Galileo y el problema del veto parental

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 26 de Enero de 2020
Galileo Galilei.
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Galileo Galilei.
'En lo tocante a la ciencia, la autoridad de un millar no es superior al humilde razonamiento de una sola persona'. Galileo Galilei

Parece mentira que en pleno siglo de la ciencia y la tecnología, con el mundo globalizado, la educación ampliamente extendida, y tantos otros y significativos avances de la civilización, la verdad se encuentre más difuminada que nunca, y caigamos una y otra vez en falsas noticias y en mitos que parecían desterrados hace décadas, si no siglos. La verdad científica siempre ha tenido confrontaciones con otras verdades procedentes de religiones, supersticiones y, hoy más que nunca, originadas en el populismo y la demagogia de algunos políticos. Pareciera que los ámbitos de la fe, cualesquiera que fuera ésta, y de la ciencia, se habían compartimentado para que uno de ellos, generalmente el de la fe, no cayera en el absurdo de seguir negando obviedades, pero debido a la irredenta estupidez del ser humano encontramos que siguen perdurando sandeces como el creacionismo, el terraplanismo u otras fábulas varias. Todo ello al amparo de una de las excusas más tontas del ser humano, cada uno tiene derecho a su verdad, y toda opinión vale lo mismo, y en esa absurda preposición se encuentra la principal causa de que se sigan cuestionando evidencias científicas. Un cóctel contemporáneo de paranoia,  ignorancia, o quién sabe qué neurona fallida que el ser humano posee, que le haga no creer las certezas de la ciencia y que nos devuelve las sombras de la superstición y el miedo de las que tanto nos constó huir. 

Curiosamente la duda, la crítica, la capacidad de corregir nuestros descubrimientos tan propios de la metodología científica y de la razón, a medida que conocemos mejor las leyes de la naturaleza, del cosmos, es uno de los motivos que estos irredentos relativistas, siempre que les conviene, sigan negando lo evidente

El protagonista de nuestro texto, que lo sufrió duramente en carne propia, ya lo expresó con meridiana claridad: Digamos que existen dos tipos de mentes poéticas: una apta para inventar fábulas y otra dispuesta a creerlas. Parece claro que una gran mayoría de la población mundial posee una mente poética. Qué pena que no vaya acompañada de algo del rigor que proporciona la razón, que supuestamente también deberíamos poseer en nuestra naturaleza, y de paso ejercitáramos la duda como principio rector de nuestras opiniones e hipótesis, porque tal y como también decía Galileo: la duda es la madre de la invención. Curiosamente la duda, la crítica, la capacidad de corregir nuestros descubrimientos tan propios de la metodología científica y de la razón, a medida que conocemos mejor las leyes de la naturaleza, del cosmos, es uno de los motivos que estos irredentos relativistas, siempre que les conviene, sigan negando lo evidente. 

Galileo Galilei no fue el primer científico, ni mucho menos, en sufrir persecución por sus descubrimientos, pero su caso es uno de los más significativos y nos ayudará a comprender la falacia de aquellos que amparándose en que hay dos vías para conocer la verdad de la naturaleza, la revelada y la científica, pretenden mantenernos en la ignorancia, desacreditando todo conocimiento que no les permita mantener el monopolio del control sobre lo que debemos pensar y cómo. La ciencia no es política y desde luego no es religión, pero toda religión y toda política deberían respetar el ámbito de los descubrimientos científicos, si quieren mantener algo de coherencia y dignidad. 

Esencialmente, en la historia de la ciencia y del pensamiento, se le conoce por su demostración, gracias a las matemáticas, a la observación de los cielos, y sus estudios de mecánica, de que la tierra  se mueve y gira alrededor del sol. No era algo nuevo, años antes ya lo había teorizado Copérnico en De revolutionibus orbium coelestium libri VI, que a su vez recogía intuiciones científicas ya predichas por sabios griegos acerca de que la tierra se movía y además, por si fuera poco, giraba alrededor del sol. Lo que no imaginaba el astrónomo polaco, que quizá sí intuyó con más claridad Galileo, y desde luego las instancias eclesiásticas que se les opusieron, era el giro tan drástico que este descubrimiento científico causaría en la cultura y la sociedad humana. El hombre dejaba de ser el centro del universo, ya no giraba todo a nuestro alrededor, una simple evidencia científica marcaría el inicio del fin de un antropocentrismo que aún sigue causando estragos. 

Una vez que estuvo seguro de la verdad científica de sus descubrimientos, se negaba a admitir como los aristotélicos pretendían, pasados convenientemente por el filtro de Tomás de Aquino, que en lo referente a la naturaleza pudieran coexistir dos verdades antitéticas. Galileo se negó a mantener sus descubrimientos en un reducido público de eruditos, tal y como le aconsejaron amigos fervientemente, y decidió disertar sobre ellos para conocimiento público

Una vez que estuvo seguro de la verdad científica de sus descubrimientos, se negaba a admitir, como los aristotélicos pretendían, pasados convenientemente por el filtro de Tomás de Aquino, que en lo referente a la naturaleza pudieran coexistir dos verdades antitéticas. Galileo se negó a mantener sus descubrimientos en un reducido público de eruditos, tal y como le aconsejaron amigos fervientemente, y decidió disertar sobre ellos para conocimiento público. Lo que sucedió es de sobra conocido: la iglesia comenzó su maquinaria para tratar de frenar lo irremediable, llamándole a Roma en 1616 para que diera explicaciones de su herejía al afirmar hechos contrarios a la biblia. La obra de Copérnico pasó a ser listada como libro prohibido y se le conminó a olvidarse del tema.

A pesar de sus intentos de reconciliarse con las instituciones eclesiásticas fracasó, los jesuitas le tenían enfilado, plenamente conscientes de las implicaciones más allá de la ciencia. Trató de librarse del acoso con una inteligente estratagema, publicó un libro: Diálogo acerca de los dos máximos sistemas del mundo, en 1632, donde dos astrónomos, uno aristotélico, Simplicio, y otro copernicano, Salviati, defendían ante un tercero neutral, Sagredo, sus demostraciones y argumentos.  De nada sirvió. Fue llamado nuevamente al tribunal del Santo Oficio, con un tono mucho más duro que en 1616, y condenado y obligado a abjurar de sus descubrimientos ante lo que definieron como “execrable y más pernicioso para la Iglesia que los escritos de Lutero y Calvino”. Galileo fue procesado, condenado y dado que se retractó, qué remedio, terminaría su vida en arresto domiciliario, obligándole a aislarse del mundo. La libertad de la ciencia sufrió un duro golpe del que tardaría décadas en recuperarse.

Tras su aparente moderación respecto a la Iglesia, existía un intento por convencer a las jerarquías de los beneficios de una ciencia autónoma frente a la religión, algo que fracasaría hasta el siglo de las luces. Lo que pretende en el fondo es algo tan valioso en su tiempo como hoy día, que la ciencia, que el saber, no pueden aislarse del mundo, pero que tampoco han de temer a la integridad e independencia de sus conocimientos, pues sin ambas características todos perdemos. Las más vastas experiencias humanas son útiles y los descubrimientos científicos han de darse a conocer porque ni la ciencia ni el saber pueden encerrarse en sí mismos por temor a los cambios que traigan. La tradición, el poder político, las jerarquías eclesiásticas, ni nadie pueden imponer una cosmovisión dogmática que vaya contra las evidencias científicas, como tampoco deberían hacerlo contra aquellas pretensiones de crear personas libres, críticas y tolerantes. Hay múltiples formas de comprender las verdades, incluso puede haber diferentes concepciones éticas, pero lo que no se puede es utilizar el respeto a la pluralidad y tolerancia para tratar de promover la presunta verdad del fanático y del intolerante. Ahí, las verdades de la ciencia son aquellas que han de prevalecer. 

La lección que nos enseña la persecución a Galileo, es a no cometer el mismo error tantos siglos después. La ciencia necesita de un espacio autónomo para el bienestar de nuestra sociedad, igualmente y más importante  es esa autonomía en la educación

La lección que nos enseña la persecución a Galileo es a no cometer el mismo error tantos siglos después. La ciencia necesita de un espacio autónomo para el bienestar de nuestra sociedad, igualmente y más importante  es esa autonomía en la educación.

Tras la posición de los gobiernos extremistas de derecha que pretenden implantar un veto parental, decidir qué conocimientos son aptos en las escuelas para sus hijos, su trasfondo es el mismo. Utilizar la tolerancia y la pluralidad propia de una sociedad democrática y libre para maniobrar en su contra. Al igual que la iglesia pretendía impedir la autonomía de los conocimientos y la verdad científica, no por ellos mismos, sino por lo que aportaban a la libertad y saber del ser humano, y los cambios culturales que iban a provocar. Esta llamada a confrontar la libertad de los padres con la de los educadores esconde la intransigencia del intolerante que pretende aprovecharse del tolerante. La ignorancia al servicio de la peor regresión cultural y científica. ¿Dónde acaba y donde comienza el control que los padres quieren imponer a la educación de sus hijos? No aceptar la diversidad de formas de comprender la sexualidad para que sean tolerantes con aquellos que no comparten la suya. No aceptar que solo hay una raza, la humana, que las etnias en lo único que nos diferencian es en el color de la piel, y el absurdo del racismo, es simplemente fanatismo y extremismo político o religioso.

No permitir que la tolerancia, el respeto y la pluralidad sean valores universales puede causar mayor daño aún. Si un padre es creacionista, o contrario a las vacunas ¿tiene derecho a que su hijo no aprenda la teoría de la evolución o a que no se vacunen?

No existe la libertad, o no debiera, para que los padres no vacunen a sus hijos, pues es una falsa libertad que niega la evidencia científica y puede causar múltiples daños. No permitir que la tolerancia, el respeto y la pluralidad sean valores universales puede causar mayor daño aún. Si un padre es creacionista, o contrario a las vacunas ¿tiene derecho a que su hijo no aprenda la teoría de la evolución o a que no se vacunen? Los padres tienen derecho a influir en la educación y valores de sus hijos, pero después, cada niño, cada niña, tiene un derecho inalienable a encontrar sus propias respuestas a las preguntas que la vida, la religión y la ciencia le ofrecen. Sin cortapisas y con plena libertad, y para ello han de proporcionarles conocimientos y herramientas.

Los hijos no pertenecen a nadie, por eso es responsabilidad de todos educarles en libertad. Los padres tienen derecho a educarlos en la moral y la religión que consideren más apropiada, pero la comunidad educativa, que no es el Estado, pues en ella están representados toda la sociedad: poderes legislativos, profesores,  alumnos, padres, tiene la obligación y la responsabilidad de que nuestros niños y niñas conozcan que existe una pluralidad de formas de vida, de religiones, de morales, que mientras respeten el amplio marco de libertad que es esencial en nuestros valores y formación como ciudadanos, es imprescindible conocer, y tolerarlas. Es sangrante, por no decir estúpido, que quienes se oponen a, por ejemplo, el velo en las escuelas, porque no coincide con los valores constitucionales, que habría que verlo, decidan prohibir a sus hijos que reciban información sobre otras culturas, formas de entender la sexualidad y sobre el respeto y tolerancia ante esa pluralidad que es la base de una sana convivencia social. Respeto a la educación de los padres para sus hijos sí, respeto para que la Comunidad Educativa le ofrezca herramientas para unos valores de tolerancia y pluralidad, también. Y ante todo, autonomía educativa, para que cuando los hijos crezcan se conviertan en adultos responsables, críticos, libres, y decidan por sí mismos. 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”