No nos podemos bañar dos veces en el mismo río

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 7 de Julio de 2019
"Une baignade à Asnières (Bañistas en Asnieres)", de Georges Seurat.
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"Une baignade à Asnières (Bañistas en Asnieres)", de Georges Seurat.
                                  'Quien pretenda una felicidad y sabiduría constantes, deberá acostumbrarse a constantes cambios'. Confucio                                                    

Si no fuera porque uno es un impío y un descreído, pensaría que el místico Heráclito, autor de la frase que proporciona título al texto, tenía dotes de profeta, iluminado por la sabiduría de los antiguos dioses, que sobrevivían gracias a la sumisión y las plegarias de los fieles, o de los nuevos, erigidos todopoderosos en los omnipresentes templos de la tecnología, que exigen a cambio de sus dones, someternos a un perpetuo cambio. Heráclito, que uno no sabría si destacar más sus primeros balbuceos como protocientífico, o como místico, no sobresalía por la claridad precisamente, probablemente porque estaba contagiado por ese estúpido virus que afecta a algunos eruditos que confunden oscuridad con sabiduría, ya desde antiguo, como vemos. Su texto sobre La naturaleza, del que poco ha sobrevivido a los avatares del tiempo, y la estupidez humana, dejaba perplejo a sus contemporáneos y a sus sucesores. El jocoso Sócrates, tal y como nos cuenta Diógenes Laercio en Vida de los filósofos, salió escaldado de su lectura: lo que se entiende es excepcional, por lo que deduzco que también el resto lo será, pero para llegar al fondo de esa parte haría falta ser un buceador de Delos. Nuestro estagirita, Aristóteles, con una mente menos irónica, pero sin duda más ordenada que el maestro de su maestro, se quejaba de la mala puntuación y de la fragmentación de sus frases.

Todo cambia, sean objetos animados, o inanimados, todo se modifica, todo se altera. Nada permanece. De ahí la sentencia: no nos podemos bañar dos veces en el mismo río. Despojada de los balbuceos propios de aquellos filósofos que seis siglos antes de Cristo intentaban encontrar sentido al mundo, y se lanzaban a la búsqueda de explicaciones que sustituyeran al mito, hay una intuición genial

La realidad, para nuestro intuitivo, y algo cascarrabias filósofo, defensor del cambio, como elemento sustancial de la realidad, no es sino un eterno campo de batalla entre opuestos, lo que muchos siglos después inspiraría, al no menos sabio, ni menos oscuro, Hegel con su dialéctica. Todo cambia, sean objetos animados, o inanimados, todo se modifica, todo se altera. Nada permanece. De ahí la sentencia: no nos podemos bañar dos veces en el mismo río. Despojada de los balbuceos propios de aquellos filósofos que seis siglos antes de Cristo intentaban encontrar sentido al mundo, y se lanzaban a la búsqueda de explicaciones que sustituyeran al mito, hay una intuición genial. El tiempo, el devorador de instantes, lo condiciona todo, lo altera todo, en especial a nosotros mismos, por mucho que nos resistamos a creer que permanecemos inalterados, que somos aquel niño que soñaba, aquel joven que se rebelaba, aquel tipo de mediana edad que suspiraba adormecido por el opio de la mediocridad, o aquel anciano, acunado por los recuerdos de lo que fue, amargado por los deseos que nunca fueron, y ya nunca serán. La realidad, sometida por el tiempo no es sino una lucha entre opuestos, fuerzas que tiran de un lado y del otro de nuestro mundo, y en la que sino sabemos adaptarnos a ese cambio perpetuo, seremos siempre perdedores. En Heráclito había un logos, una racionalidad subyacente a esta caótica visión del mundo, y es el sabio, conocedor de ella, el que puede orientarse mejor. Despojado del elitismo del pensador de Éfeso, los estoicos se inspiraron en este principio, para encontrar en la búsqueda del conocimiento, de la sabiduría, el timón que nos orientase en una vida en la que tenemos que acostumbrarnos a un cambio, que en numerosas ocasiones, no depende de nosotros. Sea cual sea el timón que busquemos, en qué sabiduría nos inspiremos, alguna necesitamos, si no queremos naufragar en las tempestades que más pronto que tarde arribarán y pondrán de vuelta y media  a nuestra cómoda vida.

La llamada plegaria de la serenidad: Concédeme, Señor, serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar, valentía para cambiar las cosas que puedo cambiar, y sabiduría para conocer siempre la diferencia, inspirada por paisajes bíblicos, y con diferentes fuentes a las que se atribuye en sus variadas formulaciones, no deja de ser una expresión más del pensamiento estoico ante aquello que nos sobreviene y que no podemos controlar. También, una inspiración para cambiar aquello que podamos, como nuestras emociones, y nuestra manera de afrontar, con serenidad, ese devenir en permanente cambio. El crecimiento, la madurez, no se mide por los años cumplidos, ni siquiera por las responsabilidades con las que nos encontramos en nuestro accidentado camino, sino por la capacidad por adaptarse a los cambios. La resistencia al cambio, por buenos o por malos motivos, está anclada en nuestros temerosos genes, ante aquello que se escapa a nuestro control; fuerzas de la naturaleza, otros seres humanos, las emociones y pasiones que escapan a nuestra templanza, nuestras propias vicisitudes, por errores propios, o por la incontrolable fuerza del azar, la enfermedad, los achaques del cuerpo sometido a los desgastes de la edad, amores y desamores. Todo cambia, y todo cambio nos desconcierta.

Aceptamos a regañadientes, en numerosas ocasiones, que los demás cambian, aunque rara vez reconocemos que nosotros lo hemos hecho. No es eso que llamamos yo, algo que permanezca inmutable, a través de los cambios en nuestra vida, pues nada permanece, todo fluye y todo cambia, materia y realidad se disuelven como el mismo yo

Aceptamos a regañadientes, en numerosas ocasiones, que los demás cambian, aunque rara vez reconocemos que nosotros lo hemos hecho. No es eso que llamamos yo, algo que permanezca inmutable, a través de los cambios en nuestra vida, pues nada permanece, todo fluye y todo cambia, materia y realidad se disuelven como el mismo yo. Oscar Wilde ironizaba sobre este pensamiento con esta sentencia, con tan mala leche, como sabiduría; Discúlpeme no le había reconocido, he cambiado mucho. Y nuestro sabio Ramón y Cajal, poseedor de una mente científica, ordenada, comprendía, que adaptarse a los cambios, ser flexible y no dogmático, es la única actitud que nos mantiene preparados para lo que vendrá; Nada me inspira más veneración y asombro que un anciano que sabe cambiar de opinión. Y en esta aguda sentencia da otra de las claves de nuestro problema con la resistencia a los cambios. Con la edad, con el peso de los años, en lugar de aprender a ser más flexibles, comprensivos, abiertos, nos encerramos en nuestro propio caparazón, despreciando los inevitables cambios sociales de un mundo que evoluciona, y lo seguirá haciendo a nuestro pesar. Un escritor estadounidense, James R. Lowell, con el sarcasmo propio de un escritor lo expresaba así: Solo los locos y los muertos no cambian nunca de opinión.

Es curiosa la percepción que se tenía hace algo menos de un siglo de la velocidad de los tiempos, que se creía que iban más allá de lo razonable. Freud nos advertía de cambios en la vida que nos traían novedades como los viajes en tren, que tanto acortaban las distancias o los teléfonos, como si eso nos hiciera perder el valor y la calidad del tiempo que pasamos con otros seres humanos. En el pasado el intervalo entre cambios era mucho mayor que la vida humana…hoy es al contrario, y por tanto nuestra formación debe prepararnos para una continua novedad de condiciones de vida. Eso nos decía el filósofo y matemático, a caballo siglo XIX y XX, Alfred Whitehead. Ni uno, el fundador del psicoanálisis, ni el pensador británico, amigo y colaborador de Bertrand Russell en sus Principia Mathematica, podrían imaginar que el vértigo que ellos sentían ante los cambios que se estaban produciendo, gracias a las innovaciones tecnológicas, hoy día se ha multiplicado por cien. Los cambios, en especial los tecnológicos, fragilizan nuestra identidad, las reglas cambian, sobre cómo relacionarnos, sobre cómo comportarnos en las redes sociales, sobre cómo resistir al vértigo consumista del ultimo aparato que no necesitamos, la posverdad que pone continuamente a prueba nuestra inocente credulidad. Todo nos somete a unas duras pruebas, que a duras penas resistimos, pero o nos adaptamos, sin ser esclavos de esa ortodoxa identidad con la que nos disfrazamos, o el cambio nos arrollará.

Una acertada, aunque no menos dolorosa, metáfora de lo que nos sucede es la de la bajada por una empinada colina, con suelo resbaladizo, la única manera de no caerte es acelerar, si llegas a perder el equilibrio es posible que la caída y la torta que te pegues sea aún mayor, pero sin adaptarse a la pendiente y su cadencia, es seguro que perderás el control y el equilibrio

Una acertada, aunque no menos dolorosa, metáfora de lo que nos sucede es la de la bajada por una empinada colina, con suelo resbaladizo, la única manera de no caerte es acelerar, si llegas a perder el equilibrio es posible que la caída y la torta que te pegues sea aún mayor, pero sin adaptarse a la pendiente y su cadencia, es seguro que perderás el control y el equilibrio. En estos tiempos vertiginosos, la adaptabilidad al cambio, sin perder el control, se ha convertido en una virtud clave que practicar. Sin tampoco exagerar, o que se nos vaya la cabeza, y hagamos del cambio por el cambio la virtud suprema. Hay cosas que funcionan a la perfección tal y como están, la virtud de la amabilidad y la tolerancia, por ejemplo. Que en nuestra natural esquizofrenia, tan propia de los humanos, también cometemos el error, como señalaba socarronamente Paul Valery de que siempre que conseguimos nuestro objetivo pensamos que el cambio fue bueno, sin entrar a valorar que pudo ser cosa de la casualidad.

La realidad no es, ni debe ser en su pluralidad, algo estático, por mera cuestión estética o por mera necesidad. Ni en nuestras vidas las cosas que están como están han de permanecer igual, por costumbre, ni las cosas que funcionan han de quedarse siempre igual, si queremos que funcionen. La monotonía en una pareja, o en el trabajo, no digamos en política, puede funcionar un tiempo, pero tarde o temprano, algo ha de cambiar, porque aunque fuera posible bañarnos dos veces,  diez, o más en el mismo río, quién nos dice que eso no se convertiría en la experiencia más aburrida del mundo. Y ya que, que sepamos, tenemos tan solo ésta oportunidad de bañarnos en diferentes ríos, ver diferentes lugares, vivir diferentes crepúsculos, sonreír en diferentes amaneceres, llorar por diferentes causas, más nos vale que empleemos adecuadamente ese avatar del cambio que es el tiempo y estemos siempre dispuestos y preparados. En las sabias palabras del antiguo, pero no por ello menos acertado, Ovidio: El cambio es siempre poderoso. Ten siempre el anzuelo en el agua, en el remanso donde menos lo esperes, hallarás un pez.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”