Por qué enamorarse es bueno para la moral

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 5 de Mayo de 2019
'El beso' (1969), Pablo Picasso.
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'El beso' (1969), Pablo Picasso.
'Además, el amor es capaz de romper la dura concha del ego,

ya que es una forma de cooperación biológica en la que se necesitan las emociones de cada uno para cumplir los objetivos instintivos del otro'.

Bertrand Russel, La conquista de la felicidad.

Encontrar un asidero en el que justificar nuestro comportamiento moral no es sencillo, no lo es en la práctica diaria, cuyo barómetro mide los niveles de hipocresía entre lo que afirmamos es nuestro código moral, y lo que resulta ser nuestra práctica real. Ni es lo en la teoría, ese incomodo cielo de los conceptos, que ha resultado ser un campo de batalla y conflicto entre moralistas, filósofos y otra gente de malvivir. Uno de los más significativos moralistas entre esa gente de malvivir fue Bertrand Russell, aunque sus aportaciones sobre la moral, la ética, y el concepto de bien, que debería guiar nuestras acciones en la vida práctica, han quedado algo sepultadas por sus aportaciones en otros campos, probablemente más eruditos, como las matemáticas y el análisis del lenguaje, pero menos relevantes para un adecuado desenvolvimiento en nuestra vida diaria.

Suele suceder que la vida tarde o temprano termina por ponernos en nuestro lugar, y no fue algo diferente lo sucedido con nuestro brillante y joven filósofo en su evolución vital y filosófica, en aquella época de finales del XIX y de principios del siglo XX, en la cual se consideraba a sí mismo un mojigato gazmoño y un académico algo pijo, según diría años después

Suele suceder que la vida tarde o temprano termina por ponernos en nuestro lugar, y no fue algo diferente lo sucedido con nuestro brillante y joven filósofo en su evolución vital y filosófica, en aquella época de finales del XIX y de principios del siglo XX, en la cual se consideraba a sí mismo un mojigato gazmoño y un académico algo pijo, según diría años después. Dos acontecimientos dieron un giro a las prioridades de Russell; criado en el seno de una familia aristocrática, de rancio abolengo y servicio a la corona, su destino, sin embargo, diverge considerablemente de lo que podríamos esperar, pues desde muy joven las ideas socialistas arraigaron en su privilegiada mente, una de las más brillantes de la intelectualidad moderna, a pesar de su mimada vida. Miembro académico de la Universidad de Cambridge, sus trabajos vanguardistas en el campo de la lógica matemática y del lenguaje le pusieron en una posición de privilegio en la intelectualidad reglada de la época, pero la experiencia de la Primera Guerra Mundial, ese primer experimento bélico del siglo XX que demostró la barbarie y la crueldad sin límites de la que es capaz el ser humano, con cerca de diez millones de combatientes muertos y millones de víctimas civiles, le despertó de la frialdad y distanciamiento teórico con el que había hablado de la moral y de la relación de un aséptico concepto de bien con el placer y los deseos, como motores de nuestro comportamiento. Su activo papel denunciando las mentiras de los gobiernos, las patrañas de los nacionalismos, que llevaban a la muerte o a la desesperación a generaciones de jóvenes y a inocentes civiles, atrapados por la brutalidad despiadada de la guerra, provocó que fuera primero expulsado de Cambridge, y después, encarcelado. Hecho, el encarcelamiento, que aprovecharía, como tantos otros filósofos que por sus ideas han disfrutado del aislamiento de los barrotes de la intolerancia y de la represión, en escribir Introducción a la filosofía matemática. Qué le vamos a hacer, pensaría, mejor aprovechar y hacer algo que al menos sirviera a la desquiciada humanidad que tenía por hermanos y hermanas de especie.

Nunca deberíamos subestimar el papel que el amor, que enamorarse, puede tener en nuestras vidas, para bien, si lo enfocamos con la generosidad adecuada, para mal, si lo encaramos con el egoísmo habitual

La segunda experiencia vital que le ayudó a situar en su escala de valores la necesidad de una buena práctica moral, alejada de asépticos planteamientos meramente teóricos, fue algo tan aparentemente sencillo como el descubrimiento del amor, aunque no nos engañemos, el amor lo es todo menos sencillo, y si hablamos de filósofos tan peculiares como Russell menos. Su matrimonio con la puritana Alys, si bien complacía los estándares aristocráticos de la época para alguien de su posición social, nunca le hizo sentirse pleno, feliz, y muy pronto comprendió que no amaba a su mujer. Descubrió el amor, romántico, no sexual, con la esposa de un amigo y compañero de divagaciones filosóficas y matemáticas, Whitehead, pero fue realmente el amor, esta vez sí consumado sexualmente, con Lady Ottoline Morrell, que mantenía un matrimonio abierto con Philip Morrell, el que le llevo a descubrir la importancia de esas otras actividades humanas como eran el arte, la literatura, la alegría, el placer, para la vida real, más allá de sus avances en lógica y matemática, que le hicieron uno de los fundadores de la fría filosofía analítica que dominaría el pensamiento anglosajón durante décadas. El arte, la música, la literatura, experiencias estéticas vividas junto a su amante que cambiaron el rumbo de sus prioridades vitales, y también, el rumbo de sus divagaciones morales. En 1920, ya divorciado de Alys, se casó con una activa militante feminista y socialista, Dora Black, con quien iniciaría una de las experiencias pedagógicas más interesantes del siglo XX, creando una escuela que educaría a niños y niñas, juntos, en un ambiente de libertad y estimulo intelectual, rara vez visto hasta entonces. Nunca deberíamos subestimar el papel que el amor, que enamorarse, puede tener en nuestras vidas, para bien, si lo enfocamos con la generosidad adecuada, para mal, si lo encaramos con el egoísmo habitual.

La clave está en qué hace bueno un deseo, para que ese empuje nos lleve a actuar moralmente. El problema lo encontramos no solo en qué tipo de deseos son válidos para una vida buena, sino en qué tipos de deseos podemos ponernos de acuerdo y no son excluyentes, porque los seres humanos deseamos cosas diferentes, y a menudo contradictorias

El bien, reflexiona Russell, está íntimamente relacionado con la satisfacción de los deseos. El motivo es sencillo, Las acciones morales y los juicios morales implican una fuerte actuación de la voluntad, y para el filósofo anglosajón, tan solo la satisfacción de los deseos provoca tal empleo de la voluntad, la razón, como tal, no llega. La clave está en qué hace bueno un deseo, para que ese empuje nos lleve a actuar moralmente. El problema lo encontramos no solo en qué tipo de deseos son válidos para una vida buena, sino en qué tipos de deseos podemos ponernos de acuerdo y no son excluyentes, porque los seres humanos deseamos cosas diferentes, y a menudo contradictorias. De ahí que descartase la posibilidad de una moral universal a la que todos nos adhiriéramos, porque ocurriría como con las religiones tradicionales que se consideran la única verdad, o como con los nacionalismos, que actúan excluyendo a todo aquel que no cumple los requisitos de su esencia, todo terminaría en matanzas y tiranía. Ante este dilema, la dificultad de armonizar el misticismo, y pocas cosas hay más místicas que el enamoramiento y sus derivados, y la lógica, la mejor herramienta para conocer el mundo de la que disponemos, la solución la encuentra en una armonización no excluyente. En  su ensayo Lo que yo creo viene a definir la moralidad práctica de la vida en estos términos; La vida buena es la inspirada por el amor y guiada por el conocimiento. Fácil de decir, no tan fácil de practicar, podríamos argüir contra nuestro insigne filósofo.

Cabe decir que la ciencia no ha hecho sino confirmar las intuiciones filosóficas de Russell y otros filósofos de la moral que pecan de emotivistas; El prestigioso psiquiatra Enrique Rojas al hablar del enamoramiento lo explica con meridiana claridad: Desde el punto de vista psicológico aparece una sensación de dilatación de la personalidad, una hipertrofia del yo al descubrir a otra persona. Yo diría que es una de las emociones más placenteras que existen en la vida. Si tan solo fuéramos capaces de aprovechar la generosidad de ese sentimiento, para extenderlo más allá de una sola persona, para ayudarnos a comprender las peculiaridades de otras, para ser más tolerantes, quizá el mundo que dejáramos a las siguientes generaciones no se encontraría tan dañado por nuestro impulsivo Eros al que con tanta facilidad convertimos en el destructivo Tánatos.

La dificultad del subjetivismo ético, que presupone situar en los deseos la fuente de la moralidad, en las emociones, como base del impulso que nos lleva actuar moralmente, no le impide situar al amor como el elemento químico sustancial de su propuesta ética; El amor no solo es una fuente de placer, sino que su ausencia es fuente de dolor. En segundo lugar, el amor hay que valorarlo porque acentúa todos los mejores placeres, como el de la música, el de la salida del sol en las montañas y el del mar bajo la luna llena. El enamorado Russell sitúa a la experiencia del amor como fuente de un impulso moral, que nos hace salir de nuestro natural egocentrismo y compartir con generosidad con la persona amada. La cuestión es saber utilizar esa fuerza del amor, que está al alcance de cualquier ser humano, para emplearla en cuestiones morales. En su ensayo Religión y ciencia da las claves para esta extensión; en primer lugar debemos apoyar aquellos deseos colectivos de cualquier grupo que supongan beneficios individuales, y a su vez, extender los beneficios de los deseos de cada individuo a deseos colectivos. Es decir, la política, que como no podría ser de otra manera está fuertemente imbricada a la ética, ha de basarse en maximizar el bienestar del mayor número posible de individuos. Y por tanto destacar por encima de otros, a los deseos que por su importancia y generosidad con los demás han de ser generalizables.

La cuestión es saber utilizar esa fuerza del amor, que está al alcance de cualquier ser humano, para emplearla en cuestiones morales

La racionalidad tiene un papel determinante, ya que ha de comportarse como árbitro imparcial, que puede ayudarnos a resolver los conflictos entre los deseos de las personas, al igual que puede resolver los conflictos de los deseos en cada persona, haciendo un cálculo equilibrado sobre el placer o el dolor que nos inflige perseguir y cumplir esos deseos. El bienestar de la mayoría primará para la racionalidad en ese cálculo, al igual que una buena vida personal dependerá de ser mesurado en los placeres y dolores que nos provoque perseguir nuestros deseos, al mejor estilo epicúreo. No cabe duda que la ética defendida por Russell tiene aporías similares a otras pretendidas éticas, que han pululado en el trágico siglo XX,  pretendiendo armonizar esa dualidad del ser humano entre misticismo y lógica, sin caer en un polo u otro, pero tampoco cabe duda, que más allá de la fundamentación ultima que pretendamos darle a la conflictiva moralidad de nuestras vidas, y de nuestras sociedades, no nos vendría mal aprovechar los impulsos de generosidad, de apertura, de comprensión, a los que nos lleva un amor bien comprendido, sin egoísmo, sin abusos, sin deseos de propiedad, para encontrar las motivaciones que nos lleven a actuar moralmente en nuestra vida, procurando causar placer, y no dolor, no solo en la propia, sino especialmente en la vida de los demás. Pensemos en ello la próxima vez que la primavera inunde nuestras vidas y nos enamoremos, el cielo es más azul, la música es más sublime, el tacto más cálido, y por qué no, nuestro comportamiento un poquito más bueno. 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”