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La cultura y la falsa disyuntiva entre elitismo y consumismo

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 29 de Agosto de 2021
'La cultura moderna líquida no tiene ningún “pueblo” al que pueda “cultivar”. Lo que sí tiene son clientes a los que puede seducir'. Zygmunt Bauman

La cultura, en tanto la consideramos como manifestación artística de la sensibilidad humana, en cualquier disciplina, sea música, pintura, escultura, literatura, o mil expresiones más, que hacen que la especie humana sea tan peculiar respecto al resto de animales que poblamos el planeta, siempre ha tenido una tentación elitista. Y siempre ha habido ese choque entre la cultura elevada y la cultura popular. Lo sublime de su fuerza expresiva, fueran contenidos intelectuales o emotivos, parecía que solo estaban al alcance de unos pocos, iluminados o eruditos, que a través del estudio, la intuición, un toque divino, o un poco de todo ello, actuaban como intermediarios entre la manifestación artística y el vulgo, o sea, el resto de la humanidad. El vulgo, que éramos incapaces por nosotros mismos del alcanzar el éxtasis que es capaz de producir una buena experiencia artística. Más allá de que el arte sea como el sexo para disfrutarlo, y dependa del genio, la habilidad de la que nos dota la experiencia, el punto de vista peculiar de cada uno, o simplemente ponerle intención, según la fuente a la que acudas, todas algo equivocadas, todas con algo de razón, pareciera que necesitábamos a esta élite como intermediara para poder aspirar, sino a la experiencia completa, a algunas migajas de la experiencia artística y con ello poder disfrutar de la cultura.

Lo cierto, es que a pesar de los denodados esfuerzos de esta élite por mantener su posición privilegiada para decidir qué es válido y qué no, es una especie que se encuentra en vías de extinción, salvo en el alocado mercado del arte, que no en el mundo artístico en sí. Mercado que siempre parece depender más del absurdo interés económico manejado por un puñado de privilegiados

Un sociólogo francés, Pierre Bourdieu, hablaba de la existencia a lo largo de los siglos de esta élite cultural que enjuiciaba y tenía en sus manos la vara de medir del gusto artístico. En sus palabras, eran aquellos que nos iluminaban acerca de cómo debe ser y cómo no debe ser la cultura, qué merece la pena valorar y qué no merece la pena tener en cuenta. Lo cierto, es que a pesar de los denodados esfuerzos de esta élite por mantener su posición privilegiada para decidir qué es válido y qué no, es una especie que se encuentra en vías de extinción, salvo en el alocado mercado del arte, que no en el mundo artístico en sí. Mercado que siempre parece depender más del absurdo interés económico manejado por un puñado de privilegiados, que del propio arte, los artistas, y su búsqueda de nuevas formas de expresión.

A medida que lo que llamamos cultura de masas provocó que una gran parte de la población pudiera acceder a más y más contenidos artísticos y culturales, y nuevas artes como la fotografía o el cine cambiaran las reglas del juego, gracias a su reproductibilidad, esta élite fue empequeñeciendo su influencia, pero no desapareció, pues terminó por aceptar que podría haber nuevas maneras de expresión artística que no estuvieran restringidas a unos pocos,  sino que podían llegar gracias a la reproductibilidad a una significativa parte de la población.

La democratización popular de la cultura de masas tiene sus riesgos, no cabe duda, y sus callejones sin salida, de los que más adelante hablaremos, pero no debemos dudar de un logro considerable; la capacidad de cultivar el espíritu humano, de permitir que crezca las semillas de lo sublime de la experiencia estética, sin necesidad exclusiva de intermediarios que filtren y decidan qué es y qué no es

Su tarea evangelizadora cambió, perdieron influencia, y se limitan a advertirnos de nuestra incultura, y lo que nos perdemos al no saber apreciar una maravillosa ópera de Verdi, y desperdiciar nuestro tiempo, y escaso gusto, en escuchar a AC/DC, por ejemplo. Como si disfrutar, y apreciar ambas cosas, fuera incompatible. Este elitismo cultural nunca comprendió que lo sublime del arte se encuentra en la infinita pluralidad de maneras y formas que tiene de llegar al ser humano. Actualmente se limitan desde sus púlpitos a mantener la sagrada llama de un arte y una cultura que pareciera dirigida a unos pocos que poseen un elevado gusto estético, y que casualmente, pertenecen a su misma élite social y económica. La cultura, el arte, afortunadamente, han ido perdiendo su función legitimadora del exclusivismo social, al servicio del mantenimiento de unas jerarquías sociales, que distinguían a las personas cultas, casualmente ricas, de las incultas, casualmente pobres. La democratización popular de la cultura de masas tiene sus riesgos, no cabe duda, y sus callejones sin salida, de los que más adelante hablaremos, pero no debemos dudar de un logro considerable; la capacidad de cultivar el espíritu humano, de permitir que crezca las semillas de lo sublime de la experiencia estética, sin necesidad exclusiva de intermediarios que filtren y decidan qué es y qué no es. Fue y es, una oportunidad única en la historia de la humanidad. Se ha abierto un camino al arte, a la cultura, para servir a la autoidentificación y autoafirmación del individuo, más allá de jerarquías sociales. Y eso, ya de por sí es un logro considerable.

El individuo ha heredado de esta élite la responsabilidad de ser él mismo el que filtre aquello que es arte y aquello que no es arte, aquello que tiene valor cultural y aquello que no tiene valor cultural, gracias a un acceso mucho más libre a la cultura. La responsabilidad es nuestra, no de otros que nos iluminan y nos dicen qué pensar o cómo. Libertad ganada, sin duda, pero como toda libertad, es equívoco pensar que ganarla es el final del camino, es tan solo el principio, pues sin la formación y espíritu crítico necesarios, solo puede llevarnos a la frustración.

Algunas nuevas maneras de expresión artística necesitan que nos 'cultivemos' más o menos, bajo nuestra responsabilidad, no bajo el liderazgo jerárquico de otros, pero todas, más populares o menos, tienen su hueco y están a nuestro alcance, si decidimos ejercer la libertad que nos han dado, y 'cultivarnos' sin tutelaje excesivo

La experiencia artística, la cultura, está al alcance de gran parte de la población, más allá de polémicas estériles sobre si la ópera es mejor o más valiosa que la música popular, o si el arte pictórico representativo es el único que demuestra el talento de un pintor, mientras que el abstracto es un absurdo invento de aquellos que no tienen talento. Estupideces heredadas de otros tiempos. Cada tipo de arte, cada manera de expresión artística, cada uso de la técnica narrativa o poética, puede ser tan valiosa como cualquier otra. Algunas nuevas maneras de expresión artística necesitan que nos cultivemos más o menos, bajo nuestra responsabilidad, no bajo el liderazgo jerárquico de otros, pero todas, más populares o menos, tienen su hueco y están a nuestro alcance, si decidimos ejercer la libertad que nos han dado, y cultivarnos sin tutelaje excesivo. Aprender a estar abiertos, a escuchar, a tolerar lo desconocido o lo diferente, y buscar aquello que nos llene estéticamente.

Se desvalora lo que tiene valor, artístico y cultural, y la búsqueda individual de la experiencia y el cultivo de lo sublime del arte, que tanto nos costó ganar, y lo hemos dejado en manos de 'trileros', tahúres, que nos engañan, porque nos facilitan la vida, y siempre es más fácil dejar que otros nos digan qué escuchar, qué ver, qué es bueno, qué no

El problema, y esta es la cuestión, como diría Shakespeare,  es que hemos pasado de dejarnos dirigir por esa supuesta elite cultural, a dejarnos dirigir por eso que llamamos influencers, que pervierten todo lo que significa esa democratización del acceso y la apreciación del arte, la cultura y la expresión artística, y nos han convertido, con la inestimable ayuda del más salvaje capitalismo, en una sociedad de consumidores. Sociedad de consumidores, donde de lo que se trata es de despertar nuestros caprichos, anhelos, deseos, creando necesidades artificiales. Se trata de comprar aquello que no necesitamos. Y la cultura se ha convertido en una mercancía más, que estos personajes nos venden banalizándola. Nos hemos librado de lo peor del elitismo cultural, para caer en el peor del elitismo del consumo. Si antes nos decían que no estábamos preparados por nuestra incultura para apreciar lo sublime del arte, ahora convertido éste en un producto más, los influencers nos dicen que no  tenemos gusto propio, y que le dejemos a ellos que nos digan qué comprar y qué no, qué merece la pena y qué no. Ya que para ellos todo es un producto que vender para su propio y lucrativo negocio. Se desvalora lo que tiene valor, artístico y cultural, y la búsqueda individual de la experiencia y el cultivo de lo sublime del arte, que tanto nos costó ganar, y lo hemos dejado en manos de trileros, tahúres, que nos engañan, porque nos facilitan la vida, y siempre es más fácil dejar que otros nos digan qué escuchar, qué ver, qué es bueno, qué no, qué merece la pena, qué no, que el arduo esfuerzo de cultivar el propio gusto estético y aprender por nosotros mismos.

La trasformación, como denunciaba el sociólogo y filósofo Zygmunt Bauman, de un pueblo cultivado en meros clientes de la cultura, consumidores de productos culturales, indiferentes a su valor artístico, no solo banaliza el arte, la cultura, y nos trata como seres inmaduros incapaces de crecer y madurar, de cultivar nuestra sensibilidad artística, sino que además empobrece a la sociedad en general, más de lo que nos podemos imaginar. Es falsa esa dicotomía entre dejar que una supuesta elite cultural nos diga qué es arte o cultura y qué escuchar o no, y dejar que esa estupidez que crece en las redes sociales, de los influencers, nos vendan sus productos disfrazados de arte o cultura.

Es una dicotomía falsa, porque lo que la explosión tecnológica y sus avances nos ofrecen, a pesar de nuestra indiferencia, es poner en nuestras manos esa búsqueda, ese cultivo, ese continuo aprendizaje estético, ese exponernos a nuevas maneras plurales de disfrutar, de aprender,  experimentar, lo sublime que nos diferencia del resto de especies animales del planeta, el arte y la cultura. Solo es necesario voluntad para aprender, espíritu crítico para guiar. Sin embargo, ahí estamos, obcecados por empeorar en lugar de mejorar, y arrastrarnos por el barro de la mediocridad.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”