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Cuando fuimos existencialistas

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 19 de Enero de 2020
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'Como todos los soñadores confundí el desencanto con la verdad'. Jean-Paul Sartre

Hubo un tiempo en que  adolescentes y jóvenes llevaban con orgullo ser existencialistas, eran de Sartre o de Camus, y defendían con saña a uno u otro, como si se tratara de un Madrid-Barcelona. Hubo un tiempo en que no era raro que en las tabernas y los bares, entremezclado con los humos, con afrodisiacas libaciones y peculiares olores, se debatiera a muerte sobre el sentido de la existencia, sobre cómo llenar ese vacío y esa angustia que describía La náusea de Sartre, o cómo el único problema filosófico realmente importante era el suicidio, o eso parecía ser la tesis de partida de ese embriagador ensayo de Camus, El mito de Sísifo. Hubo un tiempo en que no se podía comprender el malestar que denunciaba el feminismo, originado en la falta de elección de libertad que a la mujer, por el mero hecho de serlo, se le arrebata desde su nacimiento, sin citar El segundo sexo de Simone de Beauvoir. La filósofa, con entidad propia, más allá de acompañar en su viaje vital a Sartre, nos recordaba que el problema de las mujeres es un problema de los hombres, causado por ellos. Las mujeres, dada la opresión familiar, social y cultural, tienden a aceptar los roles que los hombres les exigimos que adopten, sin poder expresarse con plena libertad, han de ser madres, amantes, compañeras, confidentes, fieles, todo ello en un silencio abrumador, como si su esencia fuera anterior a su existencia, y tuviera que ser así. Pero la clave del existencialismo es la contraria, existimos primero, luego somos. Adoptar esos roles es una elección, y cada mujer puede ser libre, a pesar de todo, y decidir no hacerlo. Ser lo que ella quiera ser, sin papeles preconcebidos que interpretar, y menos aquellos basados en la dialéctica de dominio tan peculiar de la cultura patriarcal.

Todos esos tiempos parecen hoy muy lejanos en el horizonte de adolescentes y jóvenes, a los cuales si se les preguntara por el conocimiento de estos autores o de estas obras, te mirarían como si les estuvieras hablando de la edad de piedra. Culpa no de ellos, todo hay que decirlo, sino del clima educativo y cultural en el que se han educado

Todos esos tiempos parecen hoy muy lejanos en el horizonte de adolescentes y jóvenes, a los cuales si se les preguntara por el conocimiento de estos autores o de estas obras, te mirarían como si les estuvieras hablando de la edad de piedra. Culpa no de ellos, todo hay que decirlo, sino del clima educativo y cultural en el que se han educado. Si fuéramos más allá de autores u obras y les preguntáramos por el sentido de la vida o el sentido de su existencia, estarían a un paso de creer que estamos como un cencerro y pedir que nos encierren en cualquier lugar donde dejemos de importunarles y a ser posible se arroje la llave de la celda al océano. No sea que vayamos a distraerles de lo importante, la longitud de las uñas postizas de Rosalía, o el ultimo cotilleo sobre una supuesta infidelidad de algún torero o futbolista famosillo.

Sartre afirmaba que el hombre está condenado a ser libre, lo que no es incompatible con que también estemos condenados a ser idiotas, qué le vamos a hacer. Probablemente estemos destinados al fracaso en la pretensión de intentar despertar el interés de los jóvenes en este movimiento filosófico, tan trascendental en el siglo XX, pero si hemos de fracasar, trataremos de hacerlo de manera amena, recordando qué significa ser existencialista, su vigencia en nuestros tiempos, y porqué está filosofía despertó la imaginación y animó a la rebelión y a la búsqueda de la libertad a toda una generación de jóvenes, y de no tan jóvenes.

Si tenía sentido en pleno siglo XX, aún más sentido tiene en estas décadas del XXI donde andamos tan desorientados como una prostituta en un mundo sin aceras, en una políticamente incorrecta frase de Emile Cioran, otro filósofo amargado por el (sin)sentido de la existencia.

Para el existencialista existe un abismo entre el mundo conceptual y la manera que tenemos de experimentar la existencia, reclamando que debemos centrarnos en ella, independientemente de que seamos capaces de comprender su lógica, porque quizá no la tenga

El existencialismo no solo es una manera de filosofar, es una manera de comprender las incógnitas de la vida. En su momento trascendió el mundo del pensamiento e impregnó movimientos literarios, artísticos, culturales. Para el existencialista existe un abismo entre el mundo conceptual y la manera que tenemos de experimentar la existencia, reclamando que debemos centrarnos en ella, independientemente de que seamos capaces de comprender su lógica, porque quizá no la tenga. No hay un existencialismo, como no hay un solo sentido de la existencia; hubo desarrollos ateos de este movimiento filosófico y cultural, hubo movimientos existencialistas más místicos y abiertos a la vivencia del sentimiento religioso, al igual que hubo en algunos casos interés por conciliar la emotividad y libertad que caracteriza la vivencia existencial humana, con la fría racionalidad científica, mientras en otros casos el existencialismo derivó en irracionalismos y furibundas críticas al progreso tecnológico y científico. Igualmente hubo un existencialismo políticamente abierto a los movimientos revolucionarios de izquierda, y otros cuyo balance político derivó en conservadurismo. Todos ellos tenían una cosa en común, en sus múltiples diferencias, comprender la experiencia vital de existir, preguntarnos sus límites, sus aporías, sus emociones, su destino o carencia del mismo.

Ante esa horrible sensación, darnos cuenta que existimos a partir de la nada y que a ella volvemos, es cuando es posible lo positivo en el pensador alemán, Heidegger, la posibilidad de la libertad. Actuar impávidos ante nuestro origen y nuestro destino, la nada y la muerte, es lo que nos hace vivir una existencia autentica.

Heidegger nos plantea una dura aporía existencial; la raíz de la existencia se encuentra anclada a la nada, pero eso es precisamente lo que nos dota de libertad, veamos; la existencia tiene un lado banal, inauténtico, convencional, aburrido, es decir todo eso que llamamos la gris cotidianidad que vivimos un día tras otro. Y por otro lado la existencia autentica, que es la que nos lleva a darnos cuenta precisamente de lo negativa que es esa existencia, que no puede desembocar en otro sitio que en la angustia, al darnos cuenta que nuestra existencia está arraigada en la nada. Ante esa horrible sensación, darnos cuenta que existimos a partir de la nada y que a ella volvemos, es cuando es posible lo positivo en el pensador alemán, la posibilidad de la libertad. Actuar impávidos ante nuestro origen y nuestro destino, la nada y la muerte, es lo que nos hace vivir una existencia autentica.

Karl Jaspers, del que en estos tiempos de olvidos es especialmente recomendable una recopilación de sus discursos dados en la Universidad de Heidelberg en 1946, titulado La cuestión de la culpa. En este volumen reflexiona sobre la culpa de los alemanes en todo lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial, y las posibilidades de redimirse. Como en Heidegger es la finitud de la existencia la causa de la inquietud y la insatisfacción que continuamente sentimos. Y con evidente similitud, solo nos queda naufragar en nuestra existencia, pero es precisamente esa evidencia la que nos permite trascender. Y esa es la diferencia con su colega alemán, la esfera religiosa que se abre paso, influencia de Kierkegaard, precursor de esta filosofía trágica.

Jean-Paul Sartre fue el máximo representante francés del existencialismo ateo. Si ya vimos que en años anteriores en Alemania estos dos tipos de existencialismo, el ateo y el religioso divergían, en Francia, años después, lo harán con más virulencia

Jean-Paul Sartre fue el máximo representante francés del existencialismo ateo. Si ya vimos que en años anteriores en Alemania estos dos tipos de existencialismo, el ateo y el religioso divergían, en Francia, años después, lo harán con más virulencia. Gabriel Marcel, filósofo de orientación católica y profundos sentimientos religiosos sería el máximo representante del otro extremo, junto a otros filósofos como Lavelle o Berdiaev que acogían la corriente existencialista incorporando elementos de un espiritualismo muy presente en Francia durante las primeras décadas del siglo XX. En ambos casos, un tipo y otro de existencialistas se mostraban muy reticentes ante los avances de la ciencia y el progreso tecnológico. Creían que ambos nos alejaban de lo que verdaderamente importa; la dura lucha entre existir y ser. No es un tema nuevo la deshumanización que la tecnología puede producir en una sociedad, quizá más relevante en nuestros tiempos que en los vividos por esta generación de existencialistas.

Para Sartre no podemos escapar de la responsabilidad porque no podemos dejar de ser libres; esta peculiar pretensión tiene fácil (más o menos) explicación: la existencia precede al ser, es decir, no nacemos diseñados con un propósito concreto. Una pistola, o cualquier otro objeto manufacturado, solo tienen una función, hacer daño en el caso del arma. Nosotros no venimos con instrucciones de uso, cada cual ha de tener la responsabilidad de escribir las suyas, y descubrir un sentido a su existencia. Somos aquello que decidimos hacer, somos nuestras decisiones. La libertad, la empleemos o la malgastemos es inevitable, porque no tomar una decisión ya es tomar una decisión. Es una gran responsabilidad la que el existencialismo pone sobre nuestros hombros, pues no hay destino, y eso es lo que provoca angustia, fragilidad, soledad y tantas otras taras con las que podríamos describirnos, pero a su vez, es lo que nos permite ser todo aquello que soñamos ser.

Albert Camus fue enemigo de la ortodoxia política de Sartre y sus seguidores, en ese tiempo principal figura intelectual de Francia, y por ello pagó un alto precio. Más allá de la denuncia desde la izquierda de la estupidez de ser ortodoxos, en un mundo que no lo es, y del error de caer en la mitología de que lo importante es lo abstracto, cuando lo esencial es lo concreto, la persona que sufre, ama, llora, y por tanto vive, Camus advierte del absurdo de la existencia, ese inevitable estar condenados a subir una roca a una montaña para verla caer al llegar a la cima, cual Sísifo condenado por los dioses, pero es esa situación-el lector avezado, o no tanto, ya se habrá dado cuenta que la inevitabilidad de nuestra situación existencial y cómo reaccionamos a ella es la clave de cualquier filosofía existencialista- es la que  nos permite disfrutar de lo que tenemos, ese presente que tan poco valoramos atrapados por el pasado o abducidos por el futuro. Cada día es un regalo, cada despertar una oportunidad, pues lo que nos espera es la nada de la que igualmente provenimos. Pero, qué prisa tenemos por abrazarla, mientras tengamos oportunidad de seguir respirando, de seguir amando, de seguir riendo, de seguir emocionándonos, y por tanto de seguir vivos, de existir.

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”