Meditaciones en torno a la escritura

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 6 de Mayo de 2018
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Pasé tanto tiempo en busca del aforismo perfecto, capaz de expresar en diez palabras las inquietudes de diez mil corazones distintos, que olvidé, que tan solo necesitaba encontrar un aforismo imperfecto, que importara a un único e imperfecto corazón.

Leer, esa práctica olvidada al albur de la comodidad de que todo te entre con la cuchara de lo audiovisual, es algo maravilloso. Ayuda a moldear y enriquecer tu personalidad, te da a conocer nuevos mundos, a comprender sentimientos y experiencias, propios o ajenos, te hace más sabio, y además, entretiene. A pesar de ello, es difícil reivindicar los beneficios de la lectura, en busca del conocimiento, por mero placer, o buscando disfrutar a la vez que adquieres una pizca más de sabiduría, que ya puestos a poner el acento, no tienen por qué estar divorciados ambos ámbitos, por mucho que un uso inadecuado del fomento de la lectura en las escuelas, desincentive, más que anime. Es difícil, porque vivimos en tiempos donde la sobreexposición a la imagen, a lo visual, deja poco espacio al esfuerzo de emplear la imaginación, imprescindible para el arte de saber leer.

Es difícil reivindicar los beneficios de la lectura, en busca del conocimiento, por mero placer, o buscando disfrutar a la vez que adquieres una pizca más de sabiduría, que ya puestos a poner el acento, no tienen por qué estar divorciados ambos ámbitos, por mucho que un uso inadecuado del fomento de la lectura en las escuelas, desincentive, más que anime. Es difícil, porque vivimos en tiempos donde la sobreexposición a la imagen, a lo visual, deja poco espacio al esfuerzo de emplear la imaginación, imprescindible para el arte de saber leer

El drama en torno a la perdida de nuestra capacidad para leer algo más que unos pocos caracteres, escritos con prisa y desorden ortográfico, se incrementa por una perdida que afecta considerablemente a nuestra esencia, a nuestra personalidad, la escritura. No estamos pretendiendo que todo el mundo se convierta en un escritor profesional, que sea capaz de escribir novelas que desborden nuestro corazón, ensayos que horaden nuestras dudas, o poemas que despierten esos arcoíris escondidos detrás de nuestros sentimientos. No hablamos de aquellos cuya profesión depende de saber juntar letras con cierto saber hacer, como el arte del periodismo, a veces. Hablamos de algo más visceral, radical, que nos afecta a todos, sepamos escribir o no, con más o menos calidad, poco importa, se trata de nuestra capacidad para expresarnos, meditar, comunicarnos a través de la escritura. Para nosotros mismos, en un dialogo de tú a tú con esas partes de ti que te escondes, o para con los demás, con quienes las conversaciones superficiales son la norma. ¿Quién escribe hoy día cartas, o un diario, o un poema? sin mayor pretensión que expresar, sacar a la luz, comunicar, lo que nos queremos decir y no nos atrevemos en el silencio de nuestra propia consciencia, o lo que queremos decirles a conocidos o desconocidos, que nos oyen, pero no nos escuchan.

Este texto, estas palabras escritas, son la búsqueda de una filosofía, de una meditación, de un diálogo, conmigo mismo, o con los demás, que se atrevan a perder unos minutos en leer y hacer la suya propia. Una meditación de saldo, no podría ser de otra manera en el supermercado de emociones en el que se ha convertido la fábula de nuestras vidas, donde el valor de las cosas depende de un banal e hipócrita mercadeo, que poco o nada tiene que ver con el verdadero valor de las cosas, intangibles la mayor parte de ellas. Buscamos encontrar las claves de esa sabiduría que está detrás de las palabras con las que narramos nuestra historia, con la que ilustramos una autobiografía, con las que nos comunicamos, que queramos o no, es lo único que mantiene unido a esa frágil construcción de recuerdos, experiencias, deseos, fracasos, éxitos, esperanzas y desesperanzas, suspiros, que conforman eso que algunos llaman yo, otros alma. Hilos que necesitan ser tejidos con un diseño que les dé un mínimo de consistencia, coherencia, que nos permita vestirnos, disfrazarnos, para salir a convivir con los demás.

Todos somos, si quisiéramos filósofos, y por qué no también filólogos, perdidos buceado significados, encontrando y descartando reglas, o inventándolas, en el océano de las letras; Nietzsche escribía en el prólogo a Aurora estas palabras: No en vano se es o se ha sido filólogo. Filólogo quiere decir maestro de la lectura lenta, y el que lo es acaba también por escribir lentamente…Ese arte enseña a leer bien, es decir, a leer despacio, con profundidad, con cuidado, con atención y con intención, a puertas abiertas y con ojos y dedos delicados. Aprender a leer es aprender cómo escribir, aprender a escribir es aprender cómo leer.

Todos somos, si quisiéramos filósofos, y por qué no también filólogos, perdidos buceado significados, encontrando y descartando reglas, o inventándolas, en el océano de las letras

No importa dónde escribamos, ya sea en un papel en blanco inmaculado, donde sintamos el pulso de la carne que va desde nuestro corazón a nuestros dedos, con la tinta surgiendo al compás de nuestros pensamientos y desvaríos, o ya sea tecleando el impersonal plástico en una virtual pantalla, a la que hemos de dotar de significado con cada tecla pulsada. Importa que escribamos, sobre verdades o mentiras, ambas necesarias para ayudarnos a entendernos mejor, nuestras motivaciones y expectativas, embadurnadas en las cenizas de nuestros deseos, emociones, o sueños. El arte de narrar permite establecer un lazo que une lo deslavazado en nuestra vida. Es la única manera de trascender el solipsismo absurdo de ese yo tan frágil al que tanto nos aferramos. Es la única manera de entendernos a través del otro, de esos seres con los que compartir nuestra existencia.  Ser sí mismo como otro, nos decía el filósofo francés Paul Ricoeur. Compartir esa narración es huir del abismo del solipsismo que nos atrae, de ese eterno lamento que esconden las paredes de nuestra solitaria consciencia. Todo aquello que somos, que fuimos o que aspiramos a ser, todo aquello que aprendemos, solo da frutos, si lo compartimos. Escribamos sobre nosotros o sobre otros, sobre el mundo que está ahí fuera o sobre la vida que tenemos aquí dentro, escribamos para vivir o vivamos porque escribimos. Escribamos por encargo o por desencargarnos, por encanto o por desencanto. No hay motivo que no supure necesidad de hilar narrativamente la vida, no hay mejor ejercicio de admiración, o de lamentación, que los textos, páginas en blanco que aparecen cada vez que suspiramos y nuestra memoria toma el control, para colorear esa ausencia o esa soledad que implora por ser llenada.

No importan las palabras en sí, cómo las elijamos, importa cómo las escribimos. Algunas con tinta invisible, como si las promesas implícitas se borraran a medida que se desliza la pluma, otras, con tinta de colores, como si jugáramos con cada significado y con las personas a las que se las susurramos, otras con el negro o gris del resentimiento, escupiendo el veneno que se encuentra en nuestro corazón, y otras, las que de verdad significan algo, sangrando con cada sílaba, con cada letra, con el aliento agotándose con cada palabra. La imaginación es el combustible que prende esas llamas. No importa que escribamos sobre lo real o lo fantástico, siempre hemos de imaginar, pues siempre hay huecos que llenar, igual que nuestra memoria rememora creativamente nuestro pasado, necesitamos la imaginación motivada por la voluntad de sentido, para rellenar causas y efectos, para entender motivos, propios y ajenos, para despejar incógnitas, conocibles o incognoscibles. Imaginación aliada con su mejor amante, la seducción. Cuyo juego es el único donde lo que no se dice, y apenas se sugiere, importa más que lo manifestado, quizá por eso es una droga tan potente, porque real o no, lo imaginado siempre será más real que aquello que llamamos realidad.

No importan las palabras en sí, cómo las elijamos, importa cómo las escribimos. Algunas con tinta invisible, como si las promesas implícitas se borraran a medida que se desliza la pluma, otras, con tinta de colores, como si jugáramos con cada significado y con las personas a las que se las susurramos, otras con el negro o gris del resentimiento, escupiendo el veneno que se encuentra en nuestro corazón, y otras, las que de verdad significan algo, sangrando con cada sílaba, con cada letra, con el aliento agotándose con cada palabra

Nos asustamos por lo precario que es la comunicación, el cruce de malentendidos o pretendidos sobreentendidos que la contaminan constantemente.  Siempre estará presente en la escritura y en la lectura, esa ambigüedad en la interpretación, buscada o no. Pero hemos de entender que la lectura de libros (o de personas) es un juego donde puedes quedarte en lo superficial, lo literal, lo que aparentemente nos dice el texto o el sujeto, o bien puedes jugarte el "sentido", arriesgarte, leer lo que está ausente, lo que tan solo se insinúa, porque como en todo juego, has de apostar tu propio sentido, encontrarte a mitad del camino con el otro, fusionar significados, dejar que la interpretación vague por el resbaladizo sendero de los signos, y abrirte a nuevos mundos más allá de lo dado, caer una y otra vez en la maravillosa confusión, que en realidad es, la comunicación humana.

Nos aterroriza el bloqueo de nuestras narraciones. A veces por miedo a escribir sobre cosas o personas que importan tanto, que el miedo al vacío te paraliza, otras veces lo tienes tan claro, lo que quieres, que te deslizas sobre el vacío como si escribieras con una pluma cargada de felicidad. A veces vas a trompicones, sangrando por cada línea que escribes, otras veces te ves tan incapaz, que abandonas la escritura, para volver a intentarlo más tarde. A veces funciona y a veces no, y esa hoja siempre quedara emborronada, y pocas cosas hay más tristes que una narración quebrada. A veces, miras con tanto orgullo lo que has escrito, que no te das cuenta, que una vez terminada, esas palabras, ya nunca podrán volver a nacer, y como un hijo ya crecido te abandonaran para siempre. Otras veces te sientes tan desolado por el resultado, que no te das cuenta, que lo maravilloso era que te sintieras tentado a escribir, no el éxito o el fracaso. Las palabras que escribimos, las que pronunciamos y las que mueren en las orillas del silencio, son mensajes en una botella arrojados al mar, quizá con una persona y un sentido en mente, quizá tan solo la sombra de una conversación que nunca tuvo lugar, pero lo impredecible y maravilloso es: ¿quién sabe a la orilla de que persona va a arribar o qué sentido le va a dar a tus palabras o a lo que nunca llegaste a decir?

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”