El sentido de la libertad

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 5 de Agosto de 2018
'Dos mujeres corriendo en la playa' (1922), Picasso.
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'Dos mujeres corriendo en la playa' (1922), Picasso.

'Si defendemos que la gente sea libre, que se pueda comportar con plena libertad, no esperemos que actúen como si fueran presos'

La libertad, ¡qué cuestión!, cuántas hazañas maravillosas se han realizado en su nombre, y cuántas barbaridades se han cometido con ella como excusa. Cuántas veces pronunciamos su nombre en vano, ensangrentándola con el egoísmo de nuestras acciones, y cuántas veces se nos llena la boca de ella para arrearnos los unos a los otros, confundiendo el ejercicio de nuestra libertad con apoderarnos de la de los demás. Bandera de grandes causas, y de pequeñas causas, que también son necesarias para darnos aliento en las prisiones en las que transitamos en nuestra vida. Pero, ¿acaso siempre queremos decir lo mismo cuando nos arropamos furibundos en su bandera?, o escondemos detrás de esta poderosa palabra intereses más bien egocéntricos, que poco o nada tienen que ver con ella.

Debido, más que a sus naturalezas, al mal uso que hacemos de una suma que es mejor que sus partes, y que debería proporcionarnos algo mejor que tener que elegir entre tener más libertad que igualdad o más igualdad que libertad. Ambas se necesitan, sin igualdad difícilmente podemos ser libres, sin libertad, nunca podremos ser iguales

La revolución francesa dotó a nuestras sociedades de los tres pilares que sustentan la democracia moderna, sin ellos todo se tambalea. En la búsqueda del perfecto equilibrio de la química de sus componentes, nos jugamos nuestro futuro, nuestra convivencia. Libertad, Igualdad y Fraternidad. La libertad, el primero de esos pilares, tan necesaria como respirar cuando los sistemas totalitarios nos la arrebatan, tan imprescindible como el circular de la sangre, cuando bajo el paraguas de leyes democráticas se nos hurta. Siempre en tensión fratricida, qué ironía, con la igualdad. Debido, más que a sus naturalezas, al mal uso que hacemos de una suma que es mejor que sus partes, y que debería proporcionarnos algo mejor que tener que elegir entre tener más libertad que igualdad o más igualdad que libertad. Ambas se necesitan, sin igualdad difícilmente podemos ser libres, sin libertad, nunca podremos ser iguales.

Si queremos entender mejor qué queremos decir cuando hablamos de libertad, debemos analizar con detalle los diferentes conceptos que se entrelazan en su significado, y la dotan de sentido; en sus orígenes, durante milenios, lo que no dice mucho de nuestra bondad natural, la libertad se explicaba por el contraste con aquellos que carecían de ella, es decir, esclavos y siervos. En el nacimiento ilustrado de la modernidad el filósofo alemán Kant identifica libertad con autonomía moral, y con la capacidad de obedecer las leyes que nos damos a nosotros mismos. En plural, es decir en política, la libertad se aplica a un grupo humano que es depositario de ese otro término tan controvertido llamado soberanía. De ahí surgió la romántica idea de pueblo  en el siglo XIX, ante la necesidad que tenían poderes políticos de homogeneizar a poblaciones diversas en su historia, cultura e idiomas, construyendo relatos históricos siempre acompañados de otra poderosa palabra; destino. Un uso nefasto, causa de sangrientos conflictos que escondían el egoísmo económico de unos pocos y sus deseos de poseer más recursos y riquezas utilizando para esconder estos egoístas intereses las abstractas banderas de los pueblos, que lo aguantan todo.

En el nacimiento ilustrado de la modernidad el filósofo alemán Kant identifica libertad con autonomía moral, y con la capacidad de obedecer las leyes que nos damos a nosotros mismos. En plural, es decir en política, la libertad se aplica a un grupo humano que es depositario de ese otro término tan controvertido llamado soberanía

Libertad, en términos jurídicos, se definiría por el poder para actuar bajo la protección de las leyes, y el derecho a hacer lo que las leyes permiten. Definición que encuentra su sustento en Montesquieu; En un Estado, es decir, en una sociedad en la que hay leyes, la libertad sólo puede consistir en poder hacer lo que se debe querer y en no estar obligado a hacer lo que no se debe querer. Hay que tomar conciencia de lo que es la independencia y de lo que es la libertad. La libertad es el derecho de hacer todo lo que las leyes permiten, de modo que, si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, pues los demás tendrían igualmente esta facultad. Por eso, la igualdad ante la ley, de gobernantes y gobernados es esencial para una sociedad libre. Perfecto ejemplo de cómo ambos términos, libertad e igualdad, se deben hermanar fraternalmente y no enfrentarse. La impunidad con la que muchos políticos, empresarios u otro tipo de personajes corruptos, parecen haber vivido todos estos años en nuestro país, no solo nos hace daño por el perjuicio económico de la malversación de lo público, sino porque atenta a ese pilar fundamental de la libertad, entendida como igualdad ante la ley. Sin ese principio, la convivencia no solo corre el riesgo de agrietarse, sino de romperse, quién sabe con qué consecuencias.

Si hay un filósofo clave para entender la esencia de la libertad moderna, política y personal, es John Stuart Mill, revisitar brevemente las claves de su pensamiento, puede darnos una perspectiva única que nos ayude a valorar y entender de qué hablamos, antes que seguir usando en vano la palabra, eso que entendemos por libertad.

En Sobre la libertad, el filósofo británico deja claro que la clave para entender la libertad es definirla por su tensión con las constricciones a las que nos somete la convivencia en sociedad. Ya se trate de lo legal o de lo moral. Hasta dónde puede llegar lo uno y lo otro. Sobre sí mismo, sobre su propio cuerpo y espíritu, el individuo es soberano. Ahí se encuentra el centro de su pensamiento, las leyes deben proteger al individuo del daño ajeno, o de que el mismo lo cause, pero el Estado nunca debe interferir en decidir qué es lo mejor para un ciudadano, no de forma coercitiva. Stuart Mill se refiere a individuos en la “madurez” de sus condiciones, no a aquellos que dependen de otros o no han alcanzado su autonomía (es decir niños o adolescentes). Libertad para pensar y sentir (en todas las materias incluidas las científicas y las religiosas), y libertad para expresar públicamente estos pensamientos. En segundo lugar, Libertad en nuestros gustos y en el diseño de nuestros objetivos y finalidades en la vida (es necesario insistir en que mientras no afecte a terceros no hay derecho a interferir por muy inadecuados o locos que nos parezcan determinadas formas de llevar a cabo los fines particulares). Y, en tercer lugar; libertad para asociarse y reunirse. Sin el máximo respeto a esos tres principios no hay realmente libertad personal, social y política.

Stuart Mill se refiere a individuos en la “madurez” de sus condiciones, no a aquellos que dependen de otros o no han alcanzado su autonomía (es decir niños o adolescentes)

Otra clave importante es entender la importancia del respeto a la opinión ajena, por minoritaria o atrevida que nos parezca; Si toda la humanidad, menos una persona, fuera de una misma opinión, y ésta fuera de opinión contraria, la humanidad sería tan injusta impidiendo que hablase como ella misma lo sería si teniendo poder impidiera que hablara la humanidad. Las palabras del filósofo británico deben hacernos reflexionar,  darnos cuenta que el límite del debate de ideas no puede estar en que una persona se sienta ofendida por nuestras opiniones, pues si este fuera el caso, nunca se podrían producir verdaderos debates de ideas, porque siempre habrá personas, religiones, grupos sociales, que se sentirán ofendidos. El reinado de lo políticamente correcto ha colonizado nuestras sociedades occidentales de tal manera, que quizá hemos de preguntarnos si no hemos fracasado al buscar un equilibrio y una honestidad en el debate plural y sin insultos, y hemos empezado a utilizar lo políticamente correcto como mera excusa para evitar debates mayoritariamente molestos.

El filósofo inglés insiste, con una claridad y sensibilidad no muy común en su época, en el valor de la diversidad, pues en ella está el germen de la originalidad, que enriquece a toda la sociedad, incluidos aquellos individuos que tanto asustan o molestan a las mayorías sociales, por desarrollarse o vivir a su manera. La originalidad nos abre los ojos y nos permite, a través del arte o de la expresión del pensamiento, abrirnos a nuestra propia creatividad. Y no es posible cultivar la creatividad individual y por tanto promover la vitalidad de nuestras sociedades sin garantizar esa libertad, por mucho que irrite a determinados sectores sociales. Y recordemos, que pocas cosas hay peores que caer en la mediocridad, la mediocridad de las masas adormecidas que muchas veces con el peso de sus opiniones lastra el propio desarrollo de la sociedad. Mientras más excéntricos haya en nuestras sociedades mejor, casi que podríamos utilizarlo como un indicador de la salud democrática de la misma. No deberíamos dejarnos confundir por aquellos que utilizan la bandera del liberalismo y lo desligan de las condiciones económicas de los hombres y mujeres que conviven en una sociedad.  El filósofo suizo H. F. Amiel criticaba la ficción del liberalismo en tanto se alimentaba de abstracciones, mientras los seres humanos no fueran verdaderamente libres. Y no se puede ser libre, si apenas tienes para vivir con un mínimo de dignidad.

El filósofo inglés insiste, con una claridad y sensibilidad no muy común en su época, en el valor de la diversidad, pues en ella está el germen de la originalidad, que enriquece a toda la sociedad, incluidos aquellos individuos que tanto asustan o molestan a las mayorías sociales, por desarrollarse o vivir a su manera. La originalidad nos abre los ojos y nos permite, a través del arte o de la expresión del pensamiento, abrirnos a nuestra propia creatividad

Si desligamos la libertad de sus adjetivos políticos y jurídicos nos quedaría la moral, y ahí pocas definiciones más esclarecedoras encontraremos que las del filósofo que nació esclavo, perfecto ejemplo de la filosofía estoica, Epicteto: Hay ciertas cosas que dependen de nosotros mismos, como nuestros juicios, nuestras tendencias, nuestros deseos y aversiones y, en una palabra todas nuestras operaciones. Otras hay también que no dependen, como el cuerpo, las riquezas, la reputación, el poder; en una palabra, todo aquello que no es de nuestra operación. La libertad se encuentra en aceptar que nuestra capacidad de decidir en el mundo está ineludiblemente constreñida por la naturaleza o por otros seres humanos, aceptar lo que se encuentra en nuestra mano cambiar y lo que se nos escapa y no podemos, es la llave a la verdadera libertad.

La definición moral de los estoicos nos ayuda a entender una de las semánticas más poderosas vinculadas al significado de la libertad en torno a dos conceptos; Libre albedrío y Destino; libre arbitrio, cuyo significado no es otro que ser la némesis de todo aquello que huele a destino, ese lugar donde la necesidad encarcela la voluntad de la libre elección, y ahí es donde al ser humano se le abre una elección; rebelarse en plural, entender que las cadenas ajenas aprietan tanto como las propias, que no existe más destino que el que nuestra voluntad nos marque, y que sin libertad ajena, difícilmente  merecerá la pena alardear de la propia.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”