Me equivocaría otra vez

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 30 de Junio de 2019
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'La vergüenza de confesar el primer error hace cometer muchos otros'. Jean de la Fontaine

'Los grandes errores pertenecen a los hombres de gran entendimiento'. Francesco Petrarca

La historia del error es la historia de un malentendido; que el camino del progreso es siempre cierto, recto y sin curvas. Sea progreso individual o colectivo. De ahí probablemente la mala fama que viene acompañando a la metafísica del error, y la vergüenza que nos embarga cuando hemos de reconocer que la nuestra es una historia construida a base de equivocaciones. Nuestra historia no deja de ser una historia llena de remiendos, en la que no hacemos, sino seguir el chapucero ejemplo con el que la evolución natural lleva a las especies en su curvilíneo progreso, hacia donde sea que vayamos. La incapacidad que poseemos de reconocer nuestros errores nos lleva a cometer un error aún mayor, culpar a los demás de nuestras equivocaciones, con lo que nuestra vergüenza, en caso de poseerla, aumenta en considerables cantidades. Preferimos actuar de tal lamentable manera, persistiendo, en lugar de enmendar la susodicha vergüenza. Somos incapaces de abrazar, y flirtear alegremente, con la duda sobre nuestras opiniones o acciones. De tal manera actuamos tan obcecadamente, que preferimos mantener una relación a largo plazo con el error, que reconocerlo, en una dependencia tóxica de manual. No podemos huir de los errores cometidos, como no podemos huir de nuestra sombra, más que nos pese.

De tal manera actuamos tan obcecadamente, que preferimos mantener una relación a largo plazo con el error, que reconocerlo, en una dependencia tóxica de manual. No podemos huir de los errores cometidos, como no podemos huir de nuestra sombra, más que nos pese

La filosofía liberadora de los prejuicios que coartan nuestra libertad, de John Stuart Mill, nos lo deja claro en este aforismo que deberíamos tener de pantalla de móvil, contra nuestra pretendida soberbia que nunca nos permite dudar; la fatal tendencia de los hombres a dejar de pensar en una cosa, cuando ésta ya no ofrece lugar a dudas, es la causa de la mitad de sus errores. Creer que algo es verdad, que la verdad absoluta es algo que nos pertenece, porque la hemos descubierto nosotros, o eso creemos, no provoca sino cometer un error mayor, pues la satisfacción de pretender estar en lo cierto provoca, en las sabias palabras de otro ilustre pensador compatriota de Stuart Mill, Bertrand Russell, que muchos hombres cometen el error de sustituir el conocimiento por la afirmación de que es verdad lo que ellos desean.

Para el poeta cubano José Martí tan solo el hombre sincero tiene derecho al error. El hombre sincero, el atrevido, y el genio, pues es imposible, salvo por improbables causalidades del azar, que descubramos nada que merezca la pena sin una retahíla de errores, algunos probablemente merecedores de vergüenza, pero vergüenza que deberíamos ostentar más como una medalla en el camino del progreso de la vida, que como un colgante que nos acongoje por la culpa del error cometido. Ese pensador que fue tan cotizado por los gurús antecesores, de lo que ahora en los tiempos líquidos de las pantallas se llama coaching, qué palabras inventamos para algo tan simple, Rabindranath Tagore, pone palabras a lo evidente, al decirnos que si cerramos las puertas a todos los errores, dejaremos fuera la verdad. No podemos pasar por alto que uno de los principales motivos que nos incapacita para cumplir nuestras expectativas, no son tanto nuestras limitaciones, como nuestra capacidad para engañarnos. Peor aún, son los engaños colectivos, donde nuestra incapacidad de corregir nuestros errores encuentra cómplices en la anónima masa y lleva a un delirio que solo puede convertir en pesadilla los sueños compartidos. En el primer caso, nos jugamos nuestra felicidad, siempre frágil, en el otro, nos jugamos nuestra propia viabilidad como sociedad.

En casa del herrero cuchillo de palo, proclama la sabiduría popular, y no cabe ninguna duda que dos de las disciplinas del conocimiento que más han espabilado a la especie humana y nos han llevado por ese camino lleno de curvas, pendientes y abismos que llamamos progreso, la filosofía y la ciencia, son un cumulo de historias plenas de errores

En casa del herrero cuchillo de palo, proclama la sabiduría popular, y no cabe ninguna duda que dos de las disciplinas del conocimiento que más han espabilado a la especie humana y nos han llevado por ese camino lleno de curvas, pendientes y abismos que llamamos progreso, la filosofía y la ciencia, son un cumulo de historias plenas de errores. El parlanchín Sócrates, que no tuvo tiempo, aporreando la conciencia de sus conciudadanos, para dejar nada escrito, o más probablemente no quiso escribir nada, nos lo dejaba meridianamente claro a través del testimonio de sus palabras legadas por Platón: la ciencia humana consiste más en destruir errores que en descubrir verdades. Si fuéramos conscientes de que el camino del éxito, o siendo sinceros, en la mayoría de los casos, la mera supervivencia, esta pavimentado con los esqueletos de nuestros errores, no perderíamos tanto tiempo gritando como energúmenos para tratar de convertir el error en un acierto, la mentira en una verdad, o la ignorancia en sabiduría. En numerosas ocasiones, un sencillo consejo nos ayuda a vislumbrar unos de otros: el ruido que éstos meten frente a la tranquila cadencia con la que el saber y la razón hablan, y dialogan.

Los científicos siempre lo han tenido claro, el ensayo y el error es la única manera de los seres humanos tenemos de conocer el mundo en el que vivimos. Siempre que dejemos de lado aquellos que creen en la inspiración divina, respetable, pero que nada tiene que ver con la verdad o el conocimiento del mundo. El error forma parte ineludible de ese camino hacia la sabiduría,  a través de la experimentación; en la ciencia, en la política, en el trabajo, en el amor, hasta en el sexo, especialmente en el amor y en el sexo, de los que si hiciéramos un listado de los errores que cometemos, algunos reiteradamente, nos convertiríamos en ascetas de ambos artes, por vergüenza. En cualquier disciplina humana, sea virtud o vicio, sin el aprendizaje de los errores, sería imposible alcanzar una mínima excelencia, no digamos un mínimo de habilidad. El filósofo antecesor del método experimental en las ciencias, Francis Bacon señala con acierto que La raíz de la superstición reside en que los hombres observan los aciertos y no los errores, y tienden a recordar los primeros y olvidar los segundos. Y siglos antes, el sabio romano, más perspicaz en darnos consejos que en aplicárselo a su propia vida, Cicerón, quizá atrapado por esa vergüenza en reconocer errores propios, algo tan humano, nos dejaba su consejo: Cualquiera puede cometer un error; pero solo los insensatos se aferran a él. Los segundos pensamientos son los mejores, como dice el proverbio.

Mientas más experiencia tenemos, más sabiduría acumulamos, salvo en aquellos casos  en los que algunos cegados por la soberbia, pertinazmente persisten en dejar que la ignorancia y el error campen por sus anchas, por muchas que pruebas tengan, y más allá de la abrumadora evidencia. Un brindis por ellos, sin los cuales las paparruchas que llamamos fake news, no serían posible

Mientas más experiencia tenemos, más sabiduría acumulamos, salvo en aquellos casos  en los que algunos cegados por la soberbia, pertinazmente persisten en dejar que la ignorancia y el error campen por sus anchas, por muchas que pruebas tengan, y más allá de la abrumadora evidencia. Un brindis por ellos, sin los cuales las paparruchas que llamamos fake news, no serían posible.

Tampoco seamos ilusos, la experiencia no evita que cometamos errores, ese es otro común error que cometemos; La sabiduría de los ancianos es un gran error, no se hacen más sabios sino más prudentes, decía Hemingway en sus años grises. Algo sabría, dada su dilatada experiencia con todo tipo de vicios convertidos en virtudes, y virtudes que devinieron en vicios. El escritor y humorista español Jardiel Poncela incidía en esa idea afirmando que llamamos experiencia a una cadena de errores, y Oscar Wilde, con su mala leche habitual hurgaba en la herida: la experiencia no tiene valor ético alguno. Es simplemente el nombre que le damos a nuestros errores. No es verdad, que necesariamente, haber experimentado alguna situación nos persuada de cometer los mismos errores, ni personal ni colectivamente, a las pruebas de la historia desastrosa de la especie humana, nos remitimos, o a nuestra propia biografía, que si algo sabemos con seguridad es que aquel que esté libre de errores en su vida tire la primera piedra. Sabemos que hemos tropezado, estamos tropezando y tropezaremos con la misma piedra. Al menos tomémoslo con humor. Goethe, con toda la ternura, tampoco mucha, que posee su épico poemario romántico, es capaz de darnos un consejo; busca en la persona amada sus errores, pues son precisamente éstos lo que la hacen digna de serlo.

En tiempos donde la veracidad parece haberse fragilizado de tal manera que cuesta reconocerla, por mucho que nos la pongan delante de la cara, merece la pena atreverse a pensar por uno mismo, por mucho que eso provoque errores

En tiempos donde la veracidad parece haberse fragilizado de tal manera que cuesta reconocerla, por mucho que nos la pongan delante de la cara, merece la pena atreverse a pensar por uno mismo, por mucho que eso provoque errores. Lessing, dramaturgo y filósofo alemán de la época ilustrada, es clarividente al afirmar que piensa erróneamente si quieres, pero en cualquier caso piensa por ti mismo. Cuántas paparruchas que nos tragamos cada día evitaríamos con este simple consejo. En nuestras manos tenemos seguir otro sabio consejo, de otro gran conocedor de la naturaleza humana, el escritor Jonathan Swift; un hombre no debería avergonzarse nunca de confesar que se ha equivocado: eso equivale a decir con otras palabras que hoy es más sabio que ayer. Al final hemos de elegir, como con tantas cosas importantes en la vida, qué hacemos, en las ilustres palabras del ilustrado Voltaire: algunos están destinados a razonar erróneamente; otros a no razonar en absoluto, y otros a perseguir a los que razonan. No persigamos a los que tratan de razonar, acertados o no, no nos neguemos a razonar, estemos en lo cierto o no, y aceptemos que razonar es un camino lleno de errores, sin los cuales, no hay verdad posible a encontrar. Y el único error al que tenemos que renunciar es el que nos impida continuar la búsqueda de algo parecido a la verdad.

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”