Si piensan por ti, deciden por ti

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 10 de Noviembre de 2019
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'Puede llegar el día en que la inteligencia humana sea definida como aquello no factible por las máquinas'. Herman Kahn, matemático y analista.

'Puede llegar el día en que la inteligencia humana sea definida como aquello no factible por la extrema derecha'. Francisco Fernández 

El futuro ya está aquí, y las perspectivas no son nada halagüeñas, si nos atenemos a las amenazas que cualquiera con una pizca de sentido común, incluso aquellos inoculados con el terrible virus del exceso de optimismo, son capaces de vislumbrar en el horizonte; el extremismo en política se abre paso, con líderes cada vez más extravagantes y con tendencias más totalitarias. Incremento de los nacionalismos de todo tipo, con sus consecuentes llamadas al aislacionismo y la autarquía, con las derivadas de las guerras comerciales. A eso le añadimos que nuestro planeta se ahoga en una emergencia climática, incapaz de ser resuelta por la inseguridad de líderes políticos incapaces de afrontar las consecuencias de decirle la verdad a la gente, que el planeta agoniza si no tomamos medidas a corto, medio y largo plazo.

Nos estamos adormeciendo y dejando que piensen por nosotros. Como niños cegados por la gula de un atracón de dulces, hemos decidido abrazar la dictadura de los algoritmos, que no solo venden nuestra vida troceada al mejor postor, sin ningún control por nuestra parte, sino que están alterando, sutil, pero firmemente nuestra inteligencia, racional y emocional. Nos están manipulando, cambiando, y no sabemos a dónde vamos, ni para qué.

El capitalismo financiero, un sistema que ni siquiera los economistas más avezados son capaces de justificar, hace agua por todas partes provocando crisis cada vez mayores, augurando el agotamiento de un modelo económico no solo injusto, sino ilógico e injustificable. Hagamos o no algo, de todas estas crisis somos más o menos conscientes, sin embargo hay una que ya ha penetrado profundamente en nuestras vidas, alterándolas de manera que ni siquiera sospechamos, y de la que no es que no seamos conscientes, es que no deseamos admitirla, por mucho que nos adviertan de ella. Nos estamos adormeciendo y dejando que piensen por nosotros. Como niños cegados por la gula de un atracón de dulces, hemos decidido abrazar la dictadura de los algoritmos, que no solo venden nuestra vida troceada al mejor postor, sin ningún control por nuestra parte, sino que están alterando, sutil, pero firmemente nuestra inteligencia, racional y emocional. Nos están manipulando, cambiando, y no sabemos a dónde vamos, ni para qué. Acortan nuestra capacidad de decisión con anuncios dirigidos, con aplicaciones que con la bendita intención de hacernos más fácil la vida, nos dicen qué comprar, a quién comprar, a quién amar, y a quién no, a quién votar, o animarnos a no votar, todo por el mismo precio. Todo aparentemente gratis, no cuesta un euro, pero nos está costando el alma, vendida no al diablo metafísico, sino al real, que no tiene escrúpulos ninguno, ni moralidad, ni reglas, el de las grandes tecnológicas y sus nada altruistas algoritmos, utilizados por empresas o gurús de la comunicación política con el mismo escrúpulo moral que un buitre ante un cadáver.

Tenemos el ejemplo de la campaña sucia de la derecha en Facebook dirigida a desincentivar el voto a los partidos de izquierda, en esta campaña a las elecciones generales. Ayudados por los algoritmos de la red social, que selecciona a las personas adecuadas, con motivo o sin motivo desencantadas, simulando simpatías con sus ideas, han tratado de convencerles de que la mejor manera de protestar es quedarse en casa. La política de comunicación no solo declinada en plan hipócrita, sino arrastrando por el fango cualquier principio ético y democrático.

Todos estos problemas, por muy alejados que parezcan los motivos, de unos y de otros, tienen un mínimo denominador común: Piensan por nosotros, ergo deciden por nosotros. Tenemos algoritmos que nos informan de todo y que ejemplifican esta dejadez y olvido que nos caracteriza, de alejar la autocrítica, de dejar que piensen por nosotros, y por tanto tomen las decisiones por nosotros, por vagancia, comodidad, estupidez, o todo junto. 

El problema de la microfocalización es que un ser humano no es reducible a  un algoritmo, y por muy perfectos que pretendan ser los algoritmos no se acercan ni de lejos a la complejidad emocional, e intelectual de un ser humano

Disponemos de ineficaces directivas legales para el control de los datos de nuestra vida que Google, Facebook, Twitter y demás gigantes tecnológicos, que son ya parte de nuestra vida cotidiana, y a las que otorgamos la misma confianza que desconfianza tenemos en las instituciones públicas, sometidas a controles democráticos y legales mucho más rigurosos, utilizan para estrategias de microfocalización. Hacen negocio vendiendo nuestra alma convenientemente troceada a cualquier bucanero sin escrúpulos que desee comprarlas. Con esas estrategias, a través de lo que nos venden como neutrales algoritmos, pretenden saber todo sobre nosotros, nuestros gustos, debilidades, oscuros deseos, todo aquello que realmente nos interesa; la música que debemos escuchar, el libro que hemos de leer, la tostadora que  hay comprar, dónde comprar todo eso, que es la parte más importante del negocio, y hasta quién encaja perfectamente con nuestro imagen de amor romántico o pareja sexual, para que todo sea perfecto. El problema de la microfocalización es que un ser humano no es reducible a  un algoritmo, y por muy perfectos que pretendan ser los algoritmos no se acercan ni de lejos a la complejidad emocional, e intelectual de un ser humano. Incluidas nuestras contradicciones, que forman parte esencial de aquello que somos, lo que queremos, pero no queremos, o lo que no deseamos, pero sí que deseamos. Lo que decimos que votamos, aunque luego no votemos, o viceversa. Sin contar que nos están convirtiendo en seres perezosos; porqué buscar grupos musicales que nos interesen si Spotify es capaz de predecir qué grupos nos van a gustar. Porqué contrastar la veracidad de una información si somos tan felices dejando que manipulen nuestras emociones. 

Nos convertimos en el rebaño perfecto para cualquier populismo cercano al fascismo, ovejas capaces de creer cualquier cosa, de renunciar a nuestra libertad. La pereza intelectual es un virus tan contagioso como el de la viruela, y a largo plazo mucho más peligroso. Estudios recientes, que han alarmado a las instituciones públicas democráticas, más que a la ciudadanía, nos advierten de que muchas de las crisis de opinión pública, muchas de las mentiras que nos tragamos en los debates políticos, desde el Brexit, hasta el racismo encubierto de la propaganda de los voxeros y sus correligionarios europeos, se debe al uso fraudulento de nuestros datos en las redes sociales, que microfocalizan noticias falsas, adaptadas a nuestros miedos particulares, obsesiones y demás gripes estúpidas del ser humano, para controlarnos, y dirigirnos. Ovejas a las que dicen cuándo moverse, a dónde moverse, cuándo balar, y cuando no hacerlo, hasta que nos esquilmen de la poca dignidad humana que nos quede.

Hoy día la preocupación, dado que las redes tecnológicas, muchas veces con la hipócrita pretensión de la beneficencia, se han extendido globalmente, es la brecha entre aquellos conscientes del control de sus vidas que están cediendo, y aquellos, la enorme mayoría, inconscientes, o lo que es peor, conscientes, pero apáticos e indiferentes

El segundo problema de la estrategia de las grandes tecnológicas que absorben nuestros datos como vampiros sedientos de sangre, es su pretensión de hacernos creer que esas máquinas inteligentes, esos algoritmos, son neutrales, no disponen de sesgos, cuando se ha demostrado que son tan racistas e inmorales como los seres humanos que los diseñan, o aquellos que de ellos se aprovechan. Antaño la preocupación era la brecha tecnológica, entre quienes disponían de tecnología, de internet, y todo lo que acompañaba a esta pretendida Era de oro de la información al alcance de todos, y aquellas sociedades o individuos que no disponían de ella y se quedaban en el furgón de cola del progreso. Hoy día la preocupación, dado que las redes tecnológicas, muchas veces con la hipócrita pretensión de la beneficencia, se han extendido globalmente, es la brecha entre aquellos conscientes del control de sus vidas que están cediendo, y aquellos, la enorme mayoría, inconscientes, o lo que es peor, conscientes, pero apáticos e indiferentes. 

El problema con los algoritmos, incluso bajo la pretensión de que sean neutrales en sus aproximaciones, es que se basan en el aprendizaje, eso que los expertos llaman tan sofisticadamente machine learning, para dictaminar sus sentencias. De los cinco sesgos más frecuentes, que no únicos, que recopilan dos expertos del Instituto Tecnológico de Massachusetts, Harini Suresh y John V. Guttagh el más evidente es que si nuestra sociedad es racista en sus apreciaciones, sus cálculos lo serán igualmente, o si es patriarcal, y minusvalora a las mujeres, porque históricamente las minusvalora, eso se reflejará en los resultados. Por tanto el factor humano habrá de intervenir para corregir los resultados, con un batiburrillo que ni es perfecto en sus predicciones, ni se ajusta a la realidad. Más aun, no refleja lo más importante, el ansia de cambio, de perfeccionamiento, de progreso, de cambiar la injusticia por justicia, la desigualdad por igualdad, las cadenas por libertad. Aprender aprenderán, datos cualitativos y cuantitativos, pero la moralidad que hay detrás del impulso del progreso humano, en el mejor sentido de las aspiraciones ilustradas, es difícilmente enseñable a un algoritmo, por mucho machine learning que haya.

Más allá de que los dioses tecnológicos y sus profetas trabajen con las mejores intenciones para corregir sesgos, o errores, que es mucho suponer, pero seremos indulgentes, hay un problema, sin ser en absoluto tecnófobo, que no pueden corregir: los seres humanos somos más que la suma de nuestros datos recopilados. Funcionan por la lógica capitalista de maximizar beneficios, minimizar perdidas. Pero nuestra alma mortal, entendámosla en sentido carnal como la suma incuantificable e intangible de aquello que fuimos, somos y deseamos, no puede funcionar por algoritmos que midan nuestros deseos, nuestras esperanzas, aspiraciones, fracasos y éxitos, errores y aciertos, porque el ser humano trasciende todo eso, a no ser que deseemos convertirnos en esclavos de algoritmos que nos digan cómo vivir, a quién votar, porque fuimos incapaces de aceptar nuestra libertad, para pensar por nosotros mismos, para decidir por nosotros mismos. La misma pereza intelectual que nos desanima de comprometernos con las injusticias de este mundo, que nos vuelve perezosos a la hora de defender nuestras libertades democráticas, a dejar que persigan a personas por su tendencia sexual, a que se siga tratando a las mujeres como ciudadanas de segunda clase, a que se nos mienta criminalizando a niños por el mero hecho de ser migrantes, y tantas perfidias más. A este paso, quizá un día nos despertaremos y  descubramos de repente que vivimos en un país donde la inteligencia haya sido considerada obsoleta, quién sabe, si no mañana mismo.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”