El desafío moral de adquirir conciencia

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 15 de Noviembre de 2020
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'Lo único de veras real es lo que siente, sufre, compadece, ama y anhela, es la conciencia; lo único sustancial es la conciencia'. Unamuno, Del sentimiento trágico de la vida

Nuestra capacidad para eludir eso que llamamos conciencia moral; darnos cuenta que estamos actuando mal, que estamos haciendo daño a sabiendas, es una de las peores taras que han quedado al descubierto, una de tantas, en nuestro comportamiento en esta pandemia. Preferimos hacer lo que nos da la gana, si eso nos viene bien, antes que ponderar moralmente las consecuencias de nuestras acciones. A eso que llamamos tener conciencia, o bien la acalla algunas de las peores partes de nuestro carácter; la avaricia y la vanidad son los oficiales de alistamiento de la maldad: una vez pagado el dinero, la conciencia escapa corriendo, decía el dramaturgo austriaco Franz Grillparzer, o bien acallamos su voz inundándola de bulos, que en el fondo sabemos que lo son, pero que nos permiten actuar sin sentir esa terrible picazón que nos indica que algo está terriblemente mal. Una conciencia moral a la que podemos poner un precio, por dinero, por placer, por egoísmo, por vanidad, o por mil lágrimas más de nuestra deshonra moral, deja de poder definirse como tal. Una vez cruzado ese límite, es casi imposible volver atrás.

Nuestra conciencia está tan adormecida que usualmente la despierta más el temor a las consecuencias en carne propia, que nos pillen, dicho en román paladino, y el susto que eso conlleva, que el remordimiento en tanto carga moral por haber causado un daño

El remordimiento es una de las señales más claras con las que nuestro peculiar pepillo grillo nos avisa, aunque la mayoría de las veces sea tan efectivo como un grito en el desierto. Nuestra conciencia está tan adormecida que usualmente la despierta más el temor a las consecuencias en carne propia, que nos pillen, dicho en román paladino, y el susto que eso conlleva, que el remordimiento en tanto carga moral por haber causado un daño. Nuestra memoria, en ocasiones actúa en connivencia con lo peor que hay en nosotros, borrando, o reconstruyendo adecuadamente, toda conducta que podría causar remordimiento. Olvidamos casualmente, o recordamos alterando sutilmente los hechos, todo al servicio de tener una conciencia limpia, aunque la limpieza consista en barrer la porquería moral debajo de la alfombra, que tarde o temprano, terminará por fluir, quién sabe con qué resultados.

Una de las más bellas y acertadas definiciones acerca del remordimiento la encontramos en un texto de René Descartes, Las pasiones del alma; el remordimiento de conciencia es una especie de tristeza que nace cuando se sospecha que una cosa que se hace o se ha hecho no es buena y presupone necesariamente la duda (…) si estuviéramos ciertos de que lo que hemos hecho ya es malo, sentiríamos arrepentimiento no solo remordimiento. Ambos sentimientos están vinculados a la conciencia moral, el primero; el remordimiento es la alarma que nos avisa con su aguijoneo que algo de lo que hemos hecho, o dejado de hacer, no encaja con aquellos valores que se nos presupone. El segundo, el arrepentimiento, no es sino la constatación de que esa alarma dio en el clavo; hemos causado un daño que no debíamos, por distracción, pereza, avaricia, egoísmo,  o simple maldad. Y ese arrepentimiento es la herida abierta que nos queda en nuestra conciencia moral. Y una conciencia moral llena de cicatrices a causa de nuestras acciones u omisiones termina por pudrirse.

Probablemente habrán seguido el consejo de su precursor francés y habrán optado por matarla, no sea que les incordie en el momento más inoportuno y les dé por pensar en las consecuencias trágicas que sus libertarias políticas en aras a salvar la economía causa en tantas vidas

Durante el siglo XVIII se fundó una exitosa escuela de pensamiento económico, la escuela fisiocrática, que defendía que el Estado no debía intervenir en los asuntos económicos, ese famoso laissez faire, “dejen hacer, dejen pasar”, que venía a ser una especie de precuela del mantra de políticos sin conciencia moral, que han decidido que salvar la economía ( entendamos como tal, la economía capitalista que beneficia a los que más tienen) está por encima de cualquier otra cuestión, incluida la salud. Ya decía un economista francés, el marqués de Mirabeau, adicto a esa escuela, que si queréis triunfar en este mundo, matad vuestra conciencia. Resulta complicado creer que todos aquellos que juegan políticamente con la pandemia buscando obtener algún rédito político mantengan un ápice de conciencia moral. Probablemente habrán seguido el consejo de su precursor francés y habrán optado por matarla, no sea que les incordie en el momento más inoportuno y les dé por pensar en las consecuencias trágicas que sus libertarias políticas en aras a salvar la economía causa en tantas vidas. No hace falta ir muy lejos para recordar ejemplos, como lo sucedido en Granada el puente de octubre,  aquellos que miraban para otro lado con la excusa de la economía, o sin escrúpulos animaban a visitar Granada, porque estábamos bien, y ahora claman buscando otros culpables, o le echan la culpa a aquellos días, a pesar de sus declaraciones por aquel entonces diciendo exactamente lo contrario.

Nuestra conciencia, si no la hemos matado para triunfar en la vida, es un incómodo huésped con el que estamos condenados a vivir, y por tanto, más nos vale aceptar que forma parte de nosotros, y que al menos cuando se encienden sus señales de alarma es hora de revisar los valores en los que creemos, y ver si los estamos cumpliendo o no. No se trata de ser prisionero de una estricta conciencia, que limite hasta tal punto nuestras acciones, que al final terminemos por convertirnos en marionetas de hipócritas axiomas morales. El término medio está en mesurar aristotélicamente hasta qué punto nuestras acciones tienen consecuencias dañinas para otras personas y asumir que somos responsables de dichas consecuencias. Rousseau, filósofo de las luces, y creyente en las bondades de la razón tenía un curioso axioma, que nos avisaba que no debemos dejarnos llevar en exceso por nada, ni siquiera por la misma razón; pues la razón nos engaña a menudo, la conciencia nunca.

Una pasión que irrita a nuestra conciencia debería hacernos replantear nuestra conducta; la discusión entre conciencia y pasión es tan ineludible, como la necesidad de encontrar un punto en el que ni renunciemos al calor de las pasiones, ni dejemos que el fuego se desborde hasta dejar nuestra conciencia yerma en lo que se refiere al daño que podamos causar a otros

William Shakespeare, que en sus obras nos dejó un legado eterno de las luces y las sombras de la naturaleza humana, explicita la ingrata labor de nuestra conciencia: la conciencia es la voz del alma; las pasiones, la del cuerpo. Las pasiones son parte de nuestra naturaleza igualmente, pero siempre que sepamos mesurarlas adecuadamente. Una pasión que irrita a nuestra conciencia debería hacernos replantear nuestra conducta; la discusión entre conciencia y pasión es tan ineludible, como la necesidad de encontrar un punto en el que ni renunciemos al calor de las pasiones, ni dejemos que el fuego se desborde hasta dejar nuestra conciencia yerma en lo que se refiere al daño que podamos causar a otros. La vanidad es uno de los peores enemigos de una conciencia moral, la búsqueda de reconocimiento, la necesidad de mantener una reputación, por encima de otros valores enerva los límites de nuestros escrúpulos morales, y nos incita a sacrificarlos al altar de la vanidad.

Si le añadimos el apellido moral, que es de lo que aquí estamos tratando, es la capacidad que cada uno de nosotros tiene, en base a una empatía natural y cultivada a través de la educación, de elaborar juicios de carácter moral

En su sentido más general la conciencia no es sino la intuición, el sentimiento, el conocimiento, que cada uno de nosotros tenemos en nuestro interior acerca de nuestros estados, de nuestros actos, es el último baluarte donde reside nuestra identidad, o nuestra alma, si nos da por ponernos místicos. Si le añadimos el apellido moral, que es de lo que aquí estamos tratando, es la capacidad que cada uno de nosotros tiene, en base a una empatía natural y cultivada a través de la educación, de elaborar juicios de carácter moral. Determinar si nuestros actos son consecuentes éticamente con los valores que nos sustentan, distinguir el bien del mal, que son el fundamento en el que se afirma ese pilar que llamamos identidad. En Emilio o De la educación Rousseau equipara a la capacidad de juzgar adecuadamente nuestra naturaleza, y la moralidad de nuestros actos, distinguir entre el bien y el mal a través de la conciencia, a Dios: Instinto divino, inmortal y celeste voz: guía seguro de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre; juez infalible del bien y del mal, que hace al hombre semejante a Dios; tú (la conciencia) eres quien hace la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus acciones.

Su contraparte alemana, mucho más fría y racional, Immanuel Kant lleva la conciencia moral al terreno de la razón práctica; la conciencia moral es la razón práctica que muestra al hombre su deber en cada caso concreto de una ley, absolviéndolo o condenándolo (Metafísica de las costumbres). En abstracto el bien y el mal, las normas morales están llenas de  blancos y negros que las distinguen, y aunque la ética kantiana es bastante de blancos y de negros, una interpretación ( bastante libre) nos ayuda a los que no creemos que el mundo sea un lienzo de blancos y negros, sino  dibujado con mil matices de grises a aventurar que necesitamos de un instrumento propio, llamémosle conciencia moral, que permita separar la paja del grano en cada caso concreto y nos permita aplicar esos abstractos valores de la mejor manera, flexible, sin perder su capacidad de distinguir el bien del mal. Esa tarea de adquirir una conciencia moral no viene de fábrica, como tampoco viene la capacidad de racionalizar críticamente nuestros conocimientos. Si venimos de nacimiento con las facultades potenciales; razón y empatía, que nos permiten adquirir una adecuada conciencia moral, pero como todo en esta vida, requiere práctica, esfuerzo y perseverancia.

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”