Aristóteles y la forja del carácter (La brújula moral)

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 4 de Diciembre de 2016
Escultura de Aristóteles.
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Escultura de Aristóteles.

Nuestro carácter es el resultado de nuestra conducta. Aristóteles

A lo largo de más de dos milenios los ojos de los sabios se han vuelto a los viejos pergaminos aristotélicos en busca del misterio de la felicidad. Incontables volúmenes morales no son sino una reelaboración de escritos aristotélicos, acompañados por las cuitas del contexto histórico o personal del moralista que los reelaboró. O bien, en el caso de ser usados para coronar con sabiduría moral alguna que otra religión, modificados para encajar con aquella fe a la que presuntamente habrían de servir. Hasta hoy día, donde muchos de esos mal denominados libros de autoayuda se limitan a vulgarizar algunas de las enseñanzas aristotélicas en torno a la virtud y la felicidad, con banales ejemplos acordes a las desventuras de nuestro propio tiempo, tan simples y descafeinados como las mentes de aquellos que esperan lucrarse vampirizando enseñanzas que se encuentran en el ADN de la historia del pensamiento. Labor que no les resulta muy difícil en algunos sitios, como en España, donde el desprecio a la filosofía y sus enseñanzas lograran que los jóvenes del futuro crean que Aristóteles es el nombre una nueva estrella brasileña fichada por el Barcelona o el Real Madrid, mientras esperan que sea tan brillante como Sócrates. No el otro filósofo, que igualmente desconocerán, sino el exquisito centrocampista brasileño que triunfó allá por los años setenta del siglo pasado. Y al leer memes en Facebook o Twitter con frases como “cansa menos andar sobre terreno accidentado que sobre terreno llano”, de Aristóteles, creerán que se referirá al estado del césped del último partido disputado, pero se sentirán orgullosos de compartirla como si fuera una de las mejores frases de autoayuda que han leído en su vida. Resumiendo, que compartidas o no, las enseñanzas éticas y morales de la filosofía aristotélica impregnan nuestra forma de entender la vida, en lo personal y en lo social, seamos creyentes en alguna religión, agnósticos o ateos.

La felicidad. Ay, ¡dichosa palabra! Tan escurridiza como esos sueños que alimentan nuestro insomnio y nunca terminamos de atrapar. Todo el mundo cree saber lo que es la felicidad, pero casi nadie se atreve a definirla y menos a pronunciarla en presente indicativo, pues casi siempre parece pertenecer a ese pretérito pasado que se esconde en ese lugar del corazón destinado al polvoriento rincón de las dulces vivencias perdidas. Pareciera lógico pensar que la felicidad, tal y como indica nuestro pensador, fuera algo a lo que aspiramos como un fin en sí mismo, es decir, no algo que dependiera de otros bienes. Tener salud, dinero y amor, o llegar a fin de mes, por un poner, sin duda nos ayudarán a sentirnos felices, pero son bienes que dependen de otros, no son bienes en sí mismos. Son medios para ser felices, no la felicidad en sí misma, no aquello a lo que debiéramos aspirar por el mero hecho de ser humanos. ¿Y qué es lo que es propio del ser humano y nos diferencia del resto de animales? La respuesta es obvia para Aristóteles; aquella vida al servicio de la razón, de la sabiduría y del conocimiento. Ya están estos filósofos intentando que todos seamos tan sosos y aburridos como ellos, seguro que a algún lector se le habrá pasado por la cabeza al leer estas líneas. Más allá de que ya les gustaría a muchos poder dedicarse a una vida de contemplación siempre que las propias dificultades de la supervivencia diaria se lo permitieran. De todo esto es plenamente consciente el pensador griego. Partimos de la idea de que somos seres sociales, que necesitamos a la comunidad, a la familia, y que ellas nos necesitan a nosotros para cumplir sus fines. Por tanto, nuestros trabajos, nuestro papel como padres e hijos, como amigos, en la política, son importantes en el camino a la felicidad. Cumplir esos papeles con la dignidad y compromiso que requiere la familia y la comunidad ayuda, pero como hemos comentado, eso no basta para alcanzar la eudaimonía, la felicidad.

Dos consideraciones previas antes de seguir el camino aristotélico en busca de la felicidad; la primera es que Aristóteles era plenamente consciente que tan sólo los dioses, ajenos a cualquier preocupación terrenal podrían dedicarse plenamente a esa vida teorética. Para empezar porque hemos de estar continuamente preocupados por alcanzar esos mínimos de bienestar, para nosotros y nuestros seres queridos que nos permitan sobrevivir con un poco de dignidad. Y, en segundo lugar, porque hemos de comprender adecuadamente el significado para los griegos del verbo theorein del que procede nuestro termino teoría. El significado sería ver, observar, contemplar, pero no como un erudito que se pierde en los mundos de babia, sino como aquel sabio, y en este sentido todos podemos ser sabios, dispuesto a resolver y dar respuesta a los enigmas de la vida. La realidad, la vida, están llena de experiencias que nos abruman. Misterios llenos de brumas que nos desorientan a cada paso que damos. El asombro nos acompaña en nuestro deambular desde que abrimos los ojos al salir del útero materno. Y cuando somos niños y vamos aprendiendo los mecanismos que hacen funcionar esas cosas que tanto misterio nos producían y que tanto nos asombraban, la felicidad nos invade, una satisfacción como pocas podemos tener. El problema es que al ir creciendo el abrumador peso de la cotidianidad nos hace perder perspectiva y más allá de querer comprender por qué nos pasa lo que nos pasa y por qué el mundo funciona como funciona nos limitamos a ir tirando, resolviendo pequeños acertijos perdiendo de vista el panorama general, y perdidos en laberintos, perdiendo de vista todos esos misterios cuya resolución podría ayudarnos a ser felices. Perdemos la capacidad de asombro, perdemos el misterio y por tanto el bienestar y la felicidad de por fin comprender quienes somos, y qué hacemos aquí.

Descartados que seamos dioses, y por tanto que no tengamos que preocuparnos por la salud, el bienestar material, el amor, etc., qué nos queda para ayudarnos a ser felices y recuperar esa inabarcable búsqueda de la comprensión de los enigmas de la vida. Ser prácticos y entender esos enigmas que de pequeños nos encantaba resolver y de adultos perdimos la capacidad de resolver y que ayudarían a sentirnos satisfechos en lo personal y en lo social. Y hay un camino para ello; ser virtuoso, y la única manera es el duro aprendizaje de la forja del carácter. Precisamente por eso nunca debemos dejar de insistir en cómo las enseñanzas éticas, más prácticas que teóricas, que ayudan a forjar nuestra personalidad, son tan importantes en nuestra formación como personas, en la niñez, en la adolescencia y en la juventud.

Simplificando, y sin caer en los extremos, habría cuatro tipos básicos de carácter; el virtuoso, el moderado, el intemperante y el vicioso. Imaginemos que vamos a un bar, por ejemplo, el de un buen amigo con el que tenemos mucha confianza, con el evocador nombre de La Taberna de Kafka; al traernos la cuenta y revisarla, vemos que se ha equivocado con el jaleo del bar, y nos ha cobrado bastante menos de lo que debía. El virtuoso deseará hacer lo correcto y decírselo a su amigo, y su decisión y acción de decirlo coincidirán plenamente con sus deseos. El moderado, tendrá dudas, y su deseo sería callarse, pero es capaz de luchar contra esos deseos y hacer lo correcto. Por tanto, su decisión y su acción serán decirle al amigo que se ha equivocado. El intemperante tendrá deseos de callarse y no decir nada, y tendrá dudas sobre qué decisión tomar, sabe que lo correcto es decírselo, pero la debilidad de su voluntad decantará su acción hacía el silencio y se callará sin advertir al amigo de su error. El vicioso no tendrá duda, ni mala conciencia, ni problemas de voluntad débil, sabrá perfectamente lo que hace, y no le importará en absoluto. Se callará sin remordimiento alguno, sabiendo que es algo moralmente incorrecto, pero lo único que le preocupará será su propio beneficio personal.

Es fácil verse reflejado en alguno de estos comportamientos, e incluso, probablemente nuestro comportamiento haya oscilado entre unos y otros dependiendo de las circunstancias y de la propia madurez de nuestro carácter en según qué etapas de nuestra vida. Lo cierto es, que el camino a la virtud aristotélica no es fácil, exige esfuerzo y tesón. La virtud que forja nuestro carácter estará pues relacionada tanto con nuestro deseos y sentimientos, como con las acciones que realizamos. Tener buenos sentimientos, pero no llevarlos a cabo, por la flaqueza de nuestro carácter y la debilidad de nuestra voluntad nos hace débiles moralmente. Y vale de bien poco.

Las principales virtudes que debemos fomentar en la forja de nuestro carácter se dividen en varias categorías para el sabio estagirita; por un lado, las virtudes intelectuales o como él las llama dianoéticas, que se dividen en las del intelecto teórico: Inteligencia/Sabiduría/Ciencia. Y en las del intelecto práctico: Prudencia/ Arte o técnica/Discreción/Perspicacia/ Buen consejo

Por otro lado, tenemos las virtudes propiamente éticas y que ayudan a conformar nuestro carácter, tendrían dos ámbitos. El primero tendría que ver con nuestro autodominio, especialmente de las pasiones, que habrían de ser controladas y dirigidas por la razón. Serían: Fortaleza o coraje/Templanza o Moderación/Pudor. Y finalmente aquellas destinadas a ayudarnos a encajar en nuestras relaciones humanas y a ser miembros productivos de nuestra sociedad: Justicia/Generosidad o liberalidad/Amabilidad/ Veracidad/ Buen humor/ Afabilidad o Dulzura/ Magnificencia/ Magnanimidad.

La principal virtud dianoética que debemos practicar es la prudencia, que es la que nos permite alcanzar la sabiduría práctica. Y en la que merece la pena detenernos porque es una guía para la aplicación de todas las demás. Practicarla es la que nos ayudara a tomar decisiones útiles a medio y largo plazo y no dejarnos vencer por la urgencia de la inmediatez. Y tiene que ver con esa frase que ha quedado en el imaginario común de la cultura occidental de la virtud está en el medio. Claro, que mucha gente malentiende el verdadero significado de esta frase de la sabiduría popular heredada de la ética aristotélica. No se trata de ponderar dos opciones y cortar por la mitad, puesto que poca sabiduría habría en ello si una de las opciones por ejemplo está situada en una posición muy extrema y la otra fuera más moderada. El término medio sería aquel situado entre el exceso y el defecto, de la situación ponderada en sí, no de quienes mantienen una u otra postura. El coraje sería el término medio entre la cobardía y la temeridad, como ser generoso lo sería entre el derroche y la mezquindad. Aristóteles es muy consciente de que la vida está llena de grises y que cada situación merece una aproximación diferente, guiada por esta sabiduría práctica, que nos hace reflexionar críticamente y encontrar la decisión y el comportamiento adecuado a cada situación. Se alaba mucho a aquellos que se comportan virtuosamente de forma natural, pero no es el caso de Aristóteles, pues ese comportamiento si no está precedido de esa sabiduría practica bien puede llevar a tomar malas decisiones, recordemos aquel refrán de la sabiduría popular de “Los cementerios están llenos de buenas intenciones”.

Si logramos forjar nuestro carácter, con buenas virtudes, al calor de la prudencia y el adecuado uso de la sabiduría práctica en su aplicación, habremos ganado mucho en el camino a la felicidad. Sabiendo que el comportamiento individual está estrechamente relacionado con el papel social que nos toca jugar, y, por tanto, una sociedad donde no predomine la virtud de la justicia sería una sociedad profundamente infeliz que nos incapacitaría como individuos a disfrutar de la felicidad.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”