Las últimas horas de Antonio

Blog - El ojo distraído - Jesús Toral - Viernes, 17 de Abril de 2020
Refugio de un persona sin hogar.
P.V.M.
Refugio de un persona sin hogar.

Las calles vacías no le asustaban. De alguna manera, incluso sentía el alivio de no tener que ser observado por la muchedumbre. Desde que llegó a Granada, hacía diez años, había cambiado innumerables veces de alojamiento: el interior de distintos cajeros electrónicos, varios soportales o entradas a aparcamientos públicos de la ciudad o incluso en mitad de un banco tapado con cartones cuando llegaba el verano. Se marchó de Madrid porque estaba harto de sufrir el desprecio de una capital que unos años antes le había admirado. Había sido un actor y de los buenos, al menos las críticas de algunos periódicos no lo ponían en duda cuando hablaban de su trabajo en diferentes representaciones teatrales.

Antonio estuvo a punto de casarse con una famosa bailarina del momento. Estaba tan enamorado que no le importaba ni la profesión, ni el dinero, ni el estatus social. Era el primer y último pensamiento de su día. No podía imaginar que justo el día de su boda el mundo sucumbiría. Al principio entendió que era el retraso habitual de las novias, pero un acentuado nerviosismo le impulsó a moverse con tanta premura de un lado a otro de la iglesia que en el frac recién estrenado se dibujaron algunas arrugas

Antonio estuvo a punto de casarse con una famosa bailarina del momento. Estaba tan enamorado que no le importaba ni la profesión, ni el dinero, ni el estatus social. Era el primer y último pensamiento de su día. No podía imaginar que justo el día de su boda el mundo sucumbiría. Al principio entendió que era el retraso habitual de las novias, pero un acentuado nerviosismo le impulsó a moverse con tanta premura de un lado a otro de la iglesia que en el frac recién estrenado se dibujaron algunas arrugas. Trescientas trece personas le acompañaban en su espera y, sin embargo, nunca se había sentido tan solo. Por desgracia, no intuía que el día estaba a punto de empeorar en el momento en el que llegó el hermano de la novia, descompuesto, para acercarse a Antonio y abrazarle con fuerza: ella había tenido un accidente de tráfico en el coche nupcial, un choque frontal contra un camión cuyo conductor parecía que iba borracho. Estaba en el hospital, pero el que iba a ser su cuñado, bañado en lágrimas, le reconocía que todo apuntaba a que su estado era crítico. Se equivocaba: había fallecido en el acto.

Antonio trató de sobreponerse, pero no encontró fuerza para volver al trabajo, dejaron de llamarle profesionalmente, después los amigos, hartos de su agrio carácter, y más tarde sus hermanos, que habían corrido con el alquiler de su casa hasta que se cansaron. Cuando se vio abocado a vivir en la calle entendió que solo el alcohol podía contribuir a que asumiera esa nueva realidad y a los pocos meses, pasó caminando una tarde junto a su mejor amigo y éste no le reconoció.

Así que ahora, escuchar que se estaba demandando a la población general que se encerrara en casa por culpa de un virus muy contagioso le parecía poco menos que una broma. Después de estar varios años en la calle le pedían que se encerrara en casa, ¿en cuál de ellas? ¿la de verano o la de invierno? Antonio prefería reírse de la situación.

Deambuló solo por las calles y aquella noche pudo elegir el mejor sitio: ese cajero que hacía esquina y que siempre había estado tan solicitado. Ahora nadie lo pretendía

Un colega le explicó que el ayuntamiento iba a habilitar un pabellón deportivo para que se trasladaran todos los sin techos hasta allí y le animó a acompañarle. La verdad es que a él le pareció absurdo. ¿Qué podría ocurrirle? ¿Qué se contagiara y muriera? Tampoco iba a perder mucho en ese trayecto, ni siquiera estaba seguro de que levantarse con el único fin de obtener alcohol para seguir adelante fuera una vida. Así que contempló cómo sus amigos y conocidos indigentes vaciaban las calles y le dejaban la ciudad entera para él. Jamás había visto el centro tan silencioso. La mayoría de tiendas estaban cerradas y los bares, también. Al menos seguía contando con los establecimientos de barrio donde adquirir un tetrabrik de vino para calmar su ansiedad. El problema era cómo obtener el euro que le costaba si no había viandantes a quienes pedírselo. Menos mal que aún conservaba unas monedas de los días anteriores.

Deambuló solo por las calles y aquella noche pudo elegir el mejor sitio: ese cajero que hacía esquina y que siempre había estado tan solicitado. Ahora nadie lo pretendía.

Aquella mañana, muy temprano, llamó su atención un policía local desde el cristal exterior del cajero. Pensaba que le iba a echar a patadas, como le había ocurrido en incontables ocasiones, pero este hombre era amable y le invitó a llevarle al pabellón deportivo en el que se concentraban decenas de sin techo. Antonio se negó, pero ante la insistencia del muchacho, que cualquier hubiera traducido como preocupación por su estado de salud, sintió algo parecido al agradecimiento y aceptó.

Media hora más tarde estaba entrando por la puerta del Paquillo Fernández, habilitado como albergue durante el estado de alarma. Voluntarios del Banco de Alimentos y de Calor y Café se desvivían por ayudar a los sin techo. Con un cariño desmesurado, le tomaron los datos a Antonio, le pusieron un termómetro y comprobaron que tenía fiebre: 38,5. Él ni siquiera se había percatado, lo cierto es que no se encontraba peor que otros días; tenía temblores, pero tal vez fuera por el síndrome de abstinencia, como le ocurría muchas mañanas

Media hora más tarde estaba entrando por la puerta del Paquillo Fernández, habilitado como albergue durante el estado de alarma. Voluntarios del Banco de Alimentos y de Calor y Café se desvivían por ayudar a los sin techo. Con un cariño desmesurado, le tomaron los datos a Antonio, le pusieron un termómetro y comprobaron que tenía fiebre: 38,5. Él ni siquiera se había percatado, lo cierto es que no se encontraba peor que otros días; tenía temblores, pero tal vez fuera por el síndrome de abstinencia, como le ocurría muchas mañanas. Le preguntaron si tosía, ¡vaya cosa!, igual que todos los inviernos y primaveras de los últimos años, por supuesto que tosía. Con sumo tacto le condujeron a una cama de las que habían acondicionado para los indigentes y le pidieron amablemente que no se moviera. Había algo emotivo y casi litúrgico en toda aquella ceremonia porque por primera vez en muchos años Antonio sentía que el mundo se volcaba con él, que había dejado de ser el hombre invisible al que nadie hacía caso y, pese a que realmente su estado de salud no era bueno, estaba feliz.

Una ambulancia apareció en el pabellón y dos asistentes sanitarios ocultos tras un traje que a él le recordó al de las películas espaciales, se acercaron para ayudarle a subir a la camilla y poder llevárselo. Uno de ellos se presentó como Martín y le preguntó su nombre. Trataba de sonreír, con todas sus defensas cedidas al contemplar el grado de atención y apoyo que estaba recibiendo, pero los sanitarios le instaron a no esforzarse en gesticular y a relajarse y dormirse hasta que llegaran al hospital. Tenía evidentes problemas respiratorios, así que Martín le acompañó en la parte trasera de la ambulancia y le colocó un respirador que de momento le permitió dar bocanadas de aire mayores y sentirse mucho mejor. Antonio le miraba como si de un ángel se tratara y dulcificaba su rostro con el fin de responder a su amabilidad, incluso trataba de gesticular para darle las gracias, pero el hombre, acongojado, solo acertó a decirle:

—No tienes nada que agradecerme. Solo hago mi trabajo.

Unas cuantas bocanadas de aire del respirador le ayudaron a recuperarse lo suficiente como para responderle:

—No sabía que hubiera personas que se dedicaran a ser ángeles. De haberlo sabido, te habría llamado hace años para que me ayudaras.

El sanitario sonrió. Pese a su grave estado de salud llegó al hospital saludando y riendo y el sanitario lo acompañó hasta que cedió la camilla a uno de sus colegas. Vio cómo desaparecía por el pasillo de Urgencias, probablemente para hacerle las pruebas oportunas, sin dejar de charlar con quién le llevaba y sintió una punzada de compasión porque sabía que era muy difícil que pudiera salir de esta. Al día siguiente se enteró de que había fallecido y a los ojos de los párpados de Martín asomó una lágrima furtiva como fruto de la compasión que le embargaba. No obstante, Antonio se había reconciliado con el mundo y se había marchado lleno de paz gracias a la amabilidad de quienes le acompañaron en sus últimas horas.

Imagen de Jesús Toral

Nací en Ordizia (Guipúzcoa) porque allí emigraron mis padres desde Andalucía y después de colaborar con periódicos, radios y agencias vascas, me marché a la aventura, a Madrid. Estuve vinculado a revistas de informática y economía antes de aceptar el reto de ser redactor de informativos de Telecinco Granada. Pasé por Tesis y La Odisea del voluntariado, en Canal 2 Andalucía, volví a la capital de la Alhambra para trabajar en Mira Televisión, antes de regresar a Canal Sur Televisión (Andalucía Directo, Tiene arreglo, La Mañana tiene arreglo y A Diario).