podían dejarse días enteros amarrados a las rejas; se dejó de correr o galopar por las calles anchas; a las vacas lecheras se les impidió andar por las calles enlosadas, sólo por las terrizas; la paja no se podía acumular en las puertas de un día para otro; los artesanos debieron meterse a trabajar a cubierto; los niños no pudieron jugar a pelota contra los edificios públicos y notables, etc.

Se persiguió que los vendedores ambulantes de leche la vendieran aguada -¡hasta en un 50% era habitual!-; se hizo más riguroso el control de pesos y medidas; se vigió que los alimentos estuviesen al menos en buenas condiciones, puesto que solían darse infinidad de toxiinfecciones; se puso especial énfasis en perseguir la venta de chocolates a precios ínfimos, pues era síntoma de su adulteración o mala calidad

Uno de los pasos más importantes que se dio durante el Trienio Liberal fue en el control sanitario y en la regulación de mercados. Se persiguió que los vendedores ambulantes de leche la vendieran aguada -¡hasta en un 50% era habitual!-; se hizo más riguroso el control de pesos y medidas; se vigió que los alimentos estuviesen al menos en buenas condiciones, puesto que solían darse infinidad de toxiinfecciones; se puso especial énfasis en perseguir la venta de chocolates a precios ínfimos, pues era síntoma de su adulteración o mala calidad y, por entonces, el chocolate era considerado artículo de consumo farmacéutico. Pero el agua de beber era peligrosísima, con el cólera acechando en los vasos.

Los granadinos deberían circular por su derecha y llevar los animales sujetos del ronzal a su lado derecho; si se salía de noche, debería acompañarse de un farol; las obras en casas y limpieza de tejados deberían señalizarse con palos y sogas; también se multaba por proferir blasfemias, obscenidades y otras expresiones escandalosas; peor aún si se hacían en las puertas de las iglesias o contra quienes entraban o salían de ellas; etc.

Tiendas, mercados y mercadillos

Sin embargo, la medida que mejor fue aceptada consistió en la organización de los mercados en diversas plazas, según las especialidades. ¿Dónde compraban los granadinos de principios del siglo XIX?

La medida que mejor fue aceptada consistió en la organización de los mercados en diversas plazas, según las especialidades. ¿Dónde compraban los granadinos de principios del siglo XIX?

Granada era una ciudad convulsa en lo social y político, y empobrecida económicamente. A la decadencia laboral de finales del siglo XVIII se sumó la continua extorsión de los franceses (ocuparon Granada entre enero de 1810 y septiembre de 1812 y robaron todo lo que pudieron); y para empeorar la situación, la restauración monárquica de Fernando VII a partir de 1814 dio una nueva vuelta de tuerca al reclamar el cobro de atrasos de impuestos y arbitrios por herencias y ventas de tierras y casas  desde 1808. Los granadinos vivían del campo, del comercio y un poco de pequeñas industrias manufactureras. Existían grandes bolsas de pobreza y demasiada miseria.





En estos dibujos de Bibarrambla de los años 1811 y 1834 se aprecia el sistema de cajones en la plaza, con sus cubiertas de lona.

A pesar de todo, había que vestirse y comer. Para ello, los franceses reorganizaron el sistema de mercados públicos: las pequeñas tiendas de ultramarinos se concentraron en los soportales de Bibarrambla y zona centro de la ciudad. El mercado principal podríamos decir que se ubicaba en los tenderetes, tablas o cajones repartidos por el centro de esta misma plaza. Se trataba de puestecillos de madera, cubiertos con unas lonas, en los que se exponían las mercancías; Bibarrambla era el mercado preferente de verduras y productos agrícolas/granjas.

En la Plaza de la Trinidad –más pequeña que actualmente porque todavía existían el convento y la iglesia de Trinitarios- se ubicaban los baratillos y utensilios usados. No se podía vender nada en la zona de manera ambulante. Dejaron pequeños espacios para la venta de muñecos, baratijas y arropías en beneficio de personas imposibilitadas o mutilados de guerra

En la Plaza de la Trinidad –más pequeña que actualmente porque todavía existían el convento y la iglesia de Trinitarios- se ubicaban los baratillos y utensilios usados. No se podía vender nada en la zona de manera ambulante. Dejaron pequeños espacios para la venta de muñecos, baratijas y arropías en beneficio de personas imposibilitadas o mutilados de guerra.

El pescado que llegaba a la ciudad solía venderse en la plaza de la Pescadería; la Carnicería estaba en las callejas entre Mesones y Bibarrambla. Además, se establecieron cuatro mercados llamados subalternos (de barrio diríamos hoy): Plaza del Realejo, Plaza Larga del Albayzín, San Juan de Dios y San Lázaro. Los panaderos que no vendiesen directamente en sus hornos –tanto de Granada como llegados de los pueblos de los alrededores- podían hacerlo cada mañana en la Plaza de la Catedral, posterior Pasiegas. Los aguadores debían tener licencia municipal, de manera que podían deambular por las calles, sin pararse más de lo justo en un determinado punto. Los puestos de venta de leña, carbón de la Sierra de Huétor y paja se ubicaron en la Plaza de los Lobos; en este caso se les permitía pernoctar allí con sus mercancías. En cuanto a los cacharreros y vidrieros, su mercado quedó regulado en las plazas de San Agustín y San Antón. A los zapateros remendones también se les autorizaba situarse al lado de los cacharreros.



Puestos callejeros, suelos terrizos y bullicio de gente en Plaza Nueva, según Gerard de Prangey (1835).


Grabado del comienzo de la Carrera, donde solían parar los vaqueros con sus vacas a vender leche. Aguafuerte de Vivian, 1838.

Los granadinos debían esperar en determinados puntos de la ciudad a que llegaran vaqueros y cabreros a vender sus leches: era en el Triunfo, Campillo, Realejo, Plaza de la Inquisición (junto a actual iglesia de Santiago, Gran Vía), en portales de Plaza Nueva y junto al antepecho del Puente de la Paja; no obstante, después podían recorrer las calles ordeñando los animales directamente en las ollas de los compradores.

El mercado de yeso y materiales de construcción se decidió ubicarlo en la zona del Campillo, en los laterales del Teatro Principal.

A quienes vendían comestibles en tiendas fijas se les autorizó a sacar parte de sus productos en  los soportales o puertas de los establecimientos, pero sin que obstruyeran u obstaculizaran el  tránsito debido que se trataría de sitios prohibidos al paso de carruajes ni bestias

A quienes vendían comestibles en tiendas fijas se les autorizó a sacar parte de sus productos en  los soportales o puertas de los establecimientos, pero sin que obstruyeran u obstaculizaran el  tránsito debido que se trataría de sitios prohibidos al paso de carruajes ni bestias.
 

Granadinos vigilados; ¡Vivan las caenas!

Hubo dos periodos durante el primer tercio del siglo XIX en que nuestros antepasados granadinos estuvieron tremendamente controlados por el poder político. El primero fue durante los casi tres años de dominación francesa (1810-12); el segundo, ya con Fernando VII (1814-33, exceptuando el Trienio Liberal). Nos han llegado una docena de bandos en este sentido.

Las autoridades francesas y absolutistas se cuidaron mucho de reprimir opiniones, reuniones o publicaciones que cuestionaran o pusieran en peligro lo establecido por el monarca. A través de sus bandos comprobamos cómo los franceses empezaron por prohibir el uso de los bastones, costumbre muy española hasta entonces. El bastón se consideró un arma sumamente peligrosa, de ahí que quedasen completamente prohibidos por el general Horace Sebastiani a partir del 12 de marzo de 1810. Obviamente, sí se permitieron los bastones de mando a altas autoridades y muletas a ancianos o impedidos.

En cuanto oscurecía, había que salir a la calle provisto de un farol; a partir de las once, el toque de queda no permitía que nadie saliese de su casa. Los trabajadores del campo y regantes debían obtener un permiso especial para transitar de madrugada

Las reuniones que excedieran de seis personas quedaron también prohibidas; no se podía hablar negativamente de la situación de penuria socioeconómica ni de la imposición política. Contravenir aquel bando suponía que se te calificara de insurgente con armas en la mano y, consiguientemente, se aplicaba la pena de muerte. Igual suerte podía correr quien alojase en su casa o posada a una persona que no llevara pasaporte. En cuanto oscurecía, había que salir a la calle provisto de un farol; a partir de las once, el toque de queda no permitía que nadie saliese de su casa. Los trabajadores del campo y regantes debían obtener un permiso especial para transitar de madrugada.

Lo peor de aquella asfixiante situación es que la autoridad estableció un sistema de delaciones. Los considerados buenos vecinos que delatasen un delito recibían como premio un tercio de la multa impuesta al denunciado.

La atmósfera enrarecida por falta de libertades se acentuó a partir de 1824, tras la caída del Trienio Liberal. Granada fue considerada una ciudad peligrosa, nido de liberales y conspiradores. Fernando VII creó la Intendencia General de Policía en lo que quedaba del Reino de Granada; era un claro aviso a navegantes: el objetivo de esa institución policial era “descubrir y paralizar las maquinaciones de los revolucionarios; desterrar la vagancia viciosa y descarada; perseguir la perversidad oculta; prevenir los delitos; desobstruir los manantiales de la prosperidad pública; reprimir el espíritu de sedición; y, en una palabra, asegurar al heroico pueblo español los beneficios  de la restauración, cerrando para siempre el abismo de las revoluciones”.



Vendedor callejero de hortalizas en la Puerta del Vino. Laurence Shand.

Volvió a prohibirse la venta o publicación de libros, pasquines o libelos sin censura previa. No podían formarse grupos en calles, plazas o paseos que sobrepasaran las cinco personas. Quedaron suprimidas las reuniones en boticas, fondas, cafés, hosterías, bodegas, tabernas, billares y demás establecimientos. También se vigilaban las reuniones privadas en casas y cortijos de la Vega. Los forasteros debían abandonar la ciudad antes de dos días. Los establecimientos públicos y de espectáculos debían cerrar antes de las nueve de la noche.

El rizo lo rizaron en junio de 1829 cuando el presidente de la Chancillería colgó un bando por las esquinas amenazando con enviar seis meses a presidio a quien pronunciase palabras indecentes o lanzare propuestas sexuales a personas de otro sexo. Es decir, a quien profiriese piropos groseros tan al uso

El rizo lo rizaron en junio de 1829 cuando el presidente de la Chancillería colgó un bando por las esquinas amenazando con enviar seis meses a presidio a quien pronunciase palabras indecentes o lanzare propuestas sexuales a personas de otro sexo. Es decir, a quien profiriese piropos groseros tan al uso.

Un año más tarde, poco antes de que prendieran a Mariana Pineda, la Chancillería amenazó con multa, cárcel o destierro de un año a quienes sorprendiesen vestido con máscara o bailando con disfraz. En este caso también se premiaría con un tercio de la multa al vecino delator de quienes se disfrazasen por Carnaval.

El vecindario se llenó de espías y delatores; las cárceles, de sospechosos; los verdugos tuvieron más trabajo; y los hermanos de la Caridad no paraban de cavar fosas para enterrar ajusticiados por orden del rey felón y sus esbirros.

Y, a pesar de todo, fue el momento en que muchos granadinos absolutistas nadaron en su salsa y vocearon por las calles el grito de ¡Vivan las caenas!



Postal de un aguador a principios del siglo XX; la situación no había cambiado mucho desde un siglo atrás.


Postal de comienzos del siglo XX. Una de las principales calles de Granada continuaba siendo terriza.


En esta postal de comienzos del XX (Placeta de San Gregorio) se ve cómo convivían los cabreros ambulantes y los puestos de venta de cacharros y frutas tirados por los suelos.

Para más información:

Colección de bandos de autoridades granadinas conservados en el Archivo privado de la familia Gallego-Burín y en el Archivo Histórico Municipal de Granada.