A la velocidad de la luz a ninguna parte

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Sábado, 4 de Febrero de 2017
"Esencia de luz"
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"Esencia de luz"

'El único tiempo que importa es el que marca el transcurrir de nuestros recuerdos, de nuestras experiencias, no aquel sobre el que se deslizan las horas, minutos o segundos, tan vanos como la sonrisa desconsolada de un payaso. Si no fuera así ¿por qué nos duele más la perdida de aquello que hemos tenido solo unos instantes que lo que ha estado en nuestras manos durante toda una eternidad?'

Un recuerdo resuena una y otra vez desde los ecos de mi infancia, la lenta procesión de una interminable fila de hormigas. Uniformes, atareadas, serias, o así me lo parecían. Obstinadas con seguir su camino, a pesar de los obstáculos, de la indiferente crueldad humana o de la neutral interferencia de las leyes de la naturaleza. Sin más preocupaciones que la culminación de su cotidiano recorrido, con apenas un gesto de sus antenas para reconocer la cercanía de alguna de sus ocupadas hermanas. Un día y otro bajaba las escaleras de mármol y me acercaba a observar su deambular, fascinado y desconcertado a la vez, por su obstinado curso, hasta que un día el ruido de unas obras retumbo en las paredes de mi habitación recubiertas de cromos de futbolistas y de heroicos superhéroes. Apresuradamente baje a ver de dónde procedía el ruido; la tierra, el hogar de las atareadas hormigas, había desaparecido sustituido por el frio hormigón. Tanto esfuerzo, tanto tesón, desaparecido en un único instante.

Qué somos los seres humanos sino instantes entrelazados de recuerdos, de esos acontecimientos coloreados por la tristeza, alegría, perplejidad o fascinación que les acompañan. Instantes tan atareados que seguimos nuestros cotidianos recorridos en la vida como esas hormigas, sufriendo los avatares de la crueldad o de la indiferencia de nuestros hermanos y hermanas de especie, y causando igual crueldad o indiferencia a nuestros hermanos de otras especies. No hay mayor tesoro que los recuerdos; qué sentido podría tener la vida sino es atesorar experiencias con sentido, qué podemos ser los seres humanos sino esos depositarios de alegrías y tristezas que un día desaparecerán de golpe, como el hormiguero que era el hogar de las laboriosas hormigas que vivían al lado de mi hogar. Dónde podríamos encontrar la belleza de una vida sino en construir un hogar cálido donde recordar lo vivido, y con la sabiduría de esos recuerdos buscar nuevas experiencias. Si todo ha de terminar abruptamente algún día, por qué no hacer que ese final merezca la pena.

Qué somos los seres humanos sino instantes entrelazados de recuerdos, de esos acontecimientos coloreados por la tristeza, alegría, perplejidad o fascinación que les acompañan

Y, sin embargo, seguimos ciegos, banalizando cada instante que vivimos, sin cuidar ese hogar para los recuerdos que es nuestra vida. Recuerdos que son los que nos definen; el relato de esas imágenes, de esos sonidos, de esos olores, de ese tacto, de esos sabores hilvanados con habilidad o con descuido por nuestra caprichosa memoria, ordenada o desordenada según los avatares de nuestras vivencias. Viajamos a la velocidad de la luz a ninguna parte. La velocidad parece ser el común denominador de nuestro tiempo. Queremos las cosas ya, dentro de un minuto es tarde, nos impacienta todo. Todo ha de transcurrir deprisa, y así acumulamos recuerdos sin sentido, banales, que nos convierten en recipientes vacíos, incapaces de encontrar los estímulos adecuados para disfrutar de nuevas experiencias que recompensen y den valor a nuestra vida. Cantidad y velocidad, los mandamientos que exigimos en todo; en el trabajo, en el ocio, en la familia, en la amistad, en el amor, en el dinero; en todo lo que daría valor a los recuerdos.

Impaciencia que deviene en temor, pues siempre andas con temor a perder en esa estúpida carrera a ninguna parte en la que convertimos nuestra biografía, sin apreciar el valor de esos instantes en los que el tiempo se detuvo, ni la importancia de ese gesto apenas percibido, de esas palabras heridas que dejaste pasar, ni qué o quién de verdad te importan, y que en esos momentos, es lo único que puede salvarte de ti mismo, de convertirte en una anónima hormiga más esperando que un día el hormigón destruya igualmente la banal existencia que llevas como miembro destacado del hormiguero. Una banal existencia en la que importa más vivir deprisa, acumular experiencias sin valor, cumpliendo con tu atareado deambular, que aprender a vivir cada instante que en verdad mereciera la pena, saborearlo, apreciarlo y guardarlo con mimo en tu memoria. Todo desperdiciado por el sumidero de la prisa. Compitiendo siempre, con nosotros o con los otros, compitiendo por ver quién llega más deprisa a ninguna parte.

El Alzheimer, esa enfermedad que debería servirnos de ejemplo.  Pocas enfermedades son más terribles, pues al borrar lo vivido, y lo sentimientos que lo acompañaron, te borra a ti, te convierte en un cascarón vacío, irreconocible para todos aquellos que te quieren y te conocen. La tabula rasa en la que se convierte la memoria de un enfermo aquejado de esa enfermedad es tan magnánima con el paciente, al despojarle de los sufrimientos que acompaña ver como desaparece todo lo que le importa, como cruel, con los seres queridos. Tan importante son los recuerdos, los que importan, los que dejaron una marca en tu corazón o en los corazones ajenos, que tan solo al compartir con el enfermo sus propios recuerdos, a través de la huella que dejo en los nuestros, nos reencontramos con esa persona tan querida que nos arrebatan tan cruelmente. Buscamos desesperadamente despertar los resquicios de esos recuerdos que pudieran haber sobrevivido al amargo desgaste del olvido, de tal manera que, al encontrar un solo destello de reconocimiento en los tristes ojos del ser querido, encontramos un pequeño momento de alivio, pues encontramos algo allí que nos reconforta. Aún existe, por muy debilitado que se encuentre, por muy escondido, el corazón secreto de esa persona que creíamos irremediablemente perdido.

Los funerales no serían soportables sin el confort de los recuerdos compartidos de la persona que hemos perdido. Tan solo al compartir las anécdotas a las que en su momento no dimos importancia y que, de repente, despiertan a nuestra conciencia nos damos cuenta del valor de lo que hemos perdido, pero también la calidez de esos recuerdos es la que nos permite seguir adelante a pesar del dolor. Nos aferramos a esos recuerdos, y deseamos atesorarlos y que nunca desaparezcan, sabiendo que es una lucha perdida, pero a la que nunca podremos renunciar como ocurre con esos sueños tan nítidos que tienes justo antes de despertar sobresaltado; recuerdas el olor, el tacto, cada palabra, cada segundo. Y es en esos instantes, en los que miras a tu alrededor, apenas despierto, sin creer que esto sea la realidad y no ese sueño perdido que poco a poco se desvanece por mucho que desees mantenerlo en tu memoria, cuando desesperas por recordar el sueño que se desvanece.  Al perder a una persona querida, aferrarte a esos recuerdos, encadenarlos, es lo más importante, pues al incorporarlos a tu memoria, mantienes el puente con aquella persona que desapareció, y sientes que no puedes permitir que sus recuerdos se desvanezcan con ella.

Michel Onfray, el filósofo francés, en su intento de construir un contratiempo alejado de la dictadura de los horarios en los que encarcelamos los instantes que nos definen, muestra su preocupación: Vivimos en la era del tiempo abolido, recientemente reemplazado por el tiempo de la engañifa. El tiempo de antes estaba vivo, el tiempo de ahora es un tiempo muerto.

Desarticulado el tiempo, a causa de la aceleración sin sentido, se daña a la propia razón, el instrumento que debería servir para la argumentación, para la reflexión, para ayudarnos a encontrar un poco de sabiduría que nos muestre cómo hemos de vivir. La razón se dirige a la reflexión, intentando despertar la inteligencia, pero en un tiempo desarticulado por la velocidad, no queda tiempo para ello. La pasión se desboca, y despojada de la sabiduría, limita nuestras opciones; tan solo nos queda amar o detestar, adorar u odiar, sin matices, prisioneros de las emociones más primitivas. Se pierden la amplia paleta de colores que es, o debería ser, la vida. Todo queda oscurecido por dualismos excluyentes.

Somos una suma de instantes, conectados por los sentimientos que nos despiertan; sin articular un tiempo vital que sobrepase el tiempo cronológico; sin articular un tiempo de la memoria que desafié el tiempo de los horarios, sin articular un tiempo de los deseos que subyugue el tiempo de la resignación, sin articular un tiempo que nos concilie con lo que fuimos, que nos sostenga en lo que somos y que nos articule en lo que queremos ser, sin ceder a la presión de la ficción de la velocidad del quiero todo aquí y ahora sin importarnos el cómo o el por qué, estaremos perdidos, irremediablemente. Viajamos a la velocidad de la luz, pero alguna vez, ¿nos paramos a pensar dónde vamos?

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”