Amor a la patria o excusa para el odio

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 31 de Mayo de 2020
Enfermeras en el aplauso antes diario.
Eduardo Briones/E.P.
Enfermeras en el aplauso antes diario.
'El patriotismo no es suficiente, y no debo tener odio ni amargura hacia nadie'. Edith Cavell, enfermera en la Primera Guerra Mundial.

Hay imágenes con un impacto simbólico tal, que sobreviven en el subconsciente de toda una generación. Los tiempos aciagos de la pandemia están llenos de ellas, aunque aún no seamos plenamente conscientes de lo mucho que van a perdurar, y lo significativamente que nos van a marcar; los hospitales colapsados, los hombres y las mujeres que velan por nuestra salud desbordados, con el llanto a flor de piel, impotentes ante la tragedia, y sin mirar atrás dispuestos a hacer el ultimo sacrificio, con tal de salvar vidas. Ancianos abandonados a su albur en residencias privatizadas que han fallecido en soledad. Nuestros poderes públicos les han fallado. Nosotros, al no exigir cuidados y medios dignos les hemos fallado, al igual que al permitir tanta privatización de la sanidad. Tantas imágenes, tan dolorosas, como las de aquellos responsables políticos que actúan irresponsablemente,  al poner en una balanza aquello que nos debería unir en tiempos tan dramáticos y dolorosos, y dejar que el contrapeso del beneficio político la desnivele, y se olviden de la patria que importa, la de las personas a las que deben cuidar y proteger, no la de símbolos usados como excusa para odiar, excluir, despreciar, a quienes no sean, piensen, amen o vivan como ellos.

Poco más de dos meses después de los momentos más duros que hemos vivido, algunos parecen querer que olvidemos todas esas imágenes, las más dolorosas, pero también aquellas que simbolizan la generosidad y el compromiso de tanta gente común, limpiadores y limpiadoras, enfermeras y enfermeros, médicas y médicos, mujeres y hombres atendiéndonos en los supermercados y garantizando que estemos protegidos de la pandemia, y tantos otros con oficios antaño despreciados, luego aparentemente valorados, y ahora pareciera que de nuevo destinados a caer en el olvido

Poco más de dos meses después de los momentos más duros que hemos vivido, algunos parecen querer que olvidemos todas esas imágenes, las más dolorosas, pero también aquellas que simbolizan la generosidad y el compromiso de tanta gente común, limpiadores y limpiadoras, enfermeras y enfermeros, médicas y médicos, mujeres y hombres atendiéndonos en los supermercados y garantizando que estemos protegidos de la pandemia, y tantos otros con oficios antaño despreciados, luego aparentemente valorados, y ahora pareciera que de nuevo destinados a caer en el olvido. Personas que han abandonado cualquier atisbo de comodidad, para ayudar a quienes lo necesitan, sin cámaras de por medio, sin grandes alharacas, sin banderas ni patrias en las que envolverse, acuciados por la compasión por el prójimo que sufre, que lo necesita. En su lugar parecieran querer que las sustituyamos en nuestro imaginario colectivo, en ese muro de la memoria social donde habrían de perdurar, por fotografías de banderas que en lugar de enarbolar lo que nos une, tratan de golpear y vilipendiar a todo aquel o a todo aquello que odian. Se ama a la patria, se odia a los españoles, al menos a todos aquellos que no son como ellos creen que debemos ser. La mayoría de los españoles no encajamos en esa noción de una patria que no acoge, sino excluye. Amar como excusa para odiar no tiene nada que ver con el amor, es pura y simplemente odio, por mucho que se trate de disfrazar con vacuas proclamas de amor a una patria que en verdad no comprenden, porque no aceptan plenamente la pluralidad y diversidad que la conforma.

Uno de esos colectivos, el de enfermería, es uno de los que con tanto entusiasmo aplaudíamos a las ocho de la tarde, y ahora parecen caer en el olvido, en el mejor de los casos, en la vejación, en el peor, al pedirnos cautela en nuestro jolgorio en la desescalada, o al recordarnos los recortes en sanidad causantes de gran parte de esta catástrofe. No es algo nuevo, siempre han estado ahí. Durante la Primera Guerra Mundial, en los años previos que dieron lugar al fascismo emergente en los años treinta, una enfermera fue un ejemplo, similar a  tantos otros que hemos visto en la pandemia que nos asola, de lo que debería ser la verdadera patria, la que ejemplifica la abnegación y la compasión por ayudar en tiempos desoladores. Un símbolo de dignidad, un patriotismo de las personas, que muestra devoción a una bandera, pero a la que nos une, no a la que nos separa; a la que simboliza que nadie quede atrás, que no se juzgue por etnia ni origen, que no se discrimine por orientación sexual, que erradique la lacra del machismo que mata, que nos dignifique en la igualdad, que preserve una sanidad para todos, no para quienes se la puedan pagar, que procure un bienestar que preserve un mínimo de dignidad vital. Qué difícil, qué complicado resulta unirnos en torno a estos valores tan sencillos.

El ruido extremo de intolerancia, la bilis del odio, que utiliza la excusa del amor a la patria como altavoz para sus proclamas, pretende provocar que nos dividamos en dos extremos, pues una vez que logren arrastrar la vida pública al fango, gran parte de sus objetivos estarán conseguidos y todos habremos perdido

Edith Cavell creyó su deber salvar tantas vidas como fuera posible, de aliados y enemigos, y se arriesgó colaborando para  ayudar a regresar a soldados británicos heridos a sus hogares, pero nunca miró a quién debía de salvar la vida, le daba igual que fueran los agresores alemanes, los de su propio país, o de cualquier otro. La enfermera fue condenada a muerte y fusilada, y la noche anterior a su muerte nos legó dos frases inmortales; les he dicho que la devoción les dará verdadera felicidad, y el pensamiento que han hecho, ante Dios y ustedes mismos, su deber completo y con un buen corazón serán su mayor apoyo en los momentos difíciles de la vida, fragmento de una carta que escribió a sus compañeras enfermeras, animándolas, a pesar de su destino, a continuar con su abnegada labor. Y la frase que encabeza el texto: el patriotismo no es suficiente, y no debo tener odio ni amargura hacia nadie. Para ella el patriotismo, ni siquiera cuando iba a morir tan indignamente horas después, justifica odiar al otro. Qué ejemplo, si en lugar de estar preocupados por enfrentarnos, lo estuviéramos por unirnos. La historia se repite; lo malo, como el auge de la intolerancia y el odio, semilla de los fascismos que nos asolaron, pero igualmente lo bueno, con el ejemplo y las palabras de la enfermera Edith Cavell, reflejado hoy día en tantos de esos rostros desolados de enfermeros y enfermeras, de médicos y médicas, que ahora los exaltados con sus exabruptos llenos de odio, pretenden relegar al olvido.

El ruido extremo de intolerancia, la bilis del odio, que utiliza la excusa del amor a la patria como altavoz para sus proclamas, pretende provocar que nos dividamos en dos extremos, pues una vez que logren arrastrar la vida pública al fango, gran parte de sus objetivos estarán conseguidos y todos habremos perdido. No se debe responder al odio con odio, ni al insulto con el insulto. Su objetivo no es otro que polarizar nuestra sociedad, tan diversa y tolerante, al menos en su mayor parte. El veneno que exhalan con cada uno de sus actos, de sus palabras, de sus exabruptos, pretende amedrantar a esa gran mayoría que ve más lo que une, que lo que separa, silenciar a esa gran mayoría que respeta al que no es como ellos son. La tolerancia es una virtud difícil, mucho más que el vicio de la intolerancia. La crítica y la autocrítica, el pensamiento crítico, son esenciales en una sociedad sana. La razón y el argumento, y no el insulto y la descalificación, son las herramientas que una sociedad democrática, abierta, plural, libre, tiene en sus manos para garantizar nuestra convivencia. Hoy día estas herramientas están en peligro, algo que parecía que nunca jamás iba  volver a suceder, dado el precio en sangre y en libertades que pagamos cuando sucedió.

El amor es un fin en sí mismo, generoso, sin esperar nada a cambio. El odio es un medio, persigue siempre algo, siempre es interesado. Una manera sencilla de distinguir uno del otro es respondernos a esas sencillas cuestiones, y eso incluye ese llamamiento a amar a la patria

Dostoievski, uno de los grandes conocedores de la psique humana, decía que enamorarse no es amar, puede uno enamorarse y odiar. El verdadero amor a alguien, y vale igualmente para abstracciones como la patria, la libertad, o la justicia, no puede conllevar odiar, porque no nos correspondan, porque no sean como nosotros queremos que sean, porque no piensen igual o sientan igual.  Sartre remataba su pensamiento en su obra El ser y la nada, recordándonos que el odio es un sentimiento negro, un sentimiento que apunta a la supresión del otro. No se puede amar a nadie si lo que en verdad queremos es suprimir lo que esa persona es. No se puede amar a una patria, si lo que en verdad queremos es suprimir al otro porque no nos gustan, por pensamiento u obra. No hay alegría en un amor disfrazado de odio. El amor es un fin en sí mismo, generoso, sin esperar nada a cambio. El odio es un medio, persigue siempre algo, siempre es interesado. Una manera sencilla de distinguir uno del otro es respondernos a esas sencillas cuestiones, y eso incluye ese llamamiento a amar a la patria.

No hay tiempo en este pequeño espacio donde enarbolamos ideas, acertadas o no, pero siempre más fructíferas para la convivencia que agitar y confrontar banderas, para entrar a fondo sobre la confusión entre patria y nacionalismo, o qué es realmente una patria, pero quizá pudieran servirnos de ayuda algunos pensamientos que gente mucho más sabia que la que escribe estas palabras, nos legaron; Allí está mi patria, donde mi libertad de Benjamin Franklin.  En tiempos más pretéritos, Demócrito de Abdera, filósofo y científico de la antigua Grecia, se negaba a delimitar su patria a su lugar de nacimiento; Toda la tierra está al alcance del sabio, ya que la patria de un alma excelente es el Universo. Otro sabio, René Descartes, que en su momento fue soldado, defendiendo a su patria en la guerra, nos advirtió de los peligros de creer que la patria nos hace únicos; Los viajes sirven para conocer las costumbres de los distintos pueblos y para despojarse del prejuicio de que solo en la propia patria se puede vivir de la manera a que uno está acostumbrado. Séneca nos ilumina con un lema que merecería la pena enmarcar en nuestro propio muro de la memoria; mi nacimiento no me vincula a un único rincón, el mundo entero es mi patria. Jonathan Swift, el inmortal escritor y moralista de Los Viajes de Gulliver, no nombra a la patria, sino a la religión, cuando ésta  se emplea para confrontar y no para unir, igualmente nos vale: tenemos suficiente religión como para odiarnos, pero no suficiente para amarnos. Es fácil reescribirla y mantener el mismo y triste sentido: tenemos suficiente patria como para odiarnos, pero no suficiente para amarnos.

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”