Soy gay y el que no quiera que no mire

Blog - El ojo distraído - Jesús Toral - Viernes, 22 de Septiembre de 2017
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Sarasa, bujarrón, afeminado, marica, maricón, de la acera de enfrente, sodomita… ¡Anda que no hay maneras de llamar a los gais o a los homosexuales! Nací cuando a nadie se le ocurría pensar en más de dos tendencias sexuales: hombre y mujer heterosexuales. Recuerdo que para mí la clase más dura no era matemáticas, física o lenguaje, sino gimnasia. A veces planificaba aparentar estar enfermo de la barriga o echarme polvos talco en la cara para que simulara que estaba pálido, mi madre me permitiera quedarme en casa y liberarme así del suplicio de esa clase. El problema era que la mayoría de las veces el profesor nos dejaba jugar a fútbol, algo que encantaba a todos los alumnos menos a mí. Veía como los capitanes de ambos equipos elegían entre la clase a sus compañeros de juego y yo me iba quedando en los últimos puestos hasta que llegaba un momento en el que me sentía humillado porque no había nadie más que yo a quien elegir. Durante todo el partido, mis colegas se quejaban porque dejaba escapar el balón, en las excepcionales ocasiones que me lo pasaban. Nunca me gustó el fútbol, no era bueno ni quería serlo. Y a raíz de aquello, empecé a escuchar por lo bajini cómo mis compañeros me llamaban marica, se reían tapándose la boca y me lanzaban miradas de burla. Hubiera querido convertirme en avestruz y esconder mi cabeza bajo la tierra pero no era más que un chaval de 12 ó 13 años.

A raíz de aquello empecé a plantearme muchas cosas. A mí me atraían las chicas pero reconozco que me gustaban más los chicos. Hasta ese momento yo sospeché que era algo que a todo el mundo le sucedería y que nadie diría nada al respecto para no ser señalado y que, con el tiempo, todos acabarían decantándose por la tendencia sexual que eligieran, pero después de escuchar cómo me llamaban marica llegué a la conclusión de que, tal vez no fuera así, y que en realidad quizá yo fuera homosexual. Y no quería serlo. Mi sueño era tener una familia, un perro, una casa y dos hijos, y ser gay rompía con todo ello. Traté de ocultar mis ademanes femeninos porque podían delatarme: nunca cruzar las piernas como las chicas, no dejar el dedo meñique al aire cuando bebía en un vaso, imitar los andares de los chicos más duros de la clase. Y lo conseguí con mucha disciplina y tesón, tanto que dejé de tener pluma. Al ver el éxito, decidí que tal vez pudiera utilizar ese mismo método para dejar de ser gay. Años enteros de adolescencia disimulando, tratando de convencerme de que los chicos no me gustaban, llorando de impotencia, soñando con una pastilla que cambiara mis preferencias, intentando incluso evitar fijar mi mirada en ningún chico durante más de 3 segundos… pero no funcionó.

El caso es que por primera vez me atreví a decirlo en voz alta, a mi familia, a mis amigos, después de un proceso en el que aprendí a aceptarme, a considerar mi homosexualidad como una característica más que no me definía por sí misma

En mi pueblo no tenía contacto con otros homosexuales y los que se señalaban como tales eran porque su feminidad les delataba. No me identificaba con ellos, los criticaba y me reía como el resto de mis colegas, todos heterosexuales, por temor a ser descubierto en caso de defenderlos. Durante mis años de adolescencia y juventud tuve novias, chicas que me gustaban pero a las que nunca pude amar, por más que lo deseara.

Con poco más de 20 años llegué a la conclusión de que el amor en pareja no estaba hecho para mí, que debía sacrificarlo en pos de la vida de una persona normal, para no hacer daño a mi familia, a mis amigos, a aquellos que yo creía que nunca lo entenderían, porque aunque no lo hicieran, eran mi gente, los quería y no podía pensar en renunciar a ellos por mantener mis gustos personales. Ni siquiera me planteaba contárselo a nadie porque consideraba que ser gay estaba vinculado a la promiscuidad, a la pluma, a la marginación, y yo no me sentía así.

Después me fui dando cuenta de que cada uno iba tomando su camino, mis amigos se echaban novia, mis hermanos se casaban y yo seguía en el mismo punto, sin avanzar, cada vez con un mayor sentimiento de soledad porque tampoco quería hacer infeliz a una mujer.

Y con cerca de 30 años empecé a pensar en mí, en que era absurdo tratar de hacer felices a los demás a través de mis actos, sacrificar mi tendencia sexual solo para que los demás no sintieran vergüenza por mí. Y a partir de conocer a mi pareja actual mi vida cambió, porque tener una relación estable a mi lado me ayudaba a sentir que por ser gay ni tenía que ser promiscuo, ni muy afeminado, ni el centro de todas las risas alrededor.

El caso es que por primera vez me atreví a decirlo en voz alta, a mi familia, a mis amigos, después de un proceso en el que aprendí a aceptarme, a considerar mi homosexualidad como una característica más que no me definía por sí misma.

Tardé más en contarlo en el trabajo. Sucedió cuando mi hijo llegó a nuestra vida. Ese fue un segundo e importante punto de inflexión para mí: si yo me avergonzaba de mi tendencia sexual, ¿Qué podría pensar mi propio pequeño sobre mí? Pasé de pensar: “¿Por qué tengo que decirlo? Es parte de mi historia personal y nadie tiene por qué enterarse” a “¿Por qué tengo que ocultarlo? No es nada malo ni de lo que tenga que avergonzarme”. Así, cuando en el programa de televisión en el que trabajaba me ofrecieron la oportunidad de participar como tertuliano para hablar de padres gais, no me lo pensé demasiado, fue una forma de exteriorizar mi condición ante el mundo.

Es un proceso que la mayoría de los homosexuales debemos vivir. Parece que hoy todo ha cambiado, lo han reconocido: Ricky Martin, Jorge Javier Vázquez, Jesús Vázquez, Sandra Barneda, Fernando Grande-Marlasca, Alejandro Amenábar, y muchos otros, pero la realidad es que a pesar de todo aún hay muchos lugares donde los gais siguen sufriendo agresiones e insultos, todavía hay chicos que se ocultan en pueblos pequeños y que nunca saldrán del armario por miedo a su entorno social. Y especialmente a ellos me gustaría decirles que no hay ningún sacrificio que hacer, que no hay nada que perder y mucho que ganar cuando lo exteriorizas, que los amigos que pierden no son tus amigos y la familia que no te acepta, no te merece, y que la condición sexual solo es una característica, como el color de pelo o de la piel, la estatura o el trabajo que desempeñas. Crearse una vida ficticia solo lleva a la infelicidad y hasta que no haya ningún homosexual que se oculte tras una pantalla no llegará la igualdad total. No pido que todo el mundo me acepte, cada uno es libre de pensar como quiera, pero sí que me respete, es mi derecho como ciudadano. Incluso aunque crean que me equivoque. Y el que no quiera, que no mire.

 

Imagen de Jesús Toral

Nací en Ordizia (Guipúzcoa) porque allí emigraron mis padres desde Andalucía y después de colaborar con periódicos, radios y agencias vascas, me marché a la aventura, a Madrid. Estuve vinculado a revistas de informática y economía antes de aceptar el reto de ser redactor de informativos de Telecinco Granada. Pasé por Tesis y La Odisea del voluntariado, en Canal 2 Andalucía, volví a la capital de la Alhambra para trabajar en Mira Televisión, antes de regresar a Canal Sur Televisión (Andalucía Directo, Tiene arreglo, La Mañana tiene arreglo y A Diario).