'El buen sofista'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 10 de Abril de 2022
Protágoras de Abdera.
mediomundo.uy
Protágoras de Abdera.
'Muchos son los misterios que hay en el universo, pero no hay mayor misterio que el hombre'. Sófocles

No es fácil hacer una comparativa acerca de quiénes serían hoy día los sofistas, y dados los milenios transcurridos tampoco tendría excesivo sentido. Demasiadas cosas han cambiado para mal o para bien, aunque como sabiamente manifestó el dramaturgo griego Sófocles, el mayor misterio que permanece a través de los siglos sigue siendo la naturaleza humana. Y los primeros que en la cultura occidental decidieron dejar de lado aquellos misterios del cosmos que indagaron los primeros filósofos presocráticos, para centrarse en los misterios humanos, con todo su drama, toda su comedia, y las dificultades de encontrar la verdad moral en el caos de la civilización y la cultura, fueron estos primigenios sabios.

A pesar de la imposibilidad, si tuviéramos que hacer una injusta comparación, probablemente se moverían en el espectro social y laboral que hoy día desempeñan profesiones como la abogacía o la política, y la tutoría de una ciudadanía hambrienta de saberes culturales que les permitieran medrar en la esfera pública

Los sofistas fueron alabados o vilipendiados en su propia época, según la fuente a la que te acojas, y con igual suerte en siglos posteriores. A pesar de la imposibilidad, si tuviéramos que hacer una injusta comparación, probablemente se moverían en el espectro social y laboral que hoy día desempeñan profesiones como la abogacía o la política, y la tutoría de una ciudadanía hambrienta de saberes culturales que les permitieran medrar en la esfera pública. Destacaba su versatilidad a la hora de enseñar diferentes saberes, especialmente gramática, interpretación de los poetas, filosofía de los mitos y de la religión. Haciendo hincapié en la retórica (el arte de saber hablar bien en público, aprendiendo la habilidad de la persuasión a través de la argumentación racional o emocional), profesiones o desempeños, igualmente alabados o vilipendiados contemporáneamente según a quién preguntes. Lo cierto es que estos saberes hoy día, independientemente de ser un buen o mal abogado, o de ser un buen o mal político, o un buen maestro de la argumentación, son tan imprescindibles para el buen desarrollo de la sociedad contemporánea como los sofistas lo fueron en el periodo clásico de la antigua Atenas en los siglos V y IV a.C.

Hasta las reformas legales emprendidas por Pericles cualquiera que se viera arrastrado a un tribunal, acusado o acusador, tenía que defenderse por sí mismo. Son obvias las dificultades para obtener una predisposición favorable en un juicio para aquellos con menos labia, o sin la educación apropiada que les hubiera preparado para tal desafío. No muy diferente a hoy día, a pesar de los avances en equidad. No confundir con igualdad, que es tratar igual a los iguales, mientras la equidad supone ayudar a aquellos con desventajas económicas, sociales, o de género que impiden se pueda alcanzar esa igualdad presupuesta. Equilibrar la balanza. Todos somos iguales de nacimiento, pero en la vida algunos son más iguales que otros, debido al racismo, la intolerancia, la discriminación por género o preferencia sexual, o la desigualdad económica. Aún nos queda mucho camino por recorrer si deseamos ser una sociedad que defienda no solo la igualdad sino la equidad.

Tan necesarios se hicieron que fueron, finalmente, reconocidos como parte del proceso legal, convirtiéndose en lo que se llegaría a llamar sofistas, que con el curso de los años se fueron haciendo cada vez más imprescindibles en las cosmopolitas metrópolis de la antigua Grecia y en sus colonias a lo largo de todo el mediterráneo

Tras esta pequeña distorsión volvamos a los sofistas. Como suele suceder cuando hay una demanda social pronto aparecen avispados emprendedores dispuestos a cubrirla. Antifonte, exiliado político ateniense vio la oportunidad, dada su necesidad de sobrevivir con escasos recursos en el lugar de su exilio, Corinto, y abrió una “tienda de consuelos”, que fue precursora de los despachos de abogados hoy día. Se dedicaba a escribir discursos para aquellos con suficiente dinero para pagarle. Aparte de escribir los alegatos ofrecía a sus clientes un curso de oratoria, que en numerosos casos suponía aprenderse los discursos de memoria, dado que muchos de los que recurrían a sus servicios no sabían leer. Aquellos que ofrecían estos servicios, y que en ocasiones haciéndose pasar por parientes o amigos podían testificar ante la Eliea (el jurado), eran llamados logógrafos. Tan necesarios se hicieron que fueron, finalmente, reconocidos como parte del proceso legal, convirtiéndose en lo que se llegaría a llamar sofistas, que con el curso de los años se fueron haciendo cada vez más imprescindibles en las cosmopolitas metrópolis de la antigua Grecia y en sus colonias a lo largo de todo el mediterráneo.

En un principio no se presuponía nada negativo en el término sofista, que hacía referencia sencillamente a aquellos con un conocimiento profundo de una facultad concreta

En un principio no se presuponía nada negativo en el término sofista, que hacía referencia sencillamente a aquellos con un conocimiento profundo de una facultad concreta. Los intelectuales de la época con razón en ocasiones, sin razón en muchas de ellas, iniciaron una campaña de desprestigio criticándoles. Por ejemplo, Jenofonte no deja títere con cabeza: Son llamados sofistas unos hombres que se prostituyen y que por dinero venden su propia sabiduría a quien se la pide: ellos hablan para engañar y escriben por la ganancia y no ayudan a nadie en nada. Sócrates es presentado por su discípulo Platón como un azote de los sofistas, aunque, salvo porque no hay constancia de que recurriera a cobrar por sus lecciones, estaba probablemente más cercano a ellos de lo que podríamos presuponer por la propaganda platónica. Haciendo una comparación algo injusta, como la mayoría, los filósofos serían como los alumnos y profesores que acuden a aprender a desarrollar sus facultades racionales en instituciones regladas y profesionales, como las universidades.

Se les acusaba de no tener principios por no creer en ninguna verdad, pero lo cierto es que como relativistas que eran sí creían en un principio: la ausencia de verdades absolutas

Los sofistas serían una especie de autónomos sin respaldo de escuela alguna que venderían sus servicios como abogados, tutores políticos, o filósofos, en el mercado libre. Francotiradores de la intelectualidad. Se les acusaba de no tener principios por no creer en ninguna verdad, pero lo cierto es que como relativistas que eran sí creían en un principio: la ausencia de verdades absolutas. No dieron respuestas a muchas dudas que plantearon, pero si dieron lugar a muchas preguntas sobre cómo nos comportamos social y políticamente que fueron muy fructíferas para nuestra madurez como seres humanos, alejándonos de los tonos morales monocromáticos y ayudándonos a comprender que ni todo es blanco, ni todo es negro. Podemos disponer de un principio ético más o menos natural presente en la naturaleza humana, pero en tanto vivimos en sociedades y culturas con valores diferentes, la adaptabilidad y profundización en los debates morales sobre cómo convivir unos con otros es imprescindible. Y el papel de los sofistas fue esencial para hacernos comprender las dificultades y los retos de la convivencia social y política.

Toda cultura que valora lo intangible, como es el conocimiento, como un bien preciado, y aprende a utilizarlo con fines prácticos, eleva su valor por encima de otras sociedades donde lo material es lo único que se valora, o lo teórico no alcanza ningún valor práctico

A pesar de todas las críticas eran auténticos influencers, aunque a diferencia de los actuales, estos sí que sabían de lo que hablaban. Isócrates, que llegó a tener más de mil alumnos cobraba mil dracmas (una locura para la época) por aprender junto a él (salvo los atenienses que podían hacerlo gratuitamente), Gorgias destacaba por su sabiduría enciclopédica que le permitía escribir casi sobre cualquier tema. Hipérides, apodado el astuto, trataba de utilizar su armamento retorico para emocionar e influenciar a los jurados, al igual que Cleón abusaba de los gestos extremos para llamar la atención en sus arengas y debates políticos. Todos tenían fama y prestigio, y eran valorados a pesar del desprecio de la élite intelectual. Más allá de lo criticable, repudios que sin duda merecieron en más de una ocasión, ya que con el tiempo banalizaron sus intenciones originales, lo que no cabe duda es que contribuyeron enormemente a que el conocimiento, y la habilidad para divulgarlo y utilizarlo, adquiriera un valor económico y un prestigio social que elevó la cultura de la época hasta cotas poco vistas con anterioridad. Toda cultura que valora lo intangible, como es el conocimiento, como un bien preciado, y aprende a utilizarlo con fines prácticos, eleva su valor por encima de otras sociedades donde lo material es lo único que se valora, o lo teórico no alcanza ningún valor práctico.

Uno de los ejemplos más famosos en la antigüedad del buen uso de la retórica, en tanto arte de la persuasión, fue el reproche a aquellos que daban por hecho la culpabilidad de Elena de Troya

Uno de los ejemplos más famosos en la antigüedad del buen uso de la retórica, en tanto arte de la persuasión, fue el reproche a aquellos que daban por hecho la culpabilidad de Elena de Troya.  Gorgias en El elogio de Elena defiende su inocencia. Elena una de las mujeres más vilipendiadas de la antigüedad por su supuesto papel en la guerra de Troya, a la que se culpaba de haberla provocado. Gorgias escribe al respecto que había tres posibles causas del desastre de la guerra; o bien eran el destino o los dioses los que habían jugado con los humanos, y por tanto Elena no era responsable de nada, o fue raptada a la fuerza y violentada, con lo cual era una víctima, no culpable. O se daba una tercera opción, que la hubieran persuadido para irse con Paris; “en tal caso, oh atenienses, sabed que no hay nada en el mundo tan terrible como la palabra: ésta es un poderoso soberano, porque con un cuerpo pequeñísimo y completamente invisible consigue realizar obras profundamente divinas”. El lenguaje aparece como lo que es, la mejor herramienta de la que disponemos para abrirnos a la comprensión de las realidades que conforman la pluralidad de los seres humanos. Una herramienta capaz de lo mejor y lo peor. De ahí los límites que los filósofos preocupados por el abuso de la persuasión sin límites, sin respeto a principios morales o a la veracidad, deseaban poner a la retórica.

Si a sus predecesores filósofos les preocupaba la búsqueda de esa verdad objetiva que podríamos encontrar en el cosmos, a los sofistas les preocupaba la verdad práctica escondida en la naturaleza humana

Si a sus predecesores filósofos les preocupaba la búsqueda de esa verdad objetiva que podríamos encontrar en el cosmos, a los sofistas les preocupaba la verdad práctica escondida en la naturaleza humana. Eran pensadores más prácticos que especulativos. Conscientes de las necesidades de la educación para medrar en las sociedades cosmopolitas, abiertas, en las que se estaban convirtiendo las ciudades de la cultura griega, se propusieron la tarea de saciar esa necesidad. Ellos proporcionaron las herramientas, el mal o buen uso que se hiciera de ellas, en las nuevas ocupaciones de la civilización, en la política o en los juicios, eran responsabilidad individual de cada cual. Ni más ni menos que ha sido siempre. Refugiarse en las culpas colectivas, esconderse del mal comportamiento propio, inmoral o corrupto amparándose en cualquier excusa social o profesional, denigra cualquier principio ético que presumas tener. Si lo que te importa es más cómo presentas tu argumento que porqué defiendes algo, eres un mal sofista, por muy buen argumentador que seas. Si por el contrario lo que te seduce es la honorabilidad y bondad de aquel principio que deseas argumentar y persuadir, eres un buen sofista. Se aplica por igual a abogados, políticos, filósofos y demás sofistas contemporáneos que podamos encontrar.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”