'Auge y caída del imperio de la pasión'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 23 de Mayo de 2021
'L´anniversaire'  (1915) de Marc Chagall.
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'L´anniversaire' (1915) de Marc Chagall.
'La pasión es el humanismo universal. Sin ella la religión, la historia, el amor y el arte serían inútiles'. Honoré de Balzac

'La pasión, incluso en las cosas buenas, debe ser templada y reposada'. Cicerón

En un mundo ideal el equilibrio entre pasión y razón sería lo común, no lo extraordinario, pero no vivimos en un mundo ideal y la bipolaridad del ser humano rara vez aboca al equilibrio entra ambas almas que se disputan el corazón humano. La pasión nos convierte en héroes, muy por encima de nuestras posibilidades, nos eleva más allá de lo que creíamos posible y nos enaltece a ojos propios y ajenos. La pasión, igualmente, puede convertirnos en monstruos, llevarnos a hacer cosas terribles que jamás hubiéramos creído posible, transformarnos en la peor versión de aquello que podríamos imaginar. Héroes o monstruos, elevados por las olas de la pasión, cegados o iluminados, según la perspectiva que adoptemos. Puede que para algunos seamos héroes, dignos de alabanza, y para otros monstruos, lo más depravado que puede ser el ser humano. Ese es el oscuro secreto del corazón humano que se deja llevar por la pasión, puede elevarnos, pero a su vez hacernos caer en el más profundo de los abismos morales.

Puede que para algunos seamos héroes, dignos de alabanza, y para otros monstruos, lo más depravado que puede ser el ser humano. Ese es el oscuro secreto del corazón humano que se deja llevar por la pasión, puede elevarnos, pero a su vez hacernos caer en el más profundo de los abismos morales

La filosofía, más de dos mil quinientos años después de iniciar su análisis del comportamiento humano, no lo tiene claro, y nosotros tampoco, pero nos conformamos con arrojar unas migajas de luz a la comprensión de ese conflicto que nos define, donde la delgada línea entre convertirnos en héroes o devenir monstruos pende de un hilo. La etimología cifra el origen en dos términos latinos; passio, la acción de sufrir, y pati, experimentar, soportar, sufrir también. Los filósofos de la antigüedad tendían a atribuir el término pasión a todo aquello que experimentamos, sufrimos. Un uso más moderno del término suele atribuir el estado pasional al desequilibrio psicológico que experimentamos cuando un sentimiento nos desborda, y cedemos el control de nuestras acciones de la razón a la pasión que lo ha provocado. Los estoicos siguiendo la estela de uno de sus fundadores, Zenón de Citio, allá por el siglo IV a.C., lo definían con dureza; es un estremecimiento del alma opuesto a la recta razón, y contra natura. Acentúan la dualidad entre razón y pasión, como otros filósofos con posterioridad harían, destacando su irreductibilidad. Kant en su Antropología en sentido pragmático llega a calificarla como una enfermedad; la pasión (es) como una enfermedad causada por la ingestión de un veneno o una degeneración, que necesita un médico de almas interior o exterior, el cual, sin embargo, las más de las veces, no sabe prescribir ningún medio curativo radical, sino casi exclusivamente paliativos. El filósofo alemán recalca que la especie humana, a pesar de los desmedidos esfuerzos de las fuerzas ilustradas, no ha sido capaz de encontrar un remedio a las pasiones desaforadas que contaminan la racionalidad de nuestras acciones. Con suerte, somos capaces de administrar paliativos que nos conceden momentos de lucidez, entre ceguera y ceguera, donde no nos dejamos atrapar en esa vorágine pasional. La pasión, que tanto adoramos y a la que tanto elogiamos, sin pararnos a pensar en las consecuencias. Ante el sentimiento del deber enmudecen las más rebeldes pasiones, afirmaba Kant, argumentando cómo sobrevivir a la ceguera.

Las pasiones, jueguen el papel que jueguen en nuestro devenir, son capaces de impactar en nuestra voluntad de manera mucho más decisiva que la razón. Solo hace falta realizar un breve ejercicio mental y dictaminar racionalmente qué tipos de hábitos impulsados por deseos apasionados nos resultan dañinos y debemos abandonarlos, y qué difícil nos resulta, aunque estemos plenamente, y racionalmente, convencidos de ello

No todos los filósofos se alinearían con este desprecio o resignada aceptación de la pasión como parte esencial de la naturaleza humana. Para Nietzsche, como para cualquier filosofía vitalista, lo que nos definen son las pasiones. Sin ellas toda fuerza creativa que eleva nuestro espíritu quedaría enterrada bajo la cosmogonía de una razón totalitaria que encerraría lo mejor que hay en nosotros. El propio Hegel, que no deja de encarnar una filosofía romántica en la cúspide de su poder, la define de una manera positiva; tendencia o impulso poderoso que permite unificar todas las energías espirituales y llevar a buen término una obra, un proyecto, una realización histórica. Las pasiones, jueguen el papel que jueguen en nuestro devenir, son capaces de impactar en nuestra voluntad de manera mucho más decisiva que la razón. Solo hace falta realizar un breve ejercicio mental y dictaminar racionalmente qué tipos de hábitos impulsados por deseos apasionados nos resultan dañinos y debemos abandonarlos, y qué difícil nos resulta, aunque estemos plenamente, y racionalmente, convencidos de ello. La pasión y el deseo se alimentan, y a veces se devoran, o nos devoran. A pesar de los esfuerzos de elaborar éticas meramente sujetas a la razón, aquellas que se apegan a la empatía, a los sentimientos, parecen más certeras a la hora de diagnosticar qué motiva a realizar buenas acciones. Descartes decía que el bien que hemos hecho nos proporciona satisfacción, que es la más dulce de todas las pasiones. La lógica puede dictaminar que una acción es la mejor que podemos realizar, pero sin la fuerza motora de la pasión difícilmente encontrara fuerza motriz que venza a las dificultades. La pasión es una fuerza de la naturaleza, de nuestra naturaleza, y como toda fuerza natural, no tiene en sí una brújula moral, que sí que proporciona la razón. O ambos elementos, pasión y razón, están alineados, o la catástrofe asoma.

La pasión es una fuerza de la naturaleza, de nuestra naturaleza, y como toda fuerza natural, no tiene en sí una brújula moral, que sí que proporciona la razón. O ambos elementos, pasión y razón, están alineados, o la catástrofe asoma

El filósofo ilustrado Diderot ahonda en la necesidad de la pasión como motivadora de los grandes cambios; solo las pasiones, las grandes pasiones, pueden elevar el alma a las grandes cosas. Habría que, críticamente, dilucidar qué entendemos por grandes pasiones, que como hemos visto pueden resultar tan enaltecedoras como destructivas, y qué entendemos por grandes cosas, pues si algo nos ha quedado claro en la historia es que grandes propósitos no implica necesariamente grandes beneficios, ejemplos recientes no faltan. Lo que si nos queda claro es que dado que la pasión forma parte de nuestra naturaleza, si queremos poseer algún tipo de control sobre los efectos que ejerce en nuestra voluntad, y deberíamos querer ejercer ese control, debemos conocerlas. Conocernos a nosotros mismos, lema esencial con el que nació la filosofía, implica conocer tus pasiones. Discriminar las que te hacen mejor persona de aquellas que no. Sin ese autoconocimiento, autodiagnóstico, de nuestras fuerzas y debilidades, poco podremos hacer, si queremos ejercer un poco de control hacía donde vamos.

Anatole France, premio nobel de literatura en 1921, siempre comprometido con causas justas y honorables, tenía claro cuáles eran nuestros puntos débiles: solo se ejerce una fuerte acción sobre los individuos apelando a sus pasiones o a sus intereses, no a su inteligencia. Triste verdad que aclara lo difícil que nos resulta no caer en el egoísmo, cuando únicamente nos guía el interés propio, o en la sublimación de la estupidez, cuando dejamos que manipulen nuestras pasiones. De ahí la importancia que tiene ser capaz de evaluarlas, sin conocimiento de aquello que nos impulsa, somos como niños perdidos y desorientados en el bosque. Uno de los ejes en torno a los que hemos sido capaces de construir una civilización, en tanto que nos permite la convivencia al dirigir las pasiones individuales a un interés colectivo, es el derecho, Sin ese invento, tan esencial para dictaminar si una sociedad es o no civilizada, no podríamos convivir, o expresado en las palabras de Henri D. Lacordaire; la libertad no es posible más que en aquellos países donde el derecho predomina sobre las pasiones.

Si nuestra fuerza de voluntad tuviera el mismo ímpetu, o insistencia, en cumplir aquellos compromisos que nos dicta la razón, y no solo los que provienen de la fuerza de las pasiones, probablemente tendríamos menos resbalones en la vida

Si nuestra fuerza de voluntad tuviera el mismo ímpetu, o insistencia, en cumplir aquellos compromisos que nos dicta la razón, y no solo los que provienen de la fuerza de las pasiones, probablemente tendríamos menos resbalones en la vida. Se podría decir que también sería menos colorida, más aburrida y probablemente monótona, si decidiéramos andar únicamente por las seguras aceras de la razón y no por los acantilados de la pasión. Un equilibrio entre ambos senderos por los que transitar sería lo que dictaminaría el sentido común, pero como primo hermano de la razón, posee las mismas debilidades que ésta, y no siempre perdura ante los ataques desaforados de los impulsos de las pasiones. La experiencia viene en nuestra ayuda, la madurez dada por el paso de los años, si le prestamos atención. El sabio consejo del estoico Montaigne, siempre certero, dibuja la realidad del peso del tiempo en las extravagancias que estamos dispuestos aceptar; el tiempo es la soberana medicina de nuestras pasiones, pues proporciona nuevos y diversos objetos a la imaginación, que borran las antiguas impresiones por profundas que sean. Qué difícil nos resultaba tomar algunas moderadas decisiones en nuestra adolescencia o juventud. En la madurez si somos más conscientes de que ese dolor, ese anhelo, que tan urgente y desesperado nos parecía, pasará. Hasta el apasionado Nietzsche aconseja saber esperar; la pasión no sabe esperar. Lo trágico de la vida de los hombres estriba frecuentemente en no saber esperar.

Espejismo, probablemente, causa de locuras, heroísmos, monstruosidades, y de grandes obras de arte. Todo hay que decirlo. Pero sin espejismos que calmen, aunque sea imaginariamente nuestra sed de trascendencia hacía otros, qué difícil resulta sobrevivir en el desierto en que a veces se convierte la vida

Ah, el amor, no se nos podría olvidar, la pasión de las pasiones, donde el alma envuelve al cuerpo en palabras de nuestro pensador alemán, donde cuando se ama parece que el alma es diferente de la que se tenía antes; que gracias a esa pasión se ha elevado y engrandecido en todos sus sentidos, decía Blaise Pascal, reverso oscuro de esa filosofía vitalista de Nietzsche. Espejismo, probablemente, causa de locuras, heroísmos, monstruosidades, y de grandes obras de arte. Todo hay que decirlo. Pero sin espejismos que calmen, aunque sea imaginariamente nuestra sed de trascendencia hacía otros, qué difícil resulta sobrevivir en el desierto en que a veces se convierte la vida, mientras caminamos sin descanso, desorientados las más de las veces, hundiéndonos en la arena de nuestros pesares, con algún oasis esparcido al azar, obligados a abandonarlos tras reposar brevemente. La sabiduría del moralista francés del XVII ilumina las contradicciones de ese amor pasional que nos lleva quién sabe a dónde, pero rara vez a dónde queremos ir. El juego de ausencias y presencias, siempre determina nuestro deambular, o como dictamina  François la Rochefoucauld: la ausencia disminuye las pequeñas pasiones y aumenta las grandes, lo mismo que el viento apaga las velas y aviva las hogueras. Las pasiones más débiles son meros entretenimientos, las intensas son peligrosas, ambas inevitables. De tal manera que se da la curiosa paradoja que resalta el ensayista francés; muchas veces la pasión torna necio al hombre más cuerdo y cuerdo al más necio.

El problema de las pasiones, como de los deseos en los que se concretan, es que son como agujeros negros que se lo tragan todo, nunca satisfechos. Rara vez nos sentimos saciados de una pasión intensa, las débiles las vencemos con cierta facilidad y de ello nos enorgullecemos, pero los deseos intensos rara vez son saciados. Séneca, optimista en su estoicismo, creía que es inevitable sucumbir a las pasiones, pero sí que está en nuestra mano moderarlas, siendo conscientes que forman parte intrínseca de lo que somos: un hombre sin pasiones está tan cerca de la estupidez que solo le falta abrir la boca para caer en ella. El pesar que deberíamos sentir es que las pasiones más destructivas sean las más intensas; ¿por qué no situar por encima el amor, la amistad, la compasión? Tristemente, es más común  sucumbir al odio, la envidia o el miedo en su lugar. Si las pasiones han de dominarnos, elijamos aquellas que nos vuelven mejores personas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”