'Los límites de la sinceridad'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 5 de Junio de 2022
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'Un poco de sinceridad es peligrosa, y un mucho absolutamente fatal'. Oscar Wilde

Hay pocas dudas si afirmamos que la sinceridad es una virtud, en general. Es una muestra de honestidad cuando optamos por decir la verdad de aquello que pensamos y sentimos sobre una situación, una persona o algún objeto. Sin embargo, una virtud también puede convertirse en un vicio si no estamos atentos al contexto, y puede llegar a causar más daño que beneficio. Educar a nuestra razón y a nuestras emociones, para aprender a medir el uso apropiado de la sinceridad debería ser una de las tareas principales de nuestra educación, no la de las escuelas o la de las familias, sino la propia, que tan a menudo dejamos de lado. Y aunque valoremos la sinceridad de alguien que nos da su opinión sobre lo humano o lo divino, eso no implica que esa persona tenga razón. La sinceridad es una muestra de coherencia, pero no indica nada más allá. Un nazi o un racista pueden ser sinceros en sus despectivos comentarios sobre alguien que no posee su aberrante ideología en el primer caso, o a quien no comparte su etnia o color de piel, en el segundo, pero no dejan de ser despreciables comentarios que incitan al odio. Desgraciadamente, en la política 3.0 que vive occidente con el auge de la extrema derecha, pareciera que aquellos que alientan sinceramente el odio, porque dicen lo que piensan, merecen nuestra atención, cuando lo que debiéramos hacer es, o bien despreciarlos, o bien ignorarlos, o más probablemente ambas cosas. Poca gracia y poca virtud hay en su sincero desprecio a los derechos de los otros. Goethe nos recordaba que podíamos exigirle ser sincero, pero no imparcial, términos que a veces confunde alguien que dice ser sincero, como si eso le pusiera en una posición moral privilegiada sobre las ideologías ajenas. La imparcialidad, de existir, poco tiene que ver con la sinceridad. Más nos vale no confundir ambos términos.

La sinceridad y la verdad nos iluminan algunas sombras, pero a su vez arrojan sombras sobre otros aspectos que ahora quedarán en penumbra. Es inevitable, es parte de la comprensión de la realidad

La sinceridad, como la verdad, ilumina ciertamente partes de las sombras del conocimiento, de las personas o de las cosas, pero hemos de recordar que iluminar algo implica dejar en las sombras algo también. Poner el foco sobre algo, implica olvidar alguna otra cosa. Como puntuar o resaltar un texto significa que hay partes que quedan a la sombra de lo resaltado. La sinceridad y la verdad nos iluminan algunas sombras, pero a su vez arrojan sombras sobre otros aspectos que ahora quedarán en penumbra. Es inevitable, es parte de la comprensión de la realidad.

Lao Tse, el filósofo chino del siglo VII a.C. tenía un proverbio: Las palabras elegantes no son sinceras, las palabras sinceras no son elegantes. La sinceridad es dura y correosa, y en más de una ocasión causa daño, de ahí que toda pretensión de adornarla retóricamente venga acompañada de una excusa implícita del tipo de “sé que te voy a hacer daño, así que trataré de adornarlo lo máximo posible”, nada implícitamente malo en querer suavizar algo que sabemos causara daño. Lo que si debemos asegurarnos es que es un daño irremediable, que la sinceridad merece la pena porque el beneficio es mayor, no porque simplemente deseemos descargar nuestra conciencia, o porque en realidad bajo esa sinceridad pretendamos causar un daño a otra persona que podríamos haber evitado con la prudente virtud del silencio, que de vez en cuando debemos recordar. En ocasiones callar es mejor que hablar, por muy sinceros que pudiéramos ser.

No solemos emplear mucho la sinceridad cuando no nos gusta algo que hemos hecho, y nos juzgamos con indulgencia, asociada con mentiras, que pretenden justificar lo injustificable

Harina de otro costal e igualmente difícil de calibrar, es la sinceridad con uno mismo. Cuando estamos dispuestos a hacer examen de conciencia de nuestros actos, de nuestras virtudes, de nuestros defectos, es imprescindible. No solemos emplear mucho la sinceridad cuando no nos gusta algo que hemos hecho, y nos juzgamos con indulgencia, asociada con mentiras, que pretenden justificar lo injustificable. Beneficio no nos causa esta alarmante falta de sinceridad. Aunque también hemos de sobrevivir, y al igual que el espejo nos miente para no herirnos con el ineludible paso del tiempo que lacera nuestro rostro, el exceso de sinceridad auto infligida no es necesariamente bueno. Respiremos de vez en cuando y dejemos que un indulgente aliento no termine de hacernos caer en los abismos que siempre acechan tras los avatares de la vida. Norma válida para nosotros mismos y para aquellas ocasiones en las cuales es educado alterar la sinceridad y sustituirla por la educación; El “buen gusto” como norma equivale a una amonestación para que neguemos nuestro sincero gusto y lo sustituyamos por otro que no es el nuestro, pero que es “bueno”, decía el filósofo español Ortega y Gasset, atribulado por el peso de las circunstancias que nos circundan.

Y la desnudez que acompaña en ocasiones a la sinceridad en determinadas situaciones es tan estúpido como andar despojado de ropa de abrigo en el polo ártico

La prudencia es una virtud que junto a la razón contextual debe acompañar siempre al uso de la sinceridad, especialmente en el ámbito social, familiar o entre amantes. El dramaturgo estadounidense George Bernard Shaw nos advertía que es peligroso ser sincero sino se es también estúpido. Puede que la estupidez nos proteja en alguna que otra ocasión de nuestro afán excesivo por la sinceridad, pero en otras nos deja ineludiblemente expuestos. Y la desnudez que acompaña en ocasiones a la sinceridad en determinadas situaciones es tan estúpido como andar despojado de ropa de abrigo en el polo ártico.

La obligación de la sinceridad se impone; pues el daño a medio y largo plazo es sin duda mayor que el silencio

El filósofo francés Michel Onfray en su Antimanual de Filosofía nos pone en una situación harto complicada a la hora de ejemplificar la dificultad de mesurar el momento adecuado acerca de la sinceridad; una noche ayudado por el exceso de embriaguez o impulsado por los impulsos naturales a todo ser humano, coqueteas con alguien que no es tu pareja, que cada cual defina coqueteo según su propia experiencia personal y vaya lo lejos que quiera. Si el acto de esa noche es casual, y no algo que se haya repetido o vaya a repetir, y no ha cambiado para nada tus sentimientos ni proyecto vital junto a la persona a la que quieres ¿qué has de hacer? Onfray nos aconseja callarnos, pues el daño causado por la sincera necesidad de acallar nuestra conciencia tiene repercusiones más allá que no benefician a nadie. Otra cuestión es si esa situación se repite o da lugar a un cambio de sentimientos. La obligación de la sinceridad se impone; pues el daño a medio y largo plazo es sin duda mayor que el silencio.

También nos pone otro ejemplo sobra lo negativo que resulta sacralizar la sinceridad: un día nos despertamos con la misión de ser totalmente sinceros con todos aquellos con los que nos encontremos hasta volver a la cama

También nos pone otro ejemplo sobra lo negativo que resulta sacralizar la sinceridad: un día nos despertamos con la misión de ser totalmente sinceros con todos aquellos con los que nos encontremos hasta volver a la cama. El resultado, si logras volver sano y a salvo a la cama al anochecer, puede ser devastador; romperías con gran parte de las amistades, a duras penas mantendrías el trabajo, romperías con tu pareja y si tienes hijos difícilmente no huirían rebotados lejos del hogar. Más nos vale dejar este ejercicio en un mero y filosófico experimento mental.

La sinceridad debe estar vinculada a una perspectiva sobre sus consecuencias. La insinceridad es perjudicial cuando tratamos de someter al otro, manipularle, despreciarle, aprovecharnos, pero si lo que tratamos, al no ser plenamente sinceros, es evitar causar un dolor mayor a esa persona, hemos de valorarlo antes de hablar. Es importante en este caso la honestidad de un examen de autoconciencia, pues si en realidad al que tratamos de beneficiar con la insinceridad es a nosotros mismos, por evitarnos males o dolores, es poco ético. Y suele suceder que nos inventamos excusas para la insinceridad diciéndonos que no queremos perjudicar a otros, cuando en realidad lo que deseamos es no perjudicarnos a nosotros que hemos cometido algún error o causado algún mal.

Aprender los límites difusos entre la buena sinceridad, la brutal, cuándo callarnos o cuando hablar, es una tarea hercúlea, especialmente porque la sociedad está llena de trampas que nos invitan a disimular siempre nuestros propios sentimientos para poder encajar en lo que se espera de nosotros. Kant abogaba por decir siempre la verdad, a pesar de las consecuencias, ser sinceros en todo caso. Esta postura puede causar graves daños, y suena mejor en abstracto que en lo concreto, que puede resultar catastrófica. No hay una varita mágica para saber cuándo actuar sinceramente o no, pero otro principio kantiano, este sí, puede ayudarnos; trata de pensar cómo te gustarían que actuasen contigo si estuvieras en esa situación. ¿Te gustaría una sinceridad total a pesar de que te hiriesen o preferirías no saber según qué cosas?

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”