El lenguaje como juego

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 26 de Junio de 2016
Reproducción de 'Number 5', de Jackson Pollock.
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Reproducción de 'Number 5', de Jackson Pollock.

'En filosofía el ganador de la carrera es aquel capaz de correr más despacio. O quien alcanza la meta en último lugar.'

Ludwig Wittgenstein.

Aún recuerdo, en mi lejana infancia, lo soporífera que me resultaban las reglas que sometían los caprichos del lenguaje, y que aprisionaban la innata e infinita capacidad de jugar con las palabras que un niño posee, antes de que se la arrebaten en las escuelas doctrinales que canalizan nuestras vidas. Había que aprender gramática, ortografía, sujetos, predicados, sintagmas, y mil cosas de nombre extravagante que debían explicar cómo escribir y hablar correctamente. No cabe duda que con el tiempo fui aprendiendo el enorme valor de los conocimientos lingüísticos adquiridos, sin los cuales no hubiera sido capaz de aprender a escribir y a leer, con un mínimo de decoro. Otra cosa, es la duda que me despertaba el aburrido método pedagógico que por aquel entonces servía para enderezar los torcidos reglones por los que caminaba nuestra precaria ortografía y gramática. O los cambios de paradigmas lingüísticos que de un año a otro mutaban las reglas y los nombres de muchas de las cosas que tanto nos había costado aprender. En cualquier caso, si había una lección que inundaba todas las demás, era la de la seriedad y la disciplina de las reglas lingüísticas. ¡El lenguaje era algo muy serio! Al fin y al cabo, la diferencia entre la gramática del lenguaje y la de la vida, es que en la primera las reglas, las conozcamos o no, decidamos cumplirlas o no, están bien fijadas, mientras que en la segunda, ¿alguien sabría decir con certeza cuando un punto es seguido, cuando es suspensivo, cuando es aparte, cuando es punto y coma o cuando son dos puntos?

Cuál podría ser la gramática de la vida sino dudar bajo el signo de interrogación, que dirige nuestros deseos. Gozar bajo el signo de exclamación, que subyace a nuestras pasiones. Sufrir bajo los puntos y aparte que marcan nuestras encrucijadas. Suspirar perdidos en los puntos suspensivos de los que se deriva nuestra incertidumbre. Avanzar a trompicones, enredados en las comas de nuestro diario quehacer. Enfadarnos entrecomillando nuestras frustraciones. Siempre intentando aprender a vivir, a soñar, a despertar, desconcertados por una gramática sin reglas, sentido, ni razón.

 Digresiones vitales aparte, la complejidad de significados del lenguaje, su riqueza, sus matices y los ocultos entramados de poder que determinan su uso (como los machismos que esconde el uso de determinadas palabras en determinados contextos) sólo tiene sentido, sólo seremos capaces de comprenderlo, si los entendemos como un juego donde las palabras se definen por el horizonte de comprensión que nos rodea. Sus límites son los límites de nuestro mundo, por tanto, la libertad que ponemos en juego en nuestra vida está marcada por juegos de significados que dejamos que otros definan continuamente, aquellos que dominan y controlan el uso del lenguaje son los que poseen en el mundo, y como niños sin conocimiento, continuamente nos dejamos enseñar y dominar por aquellos que controlan y delimitan el uso y el significado de cada lenguaje, sin apenas reflexionar sobre ello. Y no me refiero, a la Real Academia de la Lengua, o sus equivalentes en los distintos países del mundo.

Cada Lenguaje es un Mundo, cada Mundo una Realidad, cada Realidad un vórtice de Sentidos, Cada Sentido una fuente de Significados, cada Significado una pluralidad de Interpretaciones, y cada interpretación vuelve a ser un Mundo, un bucle infinito que nos define. Cierto es que, a pesar de todo esto, a veces, un solo gesto, o una sola mirada basta para llevarnos al cielo o al infierno, más que mil palabras dictadas con el desgarro de un corazón. Pero, acaso los gestos, como las sonrisas y las lágrimas, no dejan de ser otro lenguaje con otras reglas, tan complicadas, o tan sencillas, como las lenguas con las que compartimos vivencias con los demás, o con las que dialogamos con ese ser tan desconocido al que llamamos consciencia.

Qué es la palabra con la que designamos, sino algo aparentemente arbitrario. Pero a pesar de ello, son las que definen nuestra realidad, no aquello que llamamos cosas y nos rodean. Las palabras no sólo representan cosas, estados de ánimo o sentimientos, son la esencia de su realidad. Lo irreal es aquello que no somos capaces de poner nombre, que se escapa a nuestra necesidad de definir, de nombrar, de significar. Esos gestos que rehúyen los límites de nuestras definiciones,  y se nos escurren como las horas de esas aciagas y solitarias tardes de domingo. No hay que temer a las palabras, sino al vacío que hay entre ellas.

Si hubo un pensador que diseccionó el lenguaje y revoluciono nuestra manera de entenderlo fue Ludwig Wittgenstein, filósofo vienes nacido en las postrimerías del XIX. La clave para entender su pensamiento se encuentra en una máxima muy sencilla, el lenguaje no tiene ninguna esencia, ningún rasgo común que explique la variedad de sus usos. Lo que hay es unos patrones de parecidos familiares. El lenguaje se comporta con las palabras como una caja de herramientas con los objetos que podemos encontrar dentro. Las palabras adquieren su significado al ser utilizadas, no por que definan esencialmente objetos o sensaciones. Admiten además diferentes usos, y por tanto diferentes significados. Una llave inglesa puede servir tanto para apretar como para aflojar tuercas, entre otras cosas. Las herramientas son versátiles, las palabras lo son aún más. Pensemos en palabras como losa. Siguiendo el ejemplo del filósofo, puede significar un objeto material, o que leer este texto pesa como una losa por lo aburrido que es. Como las exclamaciones, ¡auxilio! o ¡ay! Que no tienen designación ninguna en el mundo, más que llamar la atención. Palabras de amor o de odio, de confesión o de ocultación, de deseo o de posesión. El lenguaje no es otra cosa que un juego. Para explicarnos lo que quiere decirnos al hablar Wittgenstein de juegos del lenguaje, y entender que los lenguajes nunca están completos y crecen o decrecen con el uso que se le da, utiliza el ejemplo de las ciudades. ¿Cuándo está acabada una ciudad? Acaso no se extienden continuamente añadiendo a veces barrios enteros o cambiando radicalmente  la faz de algunos de sus barrios con remodelaciones. ¿Acaso antes no estaba completa? Al igual que las ciudades, los lenguajes siempre tienen espacios para nuevos usos, nuevos añadidos, perdidas, o remodelaciones. Si una ciudad empieza a ser ciudad cuando satisface las necesidades habitacionales y vitales de sus habitantes, un lenguaje lo hace sencillamente cuando cumple los requisitos comunicativos de cada contexto en el que se use.

No podemos entender un lenguaje sino entendemos una forma de vida, las practicas vitales de la comunidad de hablantes que lo utilizan. Por eso conocer una lengua no nativa, sus reglas, su ortografía, no implica que sepamos realmente hablar esa lengua, sino somos capaces de hacer una inmersión en todos los usos prácticos en los que la comunidad original emplea las palabras.  La cotidianeidad práctica de nuestra vida conforman un mundo, y el lenguaje está tan determinado por esa práctica como cualesquiera otro aspecto de ese mundo. No nos centremos tanto en la palabra en sí, en las reglas y gramáticas de los lenguajes, sino en cómo en verdad  los empleamos, como con la vida misma ¿no?

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”