Críticas feroces

Blog - El camino equivocado - Guillermo Ortega - Jueves, 23 de Julio de 2015
Nacho Vegas.
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Nacho Vegas.

Estoy leyendo a Kiko Amat, que escribe estupendamente, es un apasionado de la música y no tiene pelos en la lengua, cuando algo no le gusta, lo dice a las bravas. Esta es una de sus sentencias: “Es innegable que la Gran Bretaña es culpable de numerosos crímenes contra la humanidad: Sudán, India, la Thatcher, la hambruna irlandesa de 1845, Bloody Sunday y Radiohead, por nombrar sólo un puñado de atrocidades inexcusables”.

No podría estar más de acuerdo: menuda porquería de grupo, Radiohead.

Comparto con él ese punto corrosivo, si bien es cierto que Amat es capaz de llegar mucho más allá, que para eso junta las letras muchísimo mejor. El otro día, al leer esa y otras sentencias suyas, me dio por desempolvar viejos artículos musicales que yo había escrito. Es la ventaja de tener algo parecido al Síndrome de Diógenes.

Ojo, no me las estoy dando de gracioso, es sólo que, lo diré otra vez, de la música no hago cuestión de Estado. No tengo nada personal contra casi ninguna estrella del rock. Y además, a estas alturas sé disociar persona y personaje. Un artista mediocre puede ser un pedazo de pan y un crack, un tipo repulsivo.

Matizado esto, empiezo y lo hago por orden cronológico. En 1992, cuando los Héroes del Silencio iban a tocar en la feria de Málaga, escribí sobre Bunbury que era “una mala copia de Bono y Jim Morrison, aunque sin el carisma del primero ni la inteligencia del segundo”. Me arrepiento muchísimo: ahora odio a esos dos casi tanto o más que a él.

En 1993, para purgar algún pecado que habría cometido, me mandaron cubrir la actuación de Mike Oldfield en La Malagueta.  Me aburrí soberanamente, como casi todos (aunque luego lo negaran) y me ofendió  la presencia de algunos secundarios. “No entiendo –escribí- por qué delega en payasos para estas funciones. Imagino que debe pensar que a la gente hay que tenerla distraída como sea (consciente, supongo, de que de lo contrario puede sobrevenir el muermo) y consiente que salte al escenario un tiparraco vestido con chaqueta de piel de leopardo y con el pelo pintado de amarillo para aullar en play-back”.

Por cierto, al día siguiente me llamaron varios amables lectores del periódico donde escribía para afearme mi conducta. “Tú no has estado en el concierto”, vociferó uno. “Para mi desgracia sí que estuve”, contesté. Y colgó, claro.

Años después, trabajando ya en Algeciras, hice la previa de un concierto de La Habitación Roja. Me pasaron un disco (entonces ocurrían esas cosas) y no llegué a la tercera canción, porque las letras me estaban haciendo sentir vergüenza ajena. “Cuando un nuevo grupo es casi unánimemente aclamado por la crítica especializada y saludado como la nueva esperanza del pop patrio, es lógico que suscite cierto interés (…) Pero cuando el cantante, de voz ligeramente aflautada, se destapa diciendo que ha llegado a su casa y se ha encontrado sentimientos congelados en la nevera, y que por ello se ve forzado a salir a la calle a comprar un poco de ilusión, la decepción es palpable”, conté.

En noviembre de 2000 tocaron en mi tierra Sexy Sadie, unos caraduras que recurrieron a los instrumentos pregrabados. Por eso protesté así: “Sexy Sadie actuaron el viernes en la Politécnica de Algeciras acompañados por un amigo invisible que era un portento. Tan pronto tocaba los teclados como el sitar, el violín o el saxo. Tres hurras por el amigo invisible y enlatado, que lo hizo de muerte”.

En el segundo párrafo profundicé : “Vinieron con él porque deben tener un problema de autoestima o de falta de confianza en sus posibilidades. Esos instrumentos suenan en sus discos arropando una base de guitarra, bajo y batería. El problema llega en el directo, cuando el grupo hace números y ve que no puede ir tocando por ahí con una orquesta detrás. Es cuestión de elegir entre prescindir de los arreglos y dar la cara con lo que se tiene, o meterlos pregrabados, opción esta última por la que se decantaron los baleares y que resulta, en el mejor de los casos, una decepción. Y en el peor, un fraude”.

Tampoco salió bien parado Mad Professor de su visita a Tarifa en el verano de 2001. “Sin tener la delicadeza de saludar, se situó en la parte derecha del escenario para limitarse a pinchar canciones y poquito más, dejando el protagonismo a sus tres vocalistas, dos mujeres y un hombre. Tras una hora de soserío, el de Guyana, que nunca puso mayor empeño por enganchar al personal, se fue por donde vino sin decir ni con Dios”.

Ni Patrick Hazell, a quien en el titular de la crónica definí como “hijo plúmbeo de un blues menor”. Tocaba el piano, pero también la armónica y unos platillos que hacía sonar juntando las rodillas. “Su concierto se movió entre ese blues llorón, plúmbeo y arrastrado –en el que demostró ser una autoridad, casi una eminencia- , los ejercicios de estilo más próximos al jazz que al blues y dos o tres medios tiempos cercanos al pop en los que se pareció, horreur, al mismísimo Elton John”.

Los últimos párrafos delataban mi hastío. “Le dio por interpretar el clásico Summertime y, entre que su ejecución fue, más que ramplona, terrible -¿hacía falta cargársela, Patrick?- y que en el Florida hacía un frío horroroso, éste que lo es empezó a reflexionar en su butaca. ¿Realmente hay que sufrir sin necesidad?, se preguntó. No; sufrimientos, los que nos mande la Madre Naturaleza”, se contestó. Así que cogió la puerta”.

Uff, quedan algunos, trataré de ser breve. De 12Twelve resalté sus “irritantes desarrollos de rock progresivo” y su “guitarra chirriante cuyo sonido, en ocasiones, recordaba a un gato al que están martirizando a base de bien”. Del Sr. Chinarro, su tendencia, como la de otros muchos de la “hornada independiente” a  tocar “mirando al infinito o a sus propios pies. Músicos que se limitan a anunciar el nombre de su siguiente canción tras dar un simple ‘gracias’, que se niegan a transmitir un poco más de lo que el asistente sentiría al oír sus discos”.

Dejo para el final a Nacho Vegas , lo peor de lo peor, que tocó en Algeciras con Fernando Alfaro. Empecé diciendo que Alfaro “se portó como un músico responsable, honesto y profesional. Nacho Vegas, como una estrellita caprichosa de tres al cuarto. Si se repartieron el caché a medias, está claro que el primero salió perdiendo”.

“Nacho Vegas –añadí- estuvo sin estar, más pendiente de beber un trago de cerveza entre tema y tema que de interpretar y limitándose a cumplir con el expediente. Se le debería caer la cara de vergüenza, porque la culpa de que la gente no viera un concierto de dos personas fue enteramente suya”. Y no se me olvidó mencionar que tiene “una voz feísima” ni que “distó mucho de contentar al personal con esas largas historias con las que trata de emular a Dylan pero se queda, lamentablemente, en Sabina”.

A otros, a muchos, los he puesto muy bien. Otro día tocará hablar de ellos.

 

 

Imagen de Guillermo Ortega

Guillermo Ortega Lupiáñez (Algeciras, 1966) es licenciado en Periodismo. Empezó a trabajar en 1990 en el desaparecido Diario 16 y después pasó a Europa Sur y Granada Hoy. También lo hizo durante un breve periodo en la Ser y colaboró en El Mundo, Ideal y ABC. Durante algo más de un año fue columnista en Granadaimedia. Ha sido encargado de prensa en los grupos municipales de UPyD y Ciudadanos en Granada y ahora trabaja en prensa del PP. Ha publicado cuatro libros: Cuentos de Rock (2008), Los Cadáveres Exquisitos (2012), Horas Contadas (2014) y La vida sí que es una pelea (2016).