¿Es tan malo ser pragmático?

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 1 de Diciembre de 2019
'Visionarios', de Fernando Garrido.
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'Visionarios', de Fernando Garrido.
'El arte de ser sabio consiste en saber a qué se le puede hacer la vista gorda'. William James

Si hubiera una manera de vislumbrar el mundo, de confrontar las dificultades de la vida, relacionada en el subconsciente colectivo con ese esquivo término que llamamos sentido común, sin duda el pragmatismo se llevaría el primer premio. El pragmático suele ser definido por su némesis, el idealista, el soñador, como aquel que ha renunciado a aquello por lo que merece la pena vivir, a los ideales que trascienden a uno mismo, para conformarse con lo que tiene al alcance de la mano. El pragmático se defendería de esta acusación con la indiferencia del que prima el éxito de cualquier acción, antes que la pureza de intenciones que la impulsó. Lo verdadero es lo que tiene éxito decían los padres fundadores de esta desacreditada doctrina. Para el pragmático, filosóficamente hablando, no podemos desvincular la teoría de la práctica, o más apropiadamente, el pensamiento de la acción. Todo tiene consecuencias, algo en lo que por muy idealista y soñador que sea uno, algo de razón hemos de darles. Cuando debes hacer una elección y no la haces también es una elección, decía con un figurado encogimiento de hombros el principal referente de esta corriente filosófica, William James. En numerosas ocasiones en nuestra vida nos abstenemos de actuar cuando tenemos dudas, como si no hacer nada aliviara la angustia de tomar una decisión y equivocarnos, pero por mucho que tomemos esa decisión pensando que así evitamos el error, al no decidir nada, sí que estamos tomando un curso de acción, dejar que el azar u otros elijan por nosotros.

En numerosas ocasiones en nuestra vida nos abstenemos de actuar cuando tenemos dudas, como si no hacer nada aliviara la angustia de tomar una decisión y equivocarnos, pero por mucho que tomemos esa decisión pensando que así evitamos el error, al no decidir nada, sí que estamos tomando un curso de acción, dejar que el azar u otros elijan por nosotros

Ortega y Gasset sin mostrarse de acuerdo con gran parte de sus principios, alaba el atrevimiento de una filosofía que renegaba de la elevación metafísica habitual en tantas corrientes del pensamiento; el pragmatismo norteamericano se ha atrevido a proclamar esta tesis “no hay más verdad que el  buen éxito en el trato de las cosas”, tesis tan audaz como ingenua, tan ingenuamente audaz. Una vez que hemos comenzado con críticas y prejuicios ante la filosofía del sentido común, sería un adecuado ejercicio de honestidad situar críticamente los principios que rigen e inspiran un pensamiento tan sugerente como criticado a la hora de ver el mundo. Esta corriente de pensamiento, en su pensamiento original, no el tergiversado, ha dejado una profunda huella en grandes corrientes del pensamiento en el siglo XX y XXI que han encantado e inspirado, tanto a los desencantados con las ilusas cosmovisiones de un mundo mejor, como a aquellos que nunca dejaron que la ensoñación les trastornara su visión del mismo.

William James en “Lecciones populares de filosofía”, deja claro que no pretende ser original, que se sintió inspirado por los utilitaristas, en especial por el pensamiento de John Stuart Mill, que su filosofía pretende alejarse todo lo posible de cualquier elitismo, y es una filosofía dirigida al común de la gente, para ayudarles a practicar el tan deseado, como esquivo, sentido común. Otro de los principales referentes de esta singular filosofía es el también pensador norteamericano Peirce, que insiste en la idea de que no deberíamos perder excesivo tiempo en trabas conceptuales sobre cuáles son nuestras creencias, sino qué acciones deberían inspirarnos, si en realidad creemos en ellas. Algo que en el espíritu de su tiempo, finales del XIX, ya venía reflejado, a un continente de distancia, por el intempestivo Friedrich Nietzsche en su Genealogía de la moral, donde primaba para conocer la verdad de los conceptos históricos, el uso que realmente les damos, más que a cómo los definimos. A pesar de las diferencias entre ambos pensadores y doctrinas, ésta es una de las claves esenciales del pragmatismo: una creencia se define por las consecuencias prácticas a la hora de llevarla a cabo. Esas consecuencias medirán, más allá de la vistosidad de su virtuoso follaje teórico, su verdadero valor. Y el valor viene determinado por el beneficio que produzca esas acciones, o en su caso, por los perjuicios, que aconsejarían abandonar esa línea de acción, así como las creencias que la inspiraron. En la política y en la vida, en el amor y en la vida, y en tantas otras cosas, no desmerece este singular consejo, a la hora de aplicarnos una corrección a nuestra manera de pensar, y a nuestra manera de vivir, al menos si deseamos mantener un mínimo de coherencia entre ambas. Ser equilibrado a la hora de ponderar adecuadamente las consecuencias de aquello que hacemos, más allá de las buenas intenciones que nos impulsaron, debería ser enseñado en primero de primaria. Un principio que el pragmatismo, más allá de su aplicación en una ética personal, defiende como medida esencial a la hora de actuar socialmente. Si queremos beneficiar y maximizar las consecuencias positivas de nuestras acciones, asegurémonos de ponderar adecuadamente obstáculos, efectos negativos y positivos. De buenas intenciones están los cementerios llenos, dice el refranero popular, que avala la insistencia pragmática en aconsejarnos  prudencia a la hora de actuar. 

Hemos de encontrar un equilibrio entre lo que fue, es y lo que puede ser, ese pasado con sus ataduras, con su amargo sabor, ese presente que nos ata a lo que hay, y las expectativas de un incierto futuro. El peso del pasado y los lodos del presente, o  los compensamos con un idealismo que nos dote de esperanza, que nos impulse a adaptarnos al cambio, a progresar, o nos quedaremos estancados en el barro de la melancolía, algo también común a todo obcecado ser humano

James consciente de la importancia de esta visión del mundo, cree que la razón ha de estar vinculada con la vida, con sus intereses, ya que la pureza abstracta del razonamiento, lleva a más desvaríos que aciertos. Los intereses vitales son los intereses de la razón. Ser práctico también es saber hacer la vista gorda, nos aconseja, con toda la razón del mundo, pues pocas cosas hay más insoportables en la vida, en el amor, en el trabajo, en la amistad, que convertirse en pepitos grillos de los demás, en cosas que no son de nuestra incumbencia, y si lo son, pues ser capaces de darle a cada cosa la importancia justa que tienen, sin negársela, pero tampoco sin exagerar. En su afán por aprovechar todo aquello que es útil, no le importa al pragmático aprovechar pensamientos aparentemente contradictorios, pues cada uno tiene su aquél, por decirlo vulgarmente. Tradicionalmente, la historia del pensamiento se había dividido entre racionalistas, a los que identifica con idealistas el pensador norteamericano; aquellos que creen que en el mundo hay un orden al que servir, un principio de lo mejor, que es nuestra brújula moral, y al que sirviendo se logrará la libertad. Por el contrario, el empirista solo se fía de los sentidos, la experiencia de la pluralidad y diversidad de la experiencia le lleva a ser escéptico donde el otro es idealista. Pero para James ambos son perspectivas valiosas, porque ambas forman parte de la naturaleza humana; el endurecido empirista que solo se fía de lo que se puede tocar y experimentar refleja lo que hay, lo que hubo, pero el ser humano por su propia naturaleza no puede quedarse ahí, ha de aspirar a lo que puede ser, a mejorar aquello que hay, y ahí entra el espíritu racionalista, con su idealismo que ha de inspirarnos. Si llevamos estas enseñanzas a la vida, no es difícil argumentar su valor; para comenzar porque la realidad nos lleva a ser eclécticos en más de una ocasión, si queremos sobrevivir a los tropiezos de la existencia. Agarrarse únicamente como guía de nuestras acciones a una visión monolítica, pragmática o idealista, sin darnos cuenta que disponemos de perspectivas y herramientas dúctiles apropiadas a cada momento, es un error que como seres obcecados que somos, cometemos más de una vez. Hemos de encontrar un equilibrio entre lo que fue, es y lo que puede ser, ese pasado con sus ataduras, con su amargo sabor, ese presente que nos ata a lo que hay, y las expectativas de un incierto futuro. El peso del pasado y los lodos del presente, o  los compensamos con un idealismo que nos dote de esperanza, que nos impulse a adaptarnos al cambio, a progresar, o nos quedaremos estancados en el barro de la melancolía, algo también común a todo obcecado ser humano.

Uno de los principales problemas del pragmatismo sigue siendo su vinculación entre bien y utilidad, y consecuentemente entre lo verdadero y lo útil, que hereda de cierto utilitarismo, doctrina que si no está muy bien matizada, puede llevar o al absurdo o al cinismo

Uno de los principales problemas del pragmatismo sigue siendo su vinculación entre bien y utilidad, y consecuentemente entre lo verdadero y lo útil, que hereda de cierto utilitarismo, doctrina que si no está muy bien matizada, puede llevar o al absurdo o al cinismo. Confundir lo verdadero con aquello que produce beneficios, hace que tengamos que matizar muy fino, ya que hemos de preguntarnos qué beneficios, si son materiales, espirituales, de qué tipo, para quiénes, etc. Más allá de que la verdad no puede quedar relegada, ni lógica, ni moralmente, a ser el reflejo de aquello que es ventajoso o no. Cierto, que aquellos que hoy día se venden como pragmáticos, especialmente en el ámbito de la voracidad empresarial, es lo único que utilizan como bagaje doctrinal, sin importarles lo más mínimo las sutilezas de la filosofía utilitarista, o del pragmatismo filosófico. James se defiende de las críticas, bastante acertadas en este punto, con esta afirmación: Si hay una vida que es realmente la mejor que podríamos llevar, y si hay una idea que, si creemos en ella, podría ayudarnos a llevar esa vida, entonces sería realmente mejor para nosotros creer en esa idea, a menos, en verdad, que la creencia en ella choque incidentalmente con otros beneficios vitales más grandes.

 No hay duda del atractivo, algo cínico, pero atractivo al fin y al cabo, de adoptar esta perspectiva de Sancho, frente al quijotismo. La vida enfrentada a los desagradables límites de las expectativas no cumplidas. El lector deberá juzgar si el precio que se paga por adoptar esa visión pragmática le compensa o no. Entre otras cosas valorar si siempre sabemos lo mejor para nosotros, y hasta qué punto somos capaces de ejercer una jerarquía a la hora de elegir nuestras acciones, impulsadas por nuestros deseos, para evitar choques entre las más provechosas en particular, pero menos en general, es decir aquellas que a corto plazo nos producen gran utilidad, pero a largo ocasionan más daño que beneficio, y a su vez, entre esas acciones impulsadas por deseos menos imperiosos que sabemos que son beneficiosas a largo plazo, pero que a tan poco nos saben en lo concreto e inmediato del corto plazo. Difícil disyuntiva, placeres fáciles e instantáneos, con fuertes sabores en la vitalidad de sus experiencias, o por el contrario seguir el epicúreo consejo de buscar placeres más moderados, de sabores menos intensos, pero más duraderos, menos placenteros en el corto plazo, pero más satisfactorios en el largo. Encrucijada que todos los lectores habrán enfrentado en más de una ocasión, y disyuntiva a la que se enfrentarán en un futuro próximo. Saber elegir cuándo es momento de uno u otro placer, es el principal y más esquivo conocimiento de sabiduría vital que podremos obtener.

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Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”