Pecados juveniles

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 5 de Mayo de 2016
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Estaba yo el domingo pasado en Valencia, tomando un algo en una terraza fashion de la playa de la Malvarrosa y en extraordinaria compañía. Pasando un rato estupendo, vamos. Tanto que ni siquiera lo empañó el encargado de la selección musical, un tipo embarcado en la absurda cruzada de pinchar una y otra vez a los Smiths para ver si alcanzaba así el Paraíso, o yo qué sé por qué otro motivo lo haría. Tentado estuve de tener unas palabritas con él.

Como de costumbre, la escena me hizo reflexionar a posteriori, de noche, cuando uno se queda rodeado de sus pensamientos. Los Smiths, creo que no hace falta ni decirlo a la vista del párrafo anterior, no fueron uno de mis pecados de juventud. Recuerdo de hecho las discusiones que tuve sobre el engolamiento y los gorgoritos del engreído de Morrisey con mi amigo y compañero de clase Luis Rendueles, un asturiano brioso y aplicado en los estudios que ahora es subdirector de Interviú. Y sí, esto último lo digo para tirarme el pisto. Por motivos difíciles de adivinar, porque ya digo que era un buen muchacho, Luis se empeñaba en defender a semejante mamarracho. 

Los Smiths no fueron mi pecado juvenil, pero debo admitir que tuve varios. Y a repasarlos me dediqué en la cama mientras llegaba el sueño. Recordé, por ejemplo, que uno de los primeros discos que compré en mi vida fue el Comuniqué, el segundo elepé de Dire Straits. Sí, de esos becerros. Me encantaba, además, y si no pillé el primero fue porque lo tenían varios amigos y me bastaba con ir a sus casas a escucharlo. Pero fui más lejos aún y pillé el tercero y hasta el cuarto. 

Así hasta que un día feliz, zas, vi la luz y comprendí cuán equivocado estaba. Fue después de escuchar una vez y otra y otra y otra más en bares, pubs y demás antros la canción Money for nothing, incluida en su quinto trabajo, Brothers in arms. Por si no lo recuerdan, es un tema en el que Sting hace coros. Lo cual le habría tenido que llevar a la cárcel, de ser el nuestro un planeta civilizado, por su complicidad en tamaño crimen contra los seres vivos. Todos ellos. 

Con más rapidez de la que se tarda en contarlo, empecé a desarrollar un odio visceral hacia ese gachó que aparecía en los vídeos con una cinta de tenista en la cabeza y que respondía (y responde, aún no le ha partido ningún rayo) al nombre de Mark Knopfler. Fue un camino sin retorno, pueden creerme. Ahora abomino de todo lo que ha hecho, hace y hará, y no puedo entender, de verdad que no, cómo gente de bien como Emmylou Harris o Van Morrison han podido colaborar con ese elemento, ni cómo los prometedores Aztec Camera hicieron zozobrar su carrera al dejar que les produjera un disco. También sucumbió a su hechizo Willy De Ville, aunque lo de ese hombre debió ser una enajenación mental terrible porque poco después hizo coros nada menos que con los Celtas Cortos. Me pregunto si es posible caer más bajo.

Tuve más deslices, hora es ya de confesarlo. Durante un tiempo estuve convencido de que Camel era un grupazo, cuando en realidad, oído lo suyo con perspectiva, no era sino un truño de rock sinfónico con pretensiones. Aunque eran fantásticos comparados con Mike Oldfield. Sí, yo también pensé en su día que Tubular Bells era una obra maestra, y alimentado con esa convicción, hasta le pedí a mi padre que de un viaje que hizo a Madrid volviera con el Incantations, cosa que hizo con toda su buena fe y sin caer en la cuenta de que eso empeoraba mi mal. Ahora no podría soportar ni veinte segundos de ese larguísimo y tediosísimo doble elepé.

Más adelante me dio por pensar que Simple Minds molaban mucho. Pero mucho. Estuve absolutamente enganchado a su Sparkle in the rain y le contaba a todo el que me quisiera escuchar (y a muchos que no querían) que todo lo que sabía Bono, el de U2, lo había aprendido de Jim Kerr. Poco después, Alive and kicking me desveló cuán equivocado estaba; percibí entonces con total claridad que el tal Kerr era un merluzo mesiánico que vomitaba por su bocaza incoherencias grandilocuentes. También entendí que, pensándolo bien, haberle enseñado algo al tal Bono no era ningún mérito sino, en todo caso, un agravante. 

En cuanto a los españoles, posiblemente el ejemplo más sangrante sea el de Danza Invisible, que ya que estamos copiaron todo lo que pudieron y más a los Simple Minds en sus inicios. Ignoro el motivo, probablemente fue mi estulticia y nada más, pero me tuvieron fascinado hasta el punto de que compré varios discos suyos y me los tragué dos o tres veces en directo, tras lo cual, no contento con eso, alabé lo bien que tocaban, lo buen vocalista que era Javier Ojeda... Si me hubieran grabado entonces y ahora reprodujeran mis comentarios, me sentiría abochornado. Por suerte, aberraciones como Catalina o Reina del Caribe me quitaron las telarañas. Vi con nuevos ojos la situación en su conjunto y llegué al juicioso razonamiento de que esos muchachos posiblemente sean buenas personas, como Mark Knopfler es sin duda un gran padre y esposo y Mike Oldfield un caballero, un auténtico Señor, pero que musicalmente eran abominables. 

No se queda atrás Manolo García. Los dos primeros discos de El Último de la Fila me gustaron hasta tal punto que fui a verlos en directo hasta cinco veces. Por supuesto, me hice con el disco de Los Rápidos y con el de Los Burros, a ver qué me había perdido. Todo iba como la seda hasta que sacaron Como la cabeza al sombrero, que ya me hizo sospechar que se les estaba yendo la pinza. Y el verano que pasé por culpa de ese horror titulado Como un burro amarrado a la puerta del baile para mí se queda. Llegó un momento en que, supongo que en un arranque de lucidez, Quimi Portet abandonó el barco. Siguió en solitario y no sabría decir si me gusta o no porque no le he prestado atención, pero no he podido evitar escuchar a Manolo García (¿cómo hacerlo, si está en todas partes?) y lo cierto es que le reconozco un mérito: en cada disco es capaz de bajar un escalón más aunque parezca que ya es imposible. 

He tenido más pecadillos, pero creo que éstos valen como muestra. Que conste que no culpo tanto a los músicos citados como a mí mismo. Vergüenza me da el haberme arrastrado por esos barrizales y encima proclamar que aquello era lo mejor de lo mejor. Espero que este arrepentimiento público que ahora firmo y rubrico me libre de las brasas del infierno. Y si no es así, que por lo menos no coincida ni arriba ni abajo con los mencionados. Tanto en un caso como en el otro, la situación será más llevadera.  

 
Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).