The Kinks, la tercera vía

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 21 de Mayo de 2015

Me encanta una cosa que tiene el mundo del pop, y es que se dan por ciertas cosas que posiblemente ocurrieron, aunque tampoco es seguro. Como en el periodismo, pero más a lo bestia. El caso es que se dice que a Julián Hernández, líder de Siniestro Total y tipo inteligente, le preguntaron una vez si prefería a los Beatles o a los Rolling Stones y él contestó que a los Kinks.

Cuando me lo han preguntado a mí, que soy menos famoso, no lidero ningún grupo y desde luego no aspiro a competir en agudeza con ese señor, lo que he hecho ha sido mandar al que fuera a tomar viento; o a tomar otra cosa, ustedes seguro que me entienden.

Lo hago porque no tengo ganas de explicar que me parece una soberana estupidez esa costumbrita, tan española por cierto, de tener que elegir por fuerza entre la opción A o la B, como si las dos no fueran perfectamente compatibles.

La respuesta de Julián Hernández podría entenderse como una forma de salirse por la tangente, algo que por lo demás casaría estupendamente en un gallego militante como él. Pero también como una manera simple, a la par que elegante, de reivindicar a un tercer grupo que, en su caso, le gusta más que las dos vacas sagradas por excelencia del rock.

A mí también me gustan más los Kinks que esas dos formaciones mentadas. Más que ninguna otra, de hecho. Porque los Kinks tienen muchas cosas buenas que tienen los demás grupos grandes, pero también otras que los demás no tienen. Y no, no sé explicarlo de otra manera, o puede que sí que supiera, si me pusiera a ello, pero me pregunto para qué, si ésta, tan simple, me parece la mejor.

Pongamos argumentos sobre la mesa: de una banda, lo que más le tiene que gustar a un aficionado, son las canciones. Y en los diez primeros discos de la que lideró Ray Davies hay verdaderas maravillas. Son grabaciones llenas hasta los mismos bordes de temas fabulosos. Cuando irrumpes en ese mundo, cuando te das cuenta de lo tremendos que son esos monumentos de dos minutos y medio, tres como mucho, corres el riesgo de entrar en estado de shock.

Elepés como Face to face o The Kinks Kontroversy tumban de espaldas, pildorazos como You really got me te ponen las pilas estés donde estés. Joyas como Waterloo sunset te hacen sentir feliz de estar vivo. Escribí una vez, y lo reitero, que cualquier músico mataría por hacer algo la mitad de bueno y son varios los compositores que me han dado la razón.

Sólo con eso, únicamente computando ese periodo mágico e irrepetible que fue su andadura inicial, los Kinks se habrían ganado definitivamente un lugar en el Olimpo. Pero es que su grandeza no sólo reside en eso, sino también en haber sabido ligar el rock con géneros en principio tan alejados como el music-hall. Ray Davies, inglés como pocos, dijo de rescatar para su causa la tradición musical de su país y lo logró gracias, sobre todo, a su prodigiosa capacidad como letrista.

En una época en la que se reivindicaba el amor, las flores y la paz (que ninguna de esas cosas tiene nada de malo, vayamos a liarla), Ray Davies optó por tirar por las calles del costumbrismo, el humor y el sarcasmo, que nunca antes habían sido tan extraordinariamente bien plasmados como en We are Village green preservation society, una de sus obras maestras. Nunca después, tampoco, aunque en Arthur or the decline and fall of the british empire, el mismo Davies estuvo a punto de repetir la hazaña.

En cuanto a su influencia, es palpable en las letras de Pulp (¡ay, qué habría sido de Jarvis Cocker si no hubiera escuchado a los Kinks de pequeño!) o en la música de Blur, que aun así no lograron llegarles a las suelas de los zapatos ni en su época más gloriosa.

En los setenta, década denostada por muchos pero con un montón de cosas reivindicables, los Kinks alternaron fallos con aciertos. Hicieron discos conceptuales sin caer en el progresismo y hasta se acercaron a la ópera rock, género ínfimo del que, menos mal, salieron mejor parados que The Who o Queen.

Tuvieron, eso es verdad, una carrera demasiado larga, que se adentró incluso en los ochenta para ofrecer trabajos sin chicha, aunque de vez en cuando aún se sacaron de la manga discos como Give the people what they want, que sólo por su tema titular (un himno como los que ya no se hacen) o por el Better things que lo cierra merece un respeto reverencial. Cosa que también se podría decir del posterior Word of mouth y de su single principal, Do it again.

En la gira de ese disco, por cierto, los vi en directo. Sí, yo. Esa asignatura no la tengo pendiente, menos mal. Fue en 1986, en las fiestas de San Isidro, en Madrid. En concreto en un recinto enorme que llamaban rockódromo y por el que ese mismo año desfilaron otras figuras como James Brown (ya hablaré de ese concierto), en los dos casos totalmente gratis. Un año después, a un precio irrisorio (400 pesetas) arrasó allí el huracán Neil Young, y al siguiente le tocó a Van Morrison con The Chieftans y a Frank Zappa. Si algo bueno tuvo que la movida se popularizara en toda España es que proliferaron los conciertazos regalados o casi.

Pero a lo que iba, que los vi. Acudí a la Casa de Campo en un vagón de metro atestado con mi amigo Andrés, llegado desde Mérida para la ocasión. En el camino hablamos de lo triste que estuvo la capital el día que murió Tierno Galván. Luego, a base de meter codos nos hicimos con un buen hueco y ya todo fue disfrutar. Del carisma y el talento de Ray Davies, por supuesto, y de la maestría de su odiado hermano Dave, el guitarrista que según dicen, vaya usted a saber, inventó el heavy de forma involuntaria, cuando se le fastidió un amplificador y logró un riff distorsionado y fabuloso.

Me acuerdo de mil detalles de esa actuación, pero hubo una que me pareció especialmente significativa: el grupo salió al escenario para tocar su segundo bis y arrancó con una balada. El público, a esas alturas ávido de emociones fuertes, se lo hizo saber con un sonoro: “¡¡¡¡¡¡Noooooooooooo!!!!!!” al que Ray Davies, sin inmutarse, contestó con una sonrisa y un: “Good bye, Madrid”. Y el mismo público que justo diez segundos antes había gritado que quería caña, se dio cuenta de que la amenaza iba en serio, así que volvió a gritar: “¡¡¡¡¡Nooooooooooo!!!!!” y permitió que sonara la balada.

Porque así es la cosa: yo vengo aquí a soltar mi repertorio y, mira por dónde, me apetece ahora tocar precisamente esta canción. ¿Que no la quieres oír? Pues nos vamos y santas pascuas. Que lo de Give the people what they want era ironía, como casi todo lo nuestro. ¿O es que no os habéis enterado todavía?

PD: Periódicamente aparecen en la prensa británica rumores que apuntan a que los Kinks se volverán a reunir, que Ray y Dave han desenterrado (temporalmente) el hacha de guerra que empuñan desde que eran niños chicos y darán una nueva gira. Francamente, espero que no lo hagan. Y no porque yo ya los haya visto, ojo, sino porque me temo que a estas alturas, hicieran lo que hicieran, quedarían por debajo de su leyenda. Hay cosas que es mejor dejarlas como están. 

Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).