La fuerza de la costumbre

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 14 de Abril de 2019
'Lujuria' (2007) ,de Rafael Rivera Rosa.
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'Lujuria' (2007) ,de Rafael Rivera Rosa.

 '¿Por qué la costumbre no es natural? Mucho me temo que la naturaleza no es más que una primera costumbre, como la costumbre es una segunda naturaleza'. Blaise Pascal

'Pensamos según nuestra naturaleza, hablamos conforme a las reglas y obramos de acuerdo con la costumbre'. Francis Bacon

Los seres humanos somos seres de hábitos, encontramos seguridad en la costumbre. Los hábitos actúan como un ancla que nos orienta en un mundo que despojado de referentes, solo puede producirnos vértigo. Las costumbres, sociales y morales, de una sociedad, no son sino la plural extensión de ese ancla, que colectivamente necesitamos para cohesionarnos, a través de esos patrones de comportamiento colectivo, esa idiosincrasia, que venimos a llamar la cultura de un pueblo. Los hábitos devienen, en lo personal, en nuestra brújula moral, a través de las sucesivas repeticiones que consolidan nuestros comportamientos, y delimitan nuestras virtudes y vicios, según la aprobación social o no, de nuestras conductas. A veces, en tiempos tan frágiles como los que vivimos, unos devienen en otros, sorprendiéndonos desconcertados en el camino. Las costumbres devienen a su vez, al menos las más comúnmente aceptadas, en leyes, produciéndose una intrincada relación entre moral social y coerción política, que siempre se mueve en arenas movedizas. Todo sencillo aparentemente, pero como todo lo que se nos presenta de manera tan clara, esconde controversias y dificultades bastante más profundas.

Ese pánico a los cambios, personales, y especialmente sociales, ha llevado a muchas de nuestras sociedades a atolladeros, cuando no a abismos, de los que no resulta nada sencillo escapar, no solo por la lucha de los privilegiados que creen que alterar las costumbres de manera acorde con los cambios de una sociedad dinámica, alterará su posición de privilegio, sino porque se piensa como se vive. Y eso afecta a privilegiados, y a aquellos que no lo son tanto, pero no encuentran el ímpetu para escapar de esa fuerza de la costumbre.

Desde los inicios de la civilización, ha habido una tensión entre cambio social y leyes establecidas, que escritas en piedra, pretenden convertir en eternas las costumbres. Los hábitos sociales de comportamiento que durante un tiempo estabilizaron y permitieron madurar a la sociedad, devienen en cadenas que impiden que la sociedad evolucione, atrapada por las fuerzas conservadoras centrifugas, que unen su destino al monopolio de esas costumbres que permitieron su prosperidad, y su prevalencia social. Ese pánico a los cambios, personales, y especialmente sociales, ha llevado a muchas de nuestras sociedades a atolladeros, cuando no a abismos, de los que no resulta nada sencillo escapar, no solo por la lucha de los privilegiados que creen que alterar las costumbres de manera acorde con los cambios de una sociedad dinámica, alterará su posición de privilegio, sino porque, como le gustaba señalar a Demóstenes, político y orador ateniense del siglo IV a. C., el alma se amolda a las costumbres, y se piensa como se vive. Y eso afecta a privilegiados, y a aquellos que no lo son tanto, pero no encuentran el ímpetu para escapar de esa fuerza de la costumbre.

Descartes, uno de los más revolucionarios a la hora de plantear un giro en nuestra manera de conocer el mundo, es curiosamente, uno de los más conservadores en su propuesta moral, condicionado por ese miedo al cambio, ese temor a exponerse a la ira de esas fuerzas conservadoras, centrifugas de la costumbre. Para el padre del cartesianismo, las reglas de su moral provisional, nombre que propone, mientras construye los cimientos del conocimiento, podrían ser hoy día el credo de alguno de los partidos conservadores que pululan por nuestro sistema político, lo que dice bien poco del dinamismo de algunos sectores sociales, que en tantos siglos, hayan evolucionado tan escasamente, debido a la fuerza de la costumbre, es de suponer. Las tres reglas son bien sencillas; la primera te conmina a obedecer las leyes y usos del propio país, conservando de manera constante la religión en la que fui educado desde la infancia por la gracia de Dios, y actuando en todas las cosas según las opiniones más moderadas y más alejadas de todo exceso

Los peligros de dejarnos arrastrar en exceso por la fuerza de la costumbre, los narra con su ingenio habitual, el compatriota de Descartes, Montaigne que nos advierte de que en verdad la costumbre es violenta y traidora maestra de escuela

En otras palabras, lo que el filósofo francés venía a decir es; no me metáis en líos, que ya anduve encharcado en una trinchera escribiendo mis reglas del método, mientras la pólvora hacía correr la sangre de mis compatriotas, en una de esas interminables guerras de religión que asolaron Europa por esos siglos. La segunda, tan cínica como eficaz para sobrevivir en tiempos tumultuosos, te pide que seas lo más firme y resuelto en las propias acciones, y seguir las opiniones adoptadas con no menor constancia que si hubieran sido verdaderas. ¡Ay! ese como si fueran verdaderas. Sí, también entre los filósofos es posible la hipocresía, sobre todo si se trata de sobrevivir. La tercera y última de las reglas de su moral provisional resume a la perfección ese conservadurismo, vital,  más que político; esforzarse siempre por cambiar los propios deseos, más que el orden del mundo, y acostumbrarse a creer que nada hay que esté enteramente en nuestro poder fuera de nuestros pensamientos. Descartes no hace más que seguir a aquellos pensadores anteriores, que como Séneca, advertían de los peligros de involucrarse políticamente  en un mundo que no quiere cambiar. Nuestro precavido filósofo era sin duda prudente, que no cobarde, recordemos su papel como soldado, pero no era nada tonto. Era muy consciente que la revolución que se avecinaba con el cambio de paradigma del conocimiento, del cual él era uno de los pioneros, traería tarde o temprano cambios en las costumbres de su sociedad, y por tanto en la ética colectiva, pero el recuerdo de las hogueras en las que habían ardido otros pioneros recientemente, como Bruno o Vanini, unido a su propia experiencia en la guerra de religión de los Treinta Años, y sus respectivos horrores, le advertía de ser prudente en sus formulaciones morales. Quizá sabía, que aunque él no lo viviera, el cambio llegaría, quizá tan solo pretendía seguir vivo el tiempo suficiente para progresar todo lo posible en la búsqueda de la verdad, a la que tanto apreciaba. Ya decía Montesquieu, algún siglo después, que nada agravia tanto a los hombres como ir contra sus ceremonias y costumbres.

Entre las excusas tontas que nos ponemos para justificar actos poco justificables, ya sea en nuestro comportamiento individual, o en el colectivo de nuestras sociedades, el primer premio se lo lleva sin duda ese por costumbre, con el que pretendemos avalarlos

Los peligros de dejarnos arrastrar en exceso por la fuerza de la costumbre, los narra con su ingenio habitual, el compatriota de Descartes, Montaigne que nos advierte de que en verdad la costumbre es violenta y traidora maestra de escuela. Pone en nosotros, poco a poco y a hurtadillas, el pie de su autoridad; pero mediante ese suave y modesto comienzo, una vez instalada e implantada con la ayuda del tiempo, nos descubre acto seguido un rostro furioso y tiránico contra el cual ni siquiera tenemos libertad para levantar los ojos. Entre las excusas tontas que nos ponemos para justificar actos poco justificables, ya sea en nuestro comportamiento individual, o en el colectivo de nuestras sociedades, el primer premio se lo lleva sin duda ese por costumbre, con el que pretendemos avalarlos. Arraigarse a las costumbres, sin reflexionar críticamente sobre ellas, sin pararnos a reflexionar que hemos de aceptar el cambio como parte del crecimiento vital, de nuestro carácter, y del dinamismo de nuestra sociedad, nos lleva a la melancolía, en el mejor de los casos, en el peor a reincidir en comportamientos viles que deberíamos haber desterrado hace tiempo.

Tres opciones disponibles tenemos; o ser cómplices, porque nos benefician o por comodidad, de costumbres que deberían ser superadas -el machismo que nos envilece es una de ellas-, o aceptar que no tienen mucho sentido, pero que no vamos a cambiar nada, y que solo vamos a ser objetos de crítica por ir contra la fuerza de la costumbre- esos maltratos a animales que vendemos como cultura e idiosincrasia de nuestro pueblo-, o rebelarnos

Tres opciones disponibles tenemos; o ser cómplices, porque nos benefician o por comodidad, de costumbres que deberían ser superadas -el machismo que nos envilece es una de ellas-, o aceptar que no tienen mucho sentido, pero que no vamos a cambiar nada, y que solo vamos a ser objetos de crítica por ir contra la fuerza de la costumbre- esos maltratos a animales que vendemos como cultura e idiosincrasia de nuestro pueblo-, o rebelarnos, sabiendo que seremos considerados iconoclastas, marginales, rebeldes, pero que sin sembrar esa semilla, nuestra sociedad ni evolucionará, ni cambiará, ni se adaptará, ni mejorará la vida de aquellas generaciones que habrán de venir. Un sencillo ejercicio debería ayudarnos a elegir qué camino tomar; qué hubiera pasado si hubiéramos nacido hace 50 o 60 años, o hace dos siglos, o hace cinco siglos, cuántas de aquellas costumbres, como golpear a las mujeres en el matrimonio, o a los hijos, para educarlos, eran vistas con total naturalidad, si siempre se había hecho así, porqué íbamos a cambiar. O si no queremos viajar en el tiempo, visitemos esos lugares donde por costumbre, y leyes, ser homosexual, o elegir con quién quieres acostarte, te puede costar cárcel, torturas o muerte, todo porque es la costumbre.

Una cultura, una sociedad, empieza a morir cuando tan sólo se reivindica apelando a sus tradiciones, no a su futuro

No hay gente más peligrosa, pero a su vez más necesaria, en una sociedad que quiere ser dinámica, abierta, y plural, que aquellos que susurrando palabras, creando símbolos, a través del arte en cualquiera de sus formas, o de gestos sociales, son capaces de provocar heridas en nuestra consciencia, hasta hacer supurar los corazones adormilados por el opio de la costumbre. Rendirnos a la costumbre como última autoridad a la que recurrir, en lo personal, en lo social, en lo político, en lo familiar, o en cualquier ámbito que se nos ocurra, nos lleva a la paradoja que nos anunciaba Proust; La constancia de una costumbre está a menudo en relación con su absurdidad. Más que nada por esa facilidad que tenemos para ver la paja en el ojo ajeno de las costumbres e idiosincrasias de otros pueblos, otras sociedades, otras personas, y no ver la viga en el propio. No hay mejor remedio que viajar, como recomendaba Voltaire, como vacuna contra el fanatismo, como remedio contra la intolerancia, que nos hace creer que los otros, tan diferentes en sus costumbres, son motivo de escarnio y repulsión, mientras las nuestras merecen devoción en el sagrado altar de la estupidez convertida en costumbre. Una cultura, una sociedad, empieza a morir cuando tan sólo se reivindica apelando a sus tradiciones, no a su futuro. Sean comportamientos morales o sean leyes, todo debe estar abierto a revisión, debate, critica, o debería estarlo, si no deseamos que la costumbre se convierta, como nos advertía Montaigne, en tiranía.

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”