'Las Navidades y la pérdida del tiempo festivo'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 11 de Diciembre de 2022
Luces navideñas en la Zona Norte.
Archivo/Indegranada
Luces navideñas en la Zona Norte.
'Si todo el año fuera fiesta, el deporte sería tan tedioso como el trabajo'. William Shakespeare

Termina el tiempo festivo y vacacional del verano, y casi sin respirar ya comienza a arrojarnos migajas el tiempo festivo por excelencia en occidente: las Navidades. A finales de septiembre inician las grandes cadenas de alimentos a llenar sus vitrinas con productos típicos navideños, poco a poco, para que vayamos acostumbrándonos a la masiva invasión que sufriremos un par de meses después. En noviembre la presencia de la Navidad ya comienza a ser invasiva en todos los comerciales, sean juguetes, coches o colonias, y en diciembre las ciudades colapsan de juegos de luces y espectáculos lúdicos que invaden lo que se puede invadir, y de paso, lo que nunca debiera ser invadido. Todo vale porque es Navidad, y es comprensible esa ansia de luces y fiestas, el problema es que no dura unos pocos días, sino meses. La explicación más básica, aparte de las meramente comerciales de necesidad de gastar y consumir, es que el aburrimiento de la vida cotidiana necesita de estas lúdicas distracciones, donde el tiempo festivo trata de llenar el gris aburrimiento de la cotidianidad de nuestras vidas. Luego, como después de toda fiesta, viene la resaca, y al igual que en toda resaca nos prometemos no volver a beber, en este caso no volver a consumir como locos, e igualmente no volver a beber y comer en exceso. Aunque poco nos durará este propósito de año nuevo. La pregunta que debemos hacer es si haber banalizado y alargado este periodo festivo le hace perder el sentido, y al final, no es como tratar de saciar nuestra sed con agua de mar. Terminamos las Navidades hartos de comer y de beber, pero nuestra vida no se recarga como debiera del vacío y aburrimiento existencial. Más bien salimos más sedientos y hambrientos, o quizá más hartos.

Más allá de especulaciones, razonables, sobre hasta qué punto estas fiestas son una mera excusa para consumir lo que no necesitamos, y unos pocos se hagan más ricos, y otros muchos más pobres, es imprescindible preguntarnos si alargar tanto esta suspensión de nuestra cotidianidad, y de manera tan artificial, no hace que no recarguemos nuestra vitalidad tal y como deberíamos. ¿A qué se debe esta necesidad?

Una advertencia, no somos de natural aguafiestas, aunque lo pareciera, no es que tengamos nada contra las fiestas ni pretendamos ser tan sobrios como el aburrido Aristóteles: Lo mejor es salir de la vida como de una fiesta, ni bebido ni sediento. No está mal salir de la vida, o de una fiesta, si seguimos la metáfora del sabio estagirita, al menos ligeramente achispados, qué menos. Somos más proclives a la tesis de Demócrito de Abdera que afirmaba que una vida sin fiestas es como un largo camino sin posadas, y no cabe duda que en aquella época ya era de por si duro salir de viaje, sin poder tener un merecido descanso en una cómoda posada. Necesitamos el tiempo festivo, necesitamos esos espectáculos de luces y ruidos, y necesitamos salir de la sobriedad y el aburrimiento cotidiano. Más allá de especulaciones, razonables, sobre hasta qué punto estas fiestas son una mera excusa para consumir lo que no necesitamos, y unos pocos se hagan más ricos, y otros muchos más pobres, es imprescindible preguntarnos si alargar tanto esta suspensión de nuestra cotidianidad, y de manera tan artificial, no hace que no recarguemos nuestra vitalidad tal y como deberíamos. ¿A qué se debe esta necesidad?

El filósofo surcoreano Byung-Chul Han se hace eco del paralelismo que Gadamer expone en La actualidad de lo bello entre la fiesta y el arte; pues ambos originalmente coincidían en la suspensión de la temporalidad, que tanto nos desgasta en lo cotidiano: la esencia de la experiencia temporal del arte es que aprendemos a demorarnos. Esa es quizá la correspondencia a nuestra medida de lo que llamamos eternidad, dice el pensador alemán.  Nuestra presencia ante una obra de arte que nos llama, en la que confluyen horizontes de sentidos, obra un milagro; el tiempo que nos agobia se suspende, estemos ante una pintura, un concierto donde nuestros sentidos se conjugan, o ante cualquier manifestación artística que haga que salgamos de nuestras celdas de significados en las que habitualmente estamos confinados. Originalmente el tiempo festivo tenía esta motivación, obligarnos a salir y confluir con otros sentidos, experimentando una atemporalidad que nos alegrara la existencia. Eludir el agobio que nos aprisiona en nuestra existencia, celebrar la vida. ¿Hemos acabado con esta intención original?

Si alargamos tanto y banalizamos con tal explosión consumista estas fiestas, quizá deberíamos preguntarnos si no se debe a que nuestro tiempo cotidiano, laboral, opuesto al festivo, lo hemos sumergido hasta lo inimaginable en el tedio

Si alargamos tanto y banalizamos con tal explosión consumista estas fiestas, quizá deberíamos preguntarnos si no se debe a que nuestro tiempo cotidiano, laboral, opuesto al festivo, lo hemos sumergido hasta lo inimaginable en el tedio. Necesitamos tal explosión vital, aunque sea de manera tan artificial, por el vaciado que hemos hecho de nuestro día a día. Byung-Chul Han cree que hemos convertido las fiestas en eventos; pensemos en esos macrofestivales musicales que colonizan el verano, donde lo que menos importa es la música en sí, sino la celebración masiva, el jolgorio compartido, el perderse en la experiencia. No importa ni la calidad de la música, ni el repertorio, ni la interpretación de los músicos, ni nada de lo que en teoría debería importarte para ir a un concierto de música pop o rock o de lo que sea. Importa la anecdótico, porque lo que se busca alargando el festival varios días, como hoy día hacemos con los festivos, y comprimiendo grupos de músicos en escenarios paralelos, y con repertorios a su vez comprimidos, es tratar de colmar en esos eventos todo lo que no te ofrecen los numerosos lunes de tu vida, o como dice el filósofo surcoreano: hoy la vida se ha convertido en supervivencia. La vida como supervivencia conduce a una histeria por la salud (…) la vida se anquilosa volviéndose algo muerto. Las fiestas es nuestra manera de convertirnos en zombis que durante estos periodos de tiempo vuelven a una especie de simulacro de vida, donde únicamente priman los instintos más básicos; alimentarnos y beber hasta perdernos, consumir como si no hubiera mañana y tratar así de adquirir un (sin)sentido.

Al haber perdido la motivación para buscar la belleza y la felicidad en el día a día, pretendemos satisfacer esa hambre en lo que llamamos fiestas, atiborrándonos de cualquier estimulo, mientras más banal y masivo mejor, y atropellando de paso la belleza y felicidad que podríamos encontrar en el camino

La atemporalidad de lo festivo era un recordatorio del sentido de nuestra existencia, vivir para aprehender la belleza, o quizá aspirar a algo parecido a la felicidad, da igual, hemos perdido totalmente el rumbo, al hundirnos en la miseria de lo cotidiano y creer que podemos sustituirlo por una exposición superficial y masiva de estímulos en esos periodos que hoy día llamamos fiestas. Aristóteles, que hemos quedado en que aburrido era, pero no tonto, no cree que el ser humano haya nacido para trabajar, al menos no hasta el punto en el que toda la vida gira en torno a ello. Hemos perdido la belleza. Si algo hemos aprendido en esas apocalípticas películas y series de zombis es que tienen hambre de todo, menos de la búsqueda de la belleza, la destrozarían con tal de satisfacer su hambre: ¿acaso en nuestros festivos no hacemos lo mismo? Al haber perdido la motivación para buscar la belleza y la felicidad en el día a día, pretendemos satisfacer esa hambre en lo que llamamos fiestas, atiborrándonos de cualquier estimulo, mientras más banal y masivo mejor, y atropellando de paso la belleza y felicidad que podríamos encontrar en el camino.

Dejar la belleza, o más bien sucedáneos, a lo que hoy día llamamos tiempos festivos, es como dejar que el arte únicamente pudiera ser contemplado en museos con estrictos horarios y corsés

La vida verdaderamente libre del ser humano, para Aristóteles, es la que se consagra al disfrute de la belleza, a promover la belleza en la polis (somos seres sociales, no nos olvidemos) y por último la vida contemplativa, que en el fondo busca lo permanente, que por sí mismo es bello. Metafísicas aparte, estos consejos de Aristóteles deberían espabilarnos de aquello que hemos perdido al desterrar la belleza del día a día y pretender sustituirla por artificios en días festivos. Dejar la belleza, o más bien sucedáneos, a lo que hoy día llamamos tiempos festivos, es como dejar que el arte únicamente pudiera ser contemplado en museos con estrictos horarios y corsés. Sin contar todas aquellas obras de arte que se pudren en sus sótanos o en cámaras acorazadas de los bancos.  Otro signo de los tiempos, de la pérdida de la atemporalidad del arte, de su significado original de recordarnos porqué vivimos, para qué respiramos, en qué consiste la existencia.

Si convertimos los festivos en grandes almacenes de nuestra vida, como aquellos que únicamente disfrutan de su tiempo de ocio en centros comerciales, donde tratan de experimentar en espacios reducidos y en horarios apretados del máximo consumo y diversión, es porque hemos perdido de vista las maravillas que más allá de esos centros comerciales nos contemplan. Lo mismo sucede con nuestra vida, dice Byung-Chul Han: vivimos en unos grandes almacenes transparentes en los que nos vigilan y manejan como si fuéramos clientes transparentes. Sería necesario escapar de estos grandes almacenes. Deberíamos volver a convertir los grandes almacenes en una casa; es más, en un centro festivo en el que realmente merezca la pena vivir. Esa es la clave, o transformamos lo cotidiano en algo más que en mera supervivencia, o seremos meramente zombis en busca de estímulos vacuos, que sacien un hambre que nunca será saciada, por más que consumamos lo que sea que nos arrojen en esas navidades interminables.

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”