Un desastre ambiental muy granadino

Blog - Cuestión de Clase - Manuel Morales - Martes, 10 de Septiembre de 2019
Vista de Polopos, con los campos sin apenas bosques.
M.M.
Vista de Polopos, con los campos sin apenas bosques.

En la Casa de la Palma, en Motril, justo detrás de la sede de la UNED, se puede visitar un interesante museo desconocido para la mayoría: el museo del azúcar. La instalación ofrece un recorrido por la historia de esta industria agroalimentaria en la Costa de Granada. De cómo floreció, ayudó a amasar fortunas y después languideció hasta desaparecer, explicando las causas de su declive.

Lo que ocurrió en nuestra costa, simplemente, fue que los ingenios (fábricas) azucareros necesitaban cantidades ingentes de combustible para cocer el jugo de la caña; que dicho combustible no era otro que la leña de los montes vecinos y que, cuando ésta se agotó, los productores acudieron a obtenerla de lugares cada vez más distantes, perdiendo rentabilidad a la par que desertizaban miles y miles de hectáreas a la redonda

La lección que enseña el museo del azúcar es que la causa fundamental de que la próspera industria azucarera desapareciera no fue otra que una catástrofe ecológica provocada por los propios granadinos y granadinas. Sí. No hace falta esperar a que se agudice el cambio climático o irse al cine a ver fantasías distópicas. Aquí, sin salir de nuestra provincia y retrocediendo apenas 200 años, podemos ser testigos de cómo la voracidad del lucro y la falta de una organización social capaz de ordenar la economía al servicio del bien común, puede llevarnos (nos llevó de hecho) a un desastre económico, social y ecológico.

Lo que ocurrió en nuestra costa, simplemente, fue que los ingenios (fábricas) azucareros necesitaban cantidades ingentes de combustible para cocer el jugo de la caña; que dicho combustible no era otro que la leña de los montes vecinos y que, cuando ésta se agotó, los productores acudieron a obtenerla de lugares cada vez más distantes, perdiendo rentabilidad a la par que desertizaban miles y miles de hectáreas a la redonda. En apenas cien años, la producción de azúcar dejó de ser rentable y se abandonó. El capital huyó a América, pero aquí quedaron los trabajadores en paro, los montes convertidos en los cerros pelados que hoy podemos contemplar desde Nerja hasta Polopos en una banda de una veintena de kilómetros de ancho y con ello, una erosión y pérdida de fertilidad del suelo que también dañó la agricultura de las vegas.

Los propietarios de los ingenios podrían haber alcanzado algún acuerdo para mantener un uso sostenible de la fuente de leña, pero no lo hicieron. Ninguno quería ser el primero en acompasar el consumo a la capacidad reproductiva del bosque mientras otros depredaban un combustible cada vez más escaso. Un caso de libro de la denominada “tragedia de los bienes comunes” que se estudia en economía. Un nombre elegante para lo que siempre ha sabido la sabiduría popular: unos por otros, la casa sin barrer. También podría haber intervenido algún poder público, pero no lo hubo, ni se le espera. Nuestros políticos siempre han ido un paso por detrás del pueblo y al menos dos de la realidad.

Si hace doscientos años hubiera existido una forma articulada de poder ciudadano que controlara las decisiones económicas, las mujeres y hombres de la Costa Tropical habrían puesto freno a la destrucción imparable de sus montes, sabedores de que se estaba devorando el pan de sus hijos

No han cambiado tanto las cosas. Si hace doscientos años hubiera existido una forma articulada de poder ciudadano que controlara las decisiones económicas, las mujeres y hombres de la Costa Tropical habrían puesto freno a la destrucción imparable de sus montes, sabedores de que se estaba devorando el pan de sus hijos. Hoy, la conciencia ciudadana sobre el consumo de plásticos, la emisión de gases de efecto invernadero o el uso de pesticidas es más que suficiente para poner freno a la deriva suicida de nuestro sistema de producción y consumo. Pero por desgracia hoy, igual que hace doscientos años, no es el pueblo el que decide sobre estas cosas. Ninguna economía quiere ser la primera en parar y mientras tanto, el colapso ambiental está cada vez más cerca.

Los desastres económicos y ecológicos (que al final son una sóla cosa) se pueden frenar, con organización social y métodos democráticos. Mecanismos que pongan orden en el sistema productivo para que de prioridad a las personas actuales y futuras y no al margen de beneficio de los accionistas a fin de año. Pero esto exige un nivel de democracia que aún está por inventar. No sé si llegaremos a tiempo. Bajen a ver el museo y, si vienen desde Granada, entren a Motril por el puerto de la Gorgoracha. Contemplen por el camino uno tras otro los cerros pelados como calaveras, que antes de todo esto eran montes cubiertos de vegetación mediterránea. Comprenderán que algo muy enfermo hay en el sistema capitalista que lleva al ser humano a ser el único animal capaz de devorar sus recursos hasta llegar a condenar al hambre a sus propios hijos.

Imagen de Manuel Morales
Hijo de padres andaluces, crecí en Madrid y vivo en Granada desde los 19 años. Casado y padre dos hijas.
Me licencié en Física por la Universidad de Granada y realicé un master universitario en energias renovables. Trabajo como funcionario de la Agencia Estatal de Meteorología. Realicé en el Instituto para la Paz y los Conflictos, los cursos de preparación para un doctorado que nunca terminé, al interponerse la política en el camino.