Voltaire y la vacuna contra el fanatismo

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 12 de Febrero de 2017
La lucha contra la intolerancia debe ser una constante en nuestras vidas.
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La lucha contra la intolerancia debe ser una constante en nuestras vidas.

'Quien no quiere pensar es un fanático; quien no puede pensar es un idiota, quien no osa pensar es un cobarde'. Francis Bacon, filósofo inglés (1561-1626).

El fanatismo es una enfermedad que nos viene acosando desde que el primer ser humano descubrió que existía otro que no creía en lo mismo, y en lugar de encogerse de hombros y aceptar que cada cual es libre de creer en lo que quiera, o argumentar el uno con el otro aceptando que uno u otro podrían tener razón en sus creencias, o ninguno de los dos, convivir juntos era lo más importante. Pero no fue así, y la enfermedad se extendió como una plaga y encontró en el virus de las religiones dogmáticas y absolutistas el vehículo perfecto para contagiar a más gente. A lo largo de la historia ha habido periodos con epidemias terribles, y otros en los que unos pocos encendieron una vela que nos alumbró con la esperanza de haber encontrado una vacuna, que nos libraría de la oscuridad del fanatismo. Al igual que la peste que describe Albert Camus en su novela, por mucho que creamos vencerla, tarde o temprano vuelve. Y parece que estamos en uno de esos periodos donde el miedo, la desconfianza y el odio hacía el otro que no es como nosotros; en religión, piel, creencias políticas, lugar de nacimiento, o cualquier diferencia que a algún iluminado se le ocurra, es el enemigo a exterminar, en el peor de los casos, en el mejor, hemos de aislarlos tras muros o campos de acogimiento, que no dejan de ser prisiones, que les contengan. Hay que mantener al virus libre de posibles vacunas, creen los fanáticos, pues el virus nos hará libres a través de nuestros prejuicios. Imbéciles, despiadados y asesinos, pero libres de los otros que nos molestan siendo diferentes.

El fanatismo, término que proviene del latín, del vocablo fanaticus que describe a aquellos que se encuentran exaltados y llenos de entusiasmo y de fanum, lugar consagrado o templo. Y cuyo significado desvela los síntomas de ese virus que tanto daño nos ha hecho; un impulso ciego, una pasión que destruye cualquier atisbo de razón y que nos conmina a ser intolerantes con los que no comparten nuestras opiniones o creencias. Voltaire fue uno de aquellos que encendieron una vela para iluminarnos contra la oscuridad del fanatismo, y que trataron de encontrar una vacuna contra esa enfermedad. Lo combatió toda su vida; lo describió como una enfermedad cruel del espíritu que se extiende como la viruela, un mal que cuando gangrena el cerebro vuelve a la enfermedad prácticamente incurable.

François-Marie Arouet (1694-1778), o como es conocido en la historia del pensamiento, Voltaire. Parece que fue suya, en origen, esa famosa frase que después se ha venido atribuyendo a diferentes personajes de relevancia histórica que en su momento plantaron cara al fanatismo y defendieron la libertad de expresión como el pilar de nuestra convivencia, y que no es otra que “odio lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo”. Una proclama que parecen haber olvidado muchos políticos de nuestro tiempo, y muchos juristas de nuestra época, más preocupados por criminalizar la opinión ajena que no concuerde con su visión de lo políticamente correcto, que, por defender, que por mucho que no compartamos otras creencias u opiniones, si no defendemos que se puedan exponer, estaremos cometiendo el mismo pecado que en su origen dio nacimiento al virus del fanatismo. La libertad, al igual que la democracia tiene sus peajes, y no pagar con la misma moneda al intolerante y al fanático es uno de ellos. Uno de los precios más altos que hemos de pagar por convivir en libertad, pero si no estamos dispuestos a pagar ese precio ¿qué nos diferencia de aquellos que quieren ser nuestros verdugos? Ceder al miedo, pagar con la misma moneda al fanático, es la respuesta más deseada por ellos, pues sin ese caldo de cultivo, no puede crecer el virus del fanatismo. La vacuna de la tolerancia, de la libertad de creencias y de expresión, por mucho que nos duela aplicarla en algunos momentos, es lo único que históricamente ha funcionado para evitar un contagio masivo y salvaguardar nuestra convivencia.

El bien y el mal no son abstracciones morales preexistentes, sino aquello que es útil para la sociedad o dañino para la misma

¿Cómo hacer funcionar en la práctica esa vacuna de la tolerancia? Voltaire nos da una hermosa respuesta en su novela filosófica Cándido e incide en las claves en su Tratado contra la intolerancia. La respuesta se encuentra en el aprendizaje que afrontamos experimentando con los ojos bien abiertos la travesía de nuestra vida; aprendemos que el mundo es un lugar plural, lleno de formas de vidas diferentes, y en algunos casos contradictorias, pero que sin dogmatismos es posible, aún, que funcione la convivencia, hemos de centrarnos en lo practico del aprendizaje de la vida, y evitar caer en dogmatismos que predeterminen nuestros prejuicios sobre el mundo. La figura principal de la novela es el joven Cándido, que como su nombre indica es un poco inocente e ingenuo, y se ve obligado a un iniciático viaje a causa de un amor prohibido. Junto a un maestro de filosofía, el personaje de Pangloss, que Voltaire utiliza para caricaturizar las enseñanzas del filósofo alemán Leibniz -sobre el nuestro como el mejor de los mundos posibles- son testigos de terribles acontecimientos que van oscureciendo la inocencia de Cándido, y que ponen de manifiesto la ceguera de su profesor para ver el mal que asola el mundo. Pangloss, que es sometido a terribles castigos durante su experiencia, sufre y observa en primera persona la maldad humana, y es testigo de acontecimientos terribles, como el histórico terremoto de Lisboa en 1755, que acompañado de un tsunami y diversos incendios destruyó la ciudad. Sin embargo, sigue cegado por el dogmatismo de sus creencias y sigue creyendo que vivimos en el mejor de los mundos posibles. Cándido, a pesar de su inocencia e ingenuidad inicial, asiste con los ojos bien abiertos a las experiencias compartidas de la travesía de la vida, y al contrario de su profesor, que mantiene su visión previa y dogmática, Cándido se ha vuelto más escéptico y aboga por una visión más practica; hay que dejarse de divagaciones dogmáticas que justifiquen nuestra visión del mundo, ya que el propio viaje por la vida y las experiencias que nos da conocer otras culturas y personas, las han desmentido, y ponerse manos la obra, cultivar nuestro jardín, en sus palabras en la novela, hacer algo útil. En su ensayo sobre las costumbres Voltaire dictamina: El mayor provecho de los viajes es aprender a no juzgar al resto de la tierra según el propio campanario.

Hay cierto paralelismo en las enseñanzas prácticas de Cándido con las del doctor protagonista de La Peste, la novela de Albert Camus. El mal siempre va a estar ahí, siempre va a resurgir a causa de la podredumbre de los actos humanos; pero es posible reaccionar, hacer algo útil más allá de dogmatismos políticos y religiosos que pretenden subyugar a todos los seres humanos a un destino que encaje con sus creencias, que más que conseguir justicia y bien, en aras a su fin, destrozan cualquier posibilidad de ellas. Hay que remediar las injusticias que están en nuestra mano, en el día a día, en las personas que se encuentran cerca de nosotros, hay que cuidar el jardín, evitar que la indiferencia, que los prejuicios, que las injusticias campen a sus anchas en nuestras vidas y en aquellas vidas que podemos cambiar con nuestro compromiso. Un guijarro de arena no forma una playa, pero es un principio. El pequeño bien, la pequeña justicia conjugadas en actos concretos, valen más que mil actos en nombre del bien o de la justicia en abstracto. Cambian vidas, empezando por las nuestras.

El bien y el mal no son abstracciones morales preexistentes, sino aquello que es útil para la sociedad o dañino para la misma. Condorcet resume las tesis de Voltaire: El error y la ignorancia son la única causa de los males del género humano, y los errores de la superstición son los más funestos, porque corrompen todas las fuentes de la razón, y el fanatismo que los alienta empuja a cometer el delito sin remordimiento. No hay peor infamia que volver la cara ante la injusticia, evitar comprometerse con aquellas causas concretas que hacen sangrar cualquier definición de justicia que esbocemos.

El fanatismo nos ciega al vincular la salvaguardia de nuestra identidad a la destrucción de la identidad ajena

El fanatismo nos ciega al vincular la salvaguardia de nuestra identidad a la destrucción de la identidad ajena; puede que incluso en sus inicios las causas que más tarde se convierten en fanáticas debido al dogmatismo ciego, tuvieran buenas intenciones, e incluso se disfrazaran de tolerantes, pero es fácil ver la perversión de esas buenas intenciones cuando ves a la gente tan bien intencionada en sus orígenes, doblegar sus esfuerzos, pero perder de vista sus objetivos. Para el pensador ilustrado el fanatismo es a la superstición lo que el delirio es a la fiebre, lo que la rabia es a la cólera. Pero no solo aquellos que se dejan llevar por las ardientes pasiones son fanáticos, también lo son aquellos que actúan con frialdad, como los jueces que sentencian duras penas contra aquellos que no piensan como ellos, que no comparten sus creencias o su visión del mundo. Triste que esto sucediera en la Francia del XVIII con bastante frecuencia, pero aún mucho más lamentable es que pueda suceder en democracias donde el derecho debería prevalecer frente a la tiranía. Nunca está de más mantener la vigilancia, denunciar las injusticias, la intolerancia, sean grandes o pequeñas, afecten a unos pocos o a muchos, porque es una enfermedad, una peste que comienza por las pequeñas cosas, y su podredumbre se extiende cuando cegados por la soberbia, no nos vacunamos. Si la enfermedad se extiende y no aplicamos la vacuna a tiempo, es posible que incluso esas leyes que nos hemos dado contra el fanatismo y la intolerancia pierdan su función, y por el contrario ayuden a la propagación de la enfermedad.

La vacuna de la tolerancia contra el fanatismo es gratuita y está disponible para todo el mundo y para todos los casos; sea la ceguera de la religión, la estupidez del racismo o los callejones sin salida del dogmatismo político. Vacunémonos antes de que sea demasiado tarde, rebelémonos ante quienes nos dice que esto es así, que la injustica y la intolerancia no pueden ser derrotadas, y demostremos con nuestro compromiso y nuestros actos, que no, esto no es así.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”