Los dilemas de dividir el cuerpo de la mente

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 14 de Octubre de 2018
'The Demon Seated', por Mikhail Vrubel (1890).
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'The Demon Seated', por Mikhail Vrubel (1890).

                       'Ninguna célula sabe quién eres ni le importa'. Daniel Dennett

Existe una larga historia intelectual de la humanidad que divide en dos nuestra compresión del mundo; bueno y malo, luz y oscuridad, masculino y femenino, consciente y subconsciente, mente o alma y cuerpo, sentimiento y razón, y podríamos seguir ad infinitum. Habitualmente, una de las partes es receptora de casi todo lo positivo, mientras que su contraparte no suele ser vista con los mismos buenos ojos, es como si hubiera la necesidad de mostrar, que a su vez, el ser humano está conformado por una dualidad que no termina de encajar como debiera, probablemente influjo de las antiguas mitologías politeístas, que debían explicar cómo encajaba la parte inmortal del ser humano, eso que se vino en llamar alma, incorruptible, eterna, con la corrupción de la carne que nos da la chispa de la vida en el aquí y ahora. Dualidad que se acentuó con la llegada del monoteísmo, que sustentaba su ansia de dominio moral en la necesidad de poseer el destino definitivo de ese espíritu, que habría de sobrevivir a la carnalidad, una parte síntoma de todo lo bueno que hay en el ser humano, razón y bondad, la otra receptora de todo lo perverso que se esconde en nuestro interior, pasiones y deseos.

La historia de la filosofía no se libra de esta dualidad ondulante a lo largo de todo el polvoriento camino que hemos recorrido como especie; Ya desde esa enigmática afirmación del sabio griego Parménides, hace más de dos mil quinientos años; el ser esel no ser no es, los filósofos se quebraron la cabeza, y se la siguieron quebrando durante siglos, interpretándola como el principio que dio lugar a dos corrientes enemigas irreconciliables, que a su vez marcaron definitivamente el sentido de la vida en numerosas culturas occidentales

La historia de la filosofía no se libra de esta dualidad ondulante a lo largo de todo el polvoriento camino que hemos recorrido como especie; Ya desde esa enigmática afirmación del sabio griego Parménides, hace más de dos mil quinientos años; el ser es, el no ser no es, los filósofos se quebraron la cabeza, y se la siguieron quebrando durante siglos, interpretándola como el principio que dio lugar a dos corrientes enemigas irreconciliables, que a su vez marcaron definitivamente el sentido de la vida en numerosas culturas occidentales. En la, aparentemente simple, frase del pensador eleata, se origina, según se interprete, la semilla del racionalismo y la del contrapuesto empirismo, producto de esa necesidad de una visión dual del ser humano, y por tanto de la realidad que lo circunda, el mundo. Para el racionalismo, el conocimiento tan solo puede alcanzarse a través de la razón, elaborando conceptos abstractos con esa funcionalidad inmaterial que llamamos intelecto (su máximo ejemplo son las demostraciones matemáticas, y de ahí a la abstracción del mundo de las ideas platónico), su contrapuesto, el empirismo, defiende por el contrario, que el conocimiento de la realidad siempre viene mediado por la experiencia, que se adquiere a través de la carnalidad que expresan nuestros sentidos, incluidos, según algunas derivaciones de la corriente de pensamiento, nuestros sentimientos. A partir de ahí, numerosas filosofías, numerosas interpretaciones del mundo, seguirían una senda u otra, de manera más o menos sofisticada, y con muchas posiciones intermedias que picaban de una concepción o de la otra.  Otra de las clasificaciones dualistas que ha acompañado a una visión u otra del mundo, y de nuestra relación con el mismo, la encontramos en la división entre materialismo e idealismo, según concibamos de una u otra manera la realidad; el materialismo asume que la realidad  es material, el idealismo que lo verdaderamente real, es inmaterial.

Esa contraposición entre alma y carne, o de manera más concreta y alejada del problema de la inmortalidad o mortalidad, entre mente y cuerpo, define enormemente  no solo la manera en la que vemos el mundo, sino, lo que es más significativo, la manera en la que estamos en el mundo. Con naturalidad asumimos que hay un ámbito exterior, el cuerpo, que se puede tocar, medir, pesar, y por otra parte algo interior, que está al mando, pero que se nos escapa su tangibilidad, llamémosle según nuestra credulidad en la religión o creencia en la ciencia, alma o mente. En la modernidad esa dualidad que marcó profundamente el dualismo de la cultura occidental tiene su centro en el pensamiento filosófico de Descartes, que no hizo sino hacer germinar las semillas que el platonismo y el cristianismo habían plantado; para el pensador francés la prioridad se encuentra en la subjetividad que encarna nuestra mente y nos permite percibir ideas claras y distintas, mientras que el cuerpo, la carnalidad, actúa como elemento distorsionador proporcionándonos ideas oscuras y confusas. Si en la antigüedad el peso del cuerpo actuaba de lastre para entorpecer la labor desbrozadora de conocimiento de la razón, en su búsqueda de la necesidad y la universalidad, y en el cristianismo era el principal recipiente de las pasiones, deseos e impulsos que nos condenaban a los fuegos eternos,  en la modernidad, el cuerpo entorpecía el nacimiento de una subjetividad pensante  que era donde subyacía el centro del sujeto, el yo que nos dotaba de identidad, aparentemente independiente de la carne que lo sustentaba.

Esa contraposición entre alma y carne, o de manera más concreta y alejada del problema de la inmortalidad o mortalidad, entre mente y cuerpo, define enormemente  no solo la manera en la que vemos el mundo, sino, lo que es más significativo, la manera en la que estamos en el mundo

Schopenhauer en el siglo XIX fue uno de los filósofos que empezó a invertir esta tendencia y recuperar el papel del cuerpo en nuestra vivencia del mundo; el ser humano no es más que el cuerpo en el que adquiere presencia la Voluntad. El dolor físico, el hambre, el deseo sexual, esas pulsiones que otros pensadores espoleados por los  guardianes de la ortodoxa moral monoteísta habían calificado de obscenas, son llevadas a primer plano, pulsiones que no parten de esa supuesta mente o alma ajena a ellas, sino del cuerpo, de la vida. El cuerpo deja de ser mero receptor de órdenes, es parte esencial del querer, de esa pulsión, de esa voluntad, los órganos de nuestro cuerpo no son sino manifestaciones físicas de esas pulsiones; los dientes, la garganta, los intestinos del hambre, los genitales del deseo sexual. Pocos años después Nietzsche retomó esa reivindicación, invirtiendo la dependencia de uno al otro, del cuerpo a la mente; Para el despierto, el sapiente, dice: cuerpo soy yo íntegramente, y ninguna otra cosa; y alma es solo una palabra para designar algo en el cuerpo. El cuerpo es una gran razón (…) tu pequeña razón, a la que llamas espíritu, un pequeño instrumento y un pequeño juguete de tu gran razón.  Estas significativas palabras de Así habló Zaratustra son un mensaje inequívoco del pensador alemán: Somos carne, mortal, corrupta. Somos pasiones y deseos, negarlos es negar la vida, y eso es lo que hemos estado haciendo durante los dos mil últimos años, llevando nuestra civilización a una hipocresía que nos negaba el verdadero mundo, el único mundo posible, el de la carne, el del cuerpo expresado en su irracionalidad, en sus pulsiones, vendiéndonos la existencia de otro mundo, puro, inalcanzable, intangible, alejado de la carne y su fragilidad.

En términos más científicos y actuales el problema del dualismo es planteado como un problema falso por filósofos actuales como Daniel Dennett que insiste en que somos maquinas, en el sentido de que somos pura biología, pura carnalidad, y que no hay ningún fantasma que la dirija. Dennett fue uno de los primeros pensadores en sugerir que dotamos a la conciencia, eso que hemos venido llamando yo, mente, de una trascendentalidad que no posee, es un  mero producto de la evolución para ayudar al cuerpo a sobrevivir: La conciencia es el poder del cerebro para representar cosas que no ocurren en el presente estricto, sino futuras o pasadas…la conciencia es ese poder. La realidad de la ciencia actual de la mente, en la que sustenta sus argumentos, puede llegar asustarnos un poco, por la cruda descripción que hace de eso que pensamos que conforma nuestro verdadero yo, que anteriormente creíamos que  estaba a cargo como si fuera un ente separado de toda la corporalidad que lo conforma, como un maquinista autónomo que dirige una maquina; si todavía existe una teoría de la conciencia como jefe supremo, es una mala teoría, afirma con contundencia el filósofo estadounidense.

Ese dualismo, mente, alma, consciencia, separando a estos supuestos entes del cuerpo, tratando a éste último como un mero vehículo de nuestra verdadero ser, es falaz, es un engaño, una ilusión, prueba inequívoca de que los seres humanos somos el animal más dotado para engañar y ser engañados

Ese dualismo, mente, alma, consciencia, separando a estos supuestos entes del cuerpo, tratando a éste último como un mero vehículo de nuestra verdadero ser, es falaz, es un engaño, una ilusión, prueba inequívoca de que los seres humanos somos el animal más dotado para engañar y ser engañados. Toda disciplina, todo intento de comprendernos a nosotros, y a través de esa comprensión el mundo que nos rodea, a través de las ciencias, de la ética, de la filosofía, de la sociología, de cualquier disciplina del conocimiento, ha de partir de la superación de esa falsa dualidad. Negando aquello que somos esencialmente, carne que se corrompe con el tiempo, anclada a un mundo que conocemos a través de sus sentidos, que sentimos a través de los sentimientos, con el que lloramos y nos alegramos a través de las emociones,  con el jugamos, a veces perdemos y a veces ganamos siguiendo nuestras pasiones, deseos e impulsos, negamos lo más verdadero que hay en nosotros, aquello que somos, nos guste o no. Podemos aceptarlo y disfrutar de sus beneficios y sobrellevar sus taras, o limitarnos a sufrir, quedándonos tan solo con las taras, esperando y creyendo que somos algo diferente, inmaterial, incorruptible, etéreo, viviendo engañados, dejando pasar el tiempo que nos devora, atemorizados de reconocer la verdad encarnada, somos cuerpo, no hay más, pero sí hay menos.

 

 

 

 

 

  

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”