'Nietos contra abuelos: la distopía'

Boomers contra millennials. Caseros contra inquilinos. Jóvenes contra jubilados. El nuevo deporte nacional consiste en fabricar trincheras donde no las había, en levantar muros entre generaciones mientras los verdaderos responsables de la desigualdad se frotan las manos. En esta aparente guerra cultural entre nietos y abuelos hay más cálculo político y económico que realidad social. Se nos quiere convencer de que los jóvenes viven peor porque los pensionistas viven demasiado bien, cuando el problema no son las pensiones, sino los salarios, la vivienda y la codicia desbocada del mercado.
Los jóvenes no pueden emanciparse, no porque sus mayores cobren una pensión digna, sino porque el precio medio de la vivienda es un insulto a la lógica y los sueldos que reciben apenas dan para sobrevivir
La precariedad, esa realidad que ya se ha adueñado del paisaje, es el auténtico campo de batalla. Los jóvenes no pueden emanciparse, no porque sus mayores cobren una pensión digna, sino porque el precio medio de la vivienda es un insulto a la lógica y los sueldos que reciben apenas dan para sobrevivir. En 2004, el 71% de las personas de entre 30 y 44 años eran propietarias de su casa. Hoy, solo el 55%. Entre los 16 y 29 años, los propietarios han pasado del 48% al 29%. La brecha generacional no nace del egoísmo de los mayores, sino de un modelo económico que ha convertido el derecho a la vivienda en una mercancía especulativa y el trabajo en una carrera de obstáculos temporales y mal pagados.
La riqueza media de quienes tienen entre 65 y 74 años era en 2002 de 148.000 euros. Dos décadas después, ha subido a 226.000. En el mismo periodo, la riqueza de los jóvenes de 35 a 44 años ha caído de 132.000 a 75.700. No porque trabajen menos o gasten más, sino porque el sistema ha roto el ascensor social. Los mayores compraron sus casas antes de que el ladrillo se disparara; los jóvenes pagan alquileres imposibles a fondos buitre que acumulan pisos vacíos. Los primeros consolidaron un patrimonio gracias a un mercado laboral estable; los segundos encadenan contratos precarios y sueldos de becario eternos.
Y, mientras tanto, algunos se empeñan en avivar la hoguera del enfrentamiento. Políticos, tertulianos y gurús del mercado difunden la idea de que los jóvenes son víctimas del sistema de pensiones, como si el bienestar de unos dependiera del sacrificio de otros. Es una falacia interesada. El problema no es que los jubilados cobren, sino que los jóvenes cotizan poco porque cobran aún menos. La sostenibilidad del sistema no se tambalea por el número de pensionistas, sino por la falta de empleos dignos y de salarios decentes que lo alimenten.
El discurso generacional es una coartada falsa. Se utiliza para desviar la mirada del verdadero desequilibrio: un modelo económico que privatiza beneficios y socializa precariedad
El discurso generacional es una coartada falsa. Se utiliza para desviar la mirada del verdadero desequilibrio: un modelo económico que privatiza beneficios y socializa precariedad. Mientras discutimos sobre si los pensionistas “viven mejor que los jóvenes”, nadie se atreve a señalar a los auténticos culpables: un mercado inmobiliario que ha sido deliberadamente inflado y protegido por décadas de políticas públicas al servicio de la especulación y un mercado en el que se disparan los beneficios de empresarios y accionistas a costa de salarios de subsistencia para los jóvenes, por muy preparados que estén. La vivienda, ese bien básico que debería garantizar estabilidad y autonomía, se ha convertido en el principal mecanismo de desigualdad y en el símbolo de una economía que privilegia el ladrillo frente al trabajo.
En el fondo, no asistimos a una guerra de generaciones, sino a una guerra de modelos. El de la estabilidad frente al de la incertidumbre; el de la propiedad frente al del alquiler eterno; el del derecho frente al del privilegio. Y quienes fomentan esa división saben perfectamente lo que hacen: distraer el debate público de las reformas estructurales necesarias para corregir el sistema fiscal, recuperar vivienda pública, regular los alquileres y reequilibrar el poder entre quienes trabajan y quienes especulan.
No debería haber enemigos entre generaciones. Lo que hay son víctimas comunes de un mismo fracaso colectivo: el de haber permitido que el mercado se adueñara de nuestras vidas. Enfrentar a jóvenes y pensionistas solo sirve a los intereses de quienes se enriquecen con la resignación de unos y la frustración de otros.
Tal vez haya llegado el momento de apagar el ruido y entender que el problema no está en los abuelos que cobran su pensión, sino en los jóvenes que no pueden cotizar lo suficiente porque sus salarios rozan el umbral de la pobreza
Tal vez haya llegado el momento de apagar el ruido y entender que el problema no está en los abuelos que cobran su pensión, sino en los jóvenes que no pueden cotizar lo suficiente porque sus salarios rozan el umbral de la pobreza. Que el enemigo no está en el vecino jubilado, sino en el fondo de inversión que posee veinte pisos en el centro de la ciudad. Y que la verdadera brecha no es generacional, sino social: la que separa a quienes pueden vivir con dignidad de quienes sobreviven con angustia.
Porque la guerra entre jóvenes y mayores no existe. Lo que existe es un sistema que nos convence de pelear entre nosotros para no mirar hacia arriba.