El amor a los libros

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 7 de Abril de 2019
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'Los años de Universidad se acortan, la disciplina se relaja, la Filosofía, la Historia y el lenguaje se abandonan, el idioma y su pronunciación son gradualmente descuidados. Por último, casi completamente ignorados. La vida es inmediata, el empleo cuenta, el placer lo domina todo después del trabajo. ¿Por qué aprender algo, excepto apretar botones, enchufar conmutadores, encajar tornillos y tuercas?' Ray Bradbury, Fahrenheit 451.

Hablar hoy día de amor a los libros, esos que han pesado en nuestra vida, como la sabiduría que desprenden, es romántico, te hace quedar más o menos bien, como una persona culta, más o menos interesante, especialmente, si lo haces a través de las redes sociales donde importa poco lo que seas o hagas realmente, y más lo que aparentas ser o pretendidamente hagas. Quizás parezcas una persona un poco anticuada, nostálgico de tiempos mejores, o extravagante, pero oye, eso también posee cierto encanto en la era de la (des)información en la que vivimos. Ese añejo amor a los libros parece haber quedado reservado a una especie de bicho raro, o freak, como dirían los anglófonos que han colonizado nuestro bello lenguaje. Por otro lado, lenguaje bastante más sutil que la nueva lengua franca, pero a quién le importa la sutileza, cuando tenemos gigas de libros que son estupendos, aunque nunca los leamos, si podemos presumir de ellos, por llevarlos en un pequeño aparato que nos cabe en la palma de la mano, y además, tiene mil funciones más, como enseñarnos enternecedores videos de mascotas que nos alivian la carga de tener que leer, o de hacerlo, de tener que pensar y reflexionar sobre ellos.

Ese añejo amor a los libros parece haber quedado reservado a una especie de bicho raro, o freak, como dirían los anglófonos que han colonizado nuestro bello lenguaje

No solo presumimos de libros virtuales, nos gusta, aunque sea para presumir ante las visitas, tener nuestras casas llenas de ellos. Sin exagerar, no vayamos a parecer excesivamente freaks. Aunque parece, que eso también está dejando de ser bien visto. Esa gurú del coaching, Marie Kondo, que te enseña a poner orden en tu vida con el sencillo ejercicio de deshacerte de lo innecesario, como si la estupidez se fuera con esa facilidad, nos pregunta que porqué hemos de almacenar libros sin ton ni son, si ya no son útiles por haberlos leído, o no ir a leerlos nunca. Y no deja de tener parte de razón, en su sinrazón, qué necesidad tenemos de esos libros que utilizamos para adornar nuestros elegantes muebles, o para sostener algún que otro marco que ha enmarcado momentos maravillosos de nuestras vidas, mejor deshacerse de ellos, y tratarlos con el mismo respeto y dignidad con el que tratamos la veracidad de la información hoy día, ninguno.

Siempre andamos con excusas para justificar que no leamos libros, ya sea debido al trabajo, a cualquier tipo de ocio aparentemente más gratificante, a las responsabilidades familiares, a los amigos, la pareja, o mil excusas más, todas resumidas en que la vida pasa, y los libros no importan en nuestro deambular por ella

Más allá de la amarga ironía de estas palabras, no somos conscientes del daño que nos estamos haciendo al convertir el amor a los libros en algo pasado de moda, fuera de lugar. Vivimos en un mundo tan lleno de estímulos colectivos, o multimedia, que amar a los libros y encontrar tiempo para leer, se ha convertido en algo obsoleto. Un tiempo perdido precioso, para los nostálgicos que aún amamos a los libros, absurdo para la mayoría de indiferentes. Siempre andamos con excusas para justificar que no leamos libros, ya sea debido al trabajo, a cualquier tipo de ocio aparentemente más gratificante, a las responsabilidades familiares, a los amigos, la pareja, o mil excusas más, todas resumidas en que la vida pasa, y los libros no importan en nuestro deambular por ella. Asentimos, pero como si no fuera con nosotros, cuando nos cuentan que esos libros para los que nunca encontramos tiempo, nos abren mundos maravillosos, que nos permiten viajar junto a extraordinarios personajes, por asombrosos paisajes. Displicentes, igualmente asentimos, cuando nos cuentan que hay libros que son capaces de cambiarnos la vida,  de ayudarnos a comprender mejor el mundo, a nosotros mismos y a los demás, que no parece algo baladí. Pocas actividades más placenteras, encontramos los nostálgicos de los libros, que aprender a mirar a través de los ojos de esos personajes, que sentimos como propios, instruir nuestros sentimientos a través de lo que sienten sus corazones, y  aprender a soñar través de sus andanzas, de sus percances, que nos hieren o nos alegran, como si acontecieran en nuestra propia carne.

El amor a los libros es un amor solitario, aunque su regocijo podamos compartirlo, pues tan solo estamos nosotros y el libro, y en medio, las sensaciones que nos produce, no hay nadie, no necesitas a nadie más, porque leer es algo profundamente solitario y personal

El amor a los libros es un amor solitario, aunque su regocijo podamos compartirlo, pues tan solo estamos nosotros y el libro, y en medio, las sensaciones que nos produce, no hay nadie, no necesitas a nadie más, porque leer es algo profundamente solitario y personal. Tus miedos, tus deseos, tus pasiones, se sienten libres en tu imaginación, sin imposturas, sin tener que responder más que al tribunal de tu fantasía, de tus sueños, y no hay tribunales más benevolentes, bien utilizados. Tribunales, que ayudados por esos libros, también pueden despertar esa consciencia, que en la vida real arrinconas, para no tener que experimentar el dolor y la desesperación que consume nuestro mundo, pero a través de la intermediación de esas páginas, que día a día volvemos obsoletas en los asépticos refugios en los que escondemos nuestra sensibilidad moral, encontramos la motivación para mirar afuera, a los otros, que estaban al margen de nuestra conversación con ese libro, y salir a un mundo, que ahora ves con otros ojos. No hay mejor prisma que los libros para actuar, para cambiar, para hacer las revoluciones que importan, esas que nos hacen comprender que nuestras sonrisas y lágrimas son compartidas. Revoluciones que parten de ese solitario diálogo con un buen libro, ajenos a otras distracciones o intereses espurios. El atribulado rey de Aragón, Alfonso II, en pleno siglo XII, lo expresaba con una claridad meridiana de la que deberían tomar nota los gobernantes del siglo XXI; los libros son, entre mis consejeros, los que más me agradan, porque ni el temor ni la ambición les impide decirme lo que debo hacer.

Libreros que nos guían a en nuestra búsqueda, en nuestra aventura, como intrépidos sherpas que lideran nuestra exploración  en esos agrestes estantes atiborrados de libros, llenos de posibilidades que descubrir, mundos que explorar, personajes que amar u odiar. Y siempre, siempre, hay un libro que nos llama, José Luis Borges lo expresaba con toda la poética de la que su genio era capaz; un libro es una cosa entre las cosas

Un dramaturgo inglés del siglo XVIII, Joseph Addison lo expresaba mejor que nadie; un buen libro es un regalo precioso que hace el autor a la humanidad. Si tan solo fuéramos capaces de apreciarlo. Cervantes, inspirado por el erudito y escritor de la antigua Roma, Plinio el joven, afirmaba, atrevidamente, pero no sin cierta razón, que todo libro, por malo que sea, contiene algo bueno, algo que aprender que podamos desprender de su lectura, aseguraba el autor romano. Siglos después, uno de nuestros más ácidos escritores, Larra, lo reformulaba de esta manera; por grandes y profundos que sean los conocimientos de un hombre, el día menos pensado encuentra en el libro que menos valga a sus ojos, alguna frase que le enseña algo que ignoraba. La búsqueda de un buen libro es una aventura, aconsejable de practicar, como poco, una o dos veces al mes. Libros que se acomoden a cada momento de nuestra vida, sea porque queramos aprender, distraernos, comprender, o cualquier otra motivación que se nos ocurra, es un placer en sí mismo, aún más interesante si te decides a comportarte ajeno a las modas de este mundo banal en el que hemos abandonado a los libros, y dejas por un momento la comodidad de tu pantalla virtual, y sales al mundo exterior, a pasear por esos maravillosos espacios que son las librerías o las bibliotecas. Espacios en vías de extinción, que pronto, de no cambiar las tendencias, se convertirán en una especie de nuevos museos arqueológicos. Lugares, donde sus guardianes, sacerdotes de una religión, el amor a la sabiduría de la lectura, a los libros, que se extingue, están deseosos de orientarnos. Libreros que nos guían a en nuestra búsqueda, en nuestra aventura, como intrépidos sherpas que lideran nuestra exploración  en esos agrestes estantes atiborrados de libros, llenos de posibilidades que descubrir, mundos que explorar, personajes que amar u odiar. Y siempre, siempre, hay un libro que nos llama, José Luis Borges lo expresaba con toda la poética de la que su genio era capaz; un libro es una cosa entre las cosas, un volumen perdido entre los volúmenes que pueblan el indiferente universo; hasta que da con su lector, con el hombre destinado a sus símbolos. Si somos capaces de escuchar, abiertos nuestros sentidos, oiremos como nuestro libro nos llama, esa cosa que salvará ese delicado momento de nuestra vida en el que estamos, o que nos hará más llevadero esa soportable levedad del tedio de la vida gris en la que estamos instalados.

Nos definimos por las personas que han marcado nuestra vida, pero a menudo nos olvidamos de los libros que lo han hecho

Nos definimos por las personas que han marcado nuestra vida, pero a menudo nos olvidamos de los libros que lo han hecho. Llevando al extremo la paradoja de ese olvido, Graham Greene aseveraba que nuestra vida está hecha más por los libros que leemos que por la gente que conocemos. Mitad y mitad, podríamos decir, sin tanta exageración, o al menos eso era antes, en los tiempos en los que leíamos libros que definían nuestras experiencias, y cuyas lecturas, marcaron un hito en nuestros recuerdos. Los libros son capaces de estimular nuestra imaginación de tal manera, que experiencias de la vida real no son tan intensas como las que vivimos en la lectura; Adolf Huxley, que nos advirtió en Un mundo feliz, de los peligros de perder nuestro sentido crítico, en un mundo donde solo importan los estímulos placenteros, resumía con humor el poder de la imaginación en esta significativa frase: una orgia real nunca excita tanto como un libro pornográfico. Y Mark Twain, con su acidez habitual, nos advertía de los peligros del fracaso de ese filtro critico que debemos poner en todo lo que leemos, que se adquiere leyendo mucho, algo tan sencillo de realizar, tan complicado de cumplir; tenga cuidado con la lectura de libros sobre la salud. Podría morir de una errata de imprenta. No es de extrañar que hoy día la gente se muestre tan contumaz en su incapacidad de discernir lo verdadero de lo falso en las noticias, ya que muchos de los que leen y comparten esos estúpidos o mentirosos memes de WhatsApp, o esos apocalípticos caracteres que incitan al odio en de Twitter, no han leído un libro en su vida.

Como todo lo importante, que dependa de los valores, el desamor actual a los libros, procede de nuestro fracaso en la educación, en las escuelas, y en las familias. En la escuela, con honrosas excepciones, nos obligan a leer algunos libros, pero en pocas ocasiones despiertan el amor a ellos, no nos ayudan a descubrir todo lo que pueden ofrecernos, a descubrir esos maravillosos momentos que hay detrás del tiempo que pasamos entre sus páginas

Como todo lo importante, que dependa de los valores, el desamor actual a los libros, procede de nuestro fracaso en la educación, en las escuelas, y en las familias. En la escuela, con honrosas excepciones, nos obligan a leer algunos libros, pero en pocas ocasiones despiertan el amor a ellos, no nos ayudan a descubrir todo lo que pueden ofrecernos, a descubrir esos maravillosos momentos que hay detrás del tiempo que pasamos entre sus páginas. Si en la pedagogía en las escuelas estamos más obsesionados, porque a regañadientes, se aprendan cuatro cosas, que se desechan de la memoria pocas semanas después, en lugar de disfrutar con la lectura, y despertar un diálogo fructífero con el libro, más allá de obsesiones académicas, estaremos echando sal en la fértil mente de nuestros infantes, en lugar de sembrar su imaginación y curiosidad, que es lo que les llevará a amar la lectura. Y en las familias, la excusa es la comodidad, qué mejor que los niños se mantengan entretenidos con sus pantallas, y así no incordian, que con libros que les ayuden a crecer como personas. Si los padres leen, si el entorno lee, es muy difícil, que los niños no sigan su ejemplo. A. F. Harrold, un prestigioso autor de literatura infantil,  comentaba, refiriéndose al papel de la literatura en los niños y adolescentes, épocas de nuestra vida más difíciles de lo que los adultos recordamos, que para un niño, un libro puede ser una armadura. Y espero que los míos puedan serlo, en algún sentido. Cuántas veces un libro nos ha salvado de la soledad u otras situaciones angustiosas a los adultos. En la fértil mente de un niño, el  resultado  puede resultar aún más importante para su desarrollo. Sin embargo, debido a la falta absoluta de responsabilidad de unos y otros, el resultado es el de esperar, nos encontramos con generaciones enteras que apenas leen, y si lo hacen, es más por obligación académica o profesional, que inspirados por el amor a los libros.

Pocas cosas suenan hoy  día, más pasadas de moda, que hablar de ese nostálgico y extravagante amor a los libros, que te hace sentirte orgulloso de tus estanterías llenos de ellos

Pocas cosas suenan hoy  día, más pasadas de moda, que hablar de ese nostálgico y extravagante amor a los libros, que te hace sentirte orgulloso de tus estanterías llenos de ellos. Un amor que se alimenta del placer que nos produce rememorar los buenos momentos pasados con ellos, asociados, con el goce, dolor, regocijo o inquietud, a las sensaciones que te despertaron sus páginas. Libros, algunos olvidables, otros que releemos una y otra, con una pasión  que nos da vergüenza confesar, pero todos ellos, dignos de ser amados, o al menos respetados, por lo que nos dan, por lo que nos alivian, por lo que nos enseñan, por lo que significan, porque sin ellos, somos como aquellas sombras encadenadas de las que nos habló Platón en su mito de La Caverna, incapaces de comprender el mundo real que nos rodea. Con el amor a los libros, cada día es una historia, cada noche  es un cuento, cada amanecer es una fábula, cada anochecer es un relato, porque; cada vida es una historia, cada persona es un cuento, cada amor es una fábula y  cada  es sueño un relato. Ése es el pequeño secreto, escondido en el corazón de la sabiduría práctica de la vida, que aprendemos de los libros. No hay más, pero sí hay menos.'

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”