'El papel de las ciencias y las artes en la sociedad de la ignorancia'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 27 de Noviembre de 2022
Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en dibujo.
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Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), en dibujo.
'Me tienen por bárbaro porque no me comprenden'. Ovidio

Los inicios del siglo XXI, donde ni las ideologías han llegado a su fin, como algún iluminado predijo. Ni la ignorancia ha dejado de campar a sus anchas, como hubiera sido previsible. Ni la barbarie de la extrema derecha ha dejado de amenazar la convivencia, sino más bien lo contrario, son un buen momento para recuperar algunas reflexiones del filósofo francés Emile Rousseau, e inspirados por su filosofía actualicemos algunas cuestiones: ¿Cómo es posible que en una época donde la ciencia y la razón tienen a su alcance la máxima capacidad de divulgación sigamos viviendo en un mundo dominado por la superstición? ¿Cómo es posible que en la Era de la intercomunicación global las artes y la cultura sigan viéndose como un producto elitista y los productos comerciales más banales dominen la esfera pública?

En su época, sin 'WhatsApp', 'Twitter', 'Facebook', 'Tik To'k, 'Instagram' y demás elevadas plataformas de “interacción cultural”, fue una especie de estrella pop, un influencer de los de verdad, no de pacotilla, admirado y odiado por igual

Rousseau fue un personaje peculiar, con sus claros y sus sombras en su vida y en sus ideas, pero ¿a quién no le sucede lo mismo? En su época, sin WhatsApp, Twitter, Facebook, Tik Tok, Instagram y demás elevadas plataformas de “interacción cultural”, fue una especie de estrella pop, un influencer de los de verdad, no de pacotilla, admirado y odiado por igual. Cuando fue invitado a visitar Inglaterra en 1766 por su amigo David Hume, se vio avergonzado por la atención que le prestaron. Mientras era objeto de cotilleo por parte del rey Jorge III y la corte real inglesa durante la representación de una obra de teatro, él solo parecía preocupado por el destino de su perro alsaciano, marginado de la representación y encerrado en una habitación esperando que concluyera la obra. Probablemente pensaría que la nobleza del animal no encontraría rival en ninguno de los contertulios con los que habría de compartir velada ese día. Parte de su obra ya había recibido el repudio de la Iglesia Católica, al criticar abiertamente no la existencia de un Dios, que dejaba al albur del corazón de cada ser humano, sino toda la opresiva parafernalia que acompañaba tal creencia.

Como otros compatriotas precursores de las ideas que transformaron el mundo con la Revolución francesa, odiaba con todas sus fuerzas el trato que dispensaban las élites más ricas y poderosas a los menos afortunados, y repudiaba que 'el hombre nace libre, pero en todas partes se encuentra encadenado'

Como otros compatriotas precursores de las ideas que transformaron el mundo con la Revolución francesa, odiaba con todas sus fuerzas el trato que dispensaban las élites más ricas y poderosas a los menos afortunados, y repudiaba que el hombre nace libre, pero en todas partes se encuentra encadenado. El pecado original del ser humano no fue la tentación encarnada en una manzana, a la que sucumbió, cómo no en una cultura patriarcal, una mujer, sino que el pecado original del ser humano fue abandonar la naturaleza y plegarse a eso que llamamos civilización, que dada su capacidad para corromper la inocencia original del ser humano, y alentar desaforadamente la envidia y avaricia es para el filósofo francés la más “incivilizada” manera de convivencia posible entre los seres humanos.

Dado que nadie, ni siquiera el ínclito Rousseau, y menos aún la aborregada y tecnificada sociedad del siglo XXI, parece dispuesto a entregarse a la naturaleza y abandonar los placeres dispensados por nuestra aglomeración en los bárbaros núcleos urbanos, y nuestra dependencia tecnológica, más nos vale encontrar una solución común que impida que lleguemos a la máxima degradación, y que seamos capaces de descubrir a través de la política un equilibrio entre libertad y bien común, que nos permita convivir sin terminar de destrozarnos unos a otros, y a ser posible, que los pudientes dejen de explotar a los que menos tienen y tan solo ofrecerles migajas para que sigan aguantando sin rebelarse.

Una versión actualizada de la cuestión, alentada por el despropósito en el que vivimos instalados, podría ser: ¿cómo es posible que cuando todo el mundo tiene a su alcance la razón científica y la divulgación cultural el progreso moral no vaya en consonancia?

Uno de sus discursos iniciales, su primer gran texto filosófico, que recibió grandes alabanzas, versa sobre el papel de las ciencias y las artes en las costumbres morales. Las ideas que subyacen en el texto nacen inspiradas por su experiencia como secretario del embajador francés en Venecia, y cómo al observar el funcionamiento de las instituciones del gobierno, la justicia, y las relaciones diplomáticas internacionales: el verdadero bien público y la verdadera justicia quedan siempre sacrificadas (…) a la opresión del débil y a la iniquidad del fuerte. La Academia de Dijon se planteó una cuestión paralela a la que se plantea al inicio de este texto; Si el progreso de las ciencias y las artes ha contribuido a ennoblecer las costumbres. Una versión actualizada de la cuestión, alentada por el despropósito en el que vivimos instalados, podría ser: ¿cómo es posible que cuando todo el mundo tiene a su alcance la razón científica y la divulgación cultural el progreso moral no vaya en consonancia?

...no altera el núcleo de la cuestión moral; la degradación del ser humano prisionero de una convivencia artificial que tiende a provocar el egoísmo más que la generosidad, y convierte a la corrupción en el estado civilizado natural, frente a la bondad previa del ser humano cuando no existía la diferencia entre propietario y siervo

Rousseau en su discurso a la Academia de Dijon lanza una impugnación a la totalidad; es precisamente la civilización surgida de ese renacimiento la que ha apagado los valores naturales innatos del ser humano y corrompido hasta la medula los valores morales de la convivencia. En dicho discurso lanza una diatriba radical contra el papel que las ciencias y las artes habrían jugado provocando el retroceso moral, pero más tarde refutaría lo agreste de estos juveniles desahogos, y a la luz de los análisis filológicos, más allá de la declaración de intenciones del Rousseau tardío, es posible verlos más como un ejercicio retorico que le permitiera resaltar su tesis de la inocencia original moral del ser humano, corrupta por la civilización. Lo importante de la cuestión es que la aparición de las ciencias y el auge de una cultura más refinada, de la que se han apropiado las élites, no altera el núcleo de la cuestión moral; la degradación del ser humano prisionero de una convivencia artificial que tiende a provocar el egoísmo más que la generosidad, y convierte a la corrupción en el estado civilizado natural, frente a la bondad previa del ser humano cuando no existía la diferencia entre propietario y siervo.

No se trata de una crítica al progreso científico en sí, ni a la prevalencia de un arte o cultura más elevados, sino a que estos no van necesariamente vinculados a una mejora en la moral, ni inciden en aumentar la bondad humana

El filósofo, de lo que realmente trata, no es de criticar el papel liberador que pudiera tener la ciencia y el arte en el espíritu humano y en la sociedad, sino la manera en que las corruptas instituciones sociales y políticas las emplean para ocultar las cadenas que nos aprisionan: la primera causa del mal es la desigualdad; de la desigualdad proceden las riquezas, pues los conceptos de pobre y de rico son relativos, y dondequiera que los hombres sean iguales no habrá ni ricos ni pobres. De las riquezas nacen el lujo y el ocio; del lujo provienen las bellas artes y el ocio da origen a las ciencias. En este texto podemos vislumbrar con claridad hacía donde se dirige la crítica, y es al papel sumiso de la ciencia y el arte, de la cultura, en manos de instituciones que las usan no para liberarnos, sino para controlarnos. No se trata de una crítica al progreso científico en sí, ni a la prevalencia de un arte o cultura más elevados, sino a que estos no van necesariamente vinculados a una mejora en la moral, ni inciden en aumentar la bondad humana. Rousseau no era ingenuo, que no diera un peso excesivo a la ciencia, al arte, o que el instinto moral tuviera cierta prevalencia sobre la razón (la razón nos engaña a menudo, la conciencia nunca) no significa que pudiéramos volver a ese estado natural donde la bondad prevalece. Es un ejercicio teórico para ayudarnos a ver cómo el progreso de la civilización, si no va acompañado de instituciones que nos liberen y sean capaces de abolir las injusticias sociales y las desigualdades económicas, no sirve de nada.

El arte y la cultura se han convertido en instrumentos de la sociedad de mercado y los poderes públicos se lavan las manos con su banalización

Y ahí, es precisamente en este punto donde encontramos los paralelismos con la situación actual. En el campo de la ciencia grandes corporaciones controlan el destino de sus beneficios, sus investigaciones, su desarrollo, su implantación. Tanto en sociedades democráticas, véase EEUU, o las políticas educativas impulsadas por la extrema derecha en Europa, se alienta, no el valor de la ciencia en sí, el sano escepticismo que convive con la duda como su principal lección, sino que se equipara ese conocimiento al de la superstición religiosa o al de morales arcaicas viciadas por la mal llamada tradición. El arte y la cultura se han convertido en instrumentos de la sociedad de mercado y los poderes públicos se lavan las manos con su banalización. No es su problema en una sociedad capitalista parecen decirnos. Si lo que predomina es la mala literatura es porque es lo que la gente quiere, programas basura que les entretengan.

Rousseau decía que las leyes son siempre útiles para las personas que tienen bienes, y dañinas para los desposeídos. De qué nos vale vivir el auge de la ciencia y las posibilidades de expansión del arte y la cultura, si dejamos que únicamente lo más banal y superficial de ambos ámbitos prevalezca, porque es lo que a las instituciones que hemos creado les resulta más cómodo. Invertir masivamente en el arma de destrucción masiva de la ignorancia, a través de la educación, que es la ciencia y el arte, no está ni siquiera en discusión. Son asuntos menores que no parece que atañan a la política hoy día. No, vivimos en tiempos en los que ni la ciencia, ni el auge de la cultura o del arte, han servido de mucho a la mejora de las costumbres éticas ni a la liberación de la ignorancia y la servidumbre del ser humano, y es responsabilidad de todos, comenzando por la política, siguiendo por cada uno de nosotros.

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”