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El sexo, la culpa y los hombres que son imbéciles

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 9 de Junio de 2019
Sede de Iveco en Madrid.
Indegranada
Sede de Iveco en Madrid.
'De todas las aberraciones sexuales, la más singular tal vez sea la castidad'. Remy de Gourmont

De vez en cuando alguna tragedia que hubiera podido ser perfectamente evitable, nos despierta de nuestro atontamiento crónico, clamamos al cielo, perjuramos que nunca más se volverá a repetir, culpabilizamos un poco avergonzados a todo el mundo por carecer de escrúpulos, y con algo de suerte conseguimos una ligera modificación del código penal, que busque algún culpable con quién calmar la incómoda inquietud de nuestra conciencia moral. Días después, seguiremos con nuestra rutina, olvidándonos de las heridas que nunca cicatrizarán de aquellos afectados directamente, abrumados por un dolor acentuado por lo evitable de la tragedia. Continuaremos, olvidado el inicial arrebato, siendo igualmente cómplices de las bromas machistas que minusvaloran a la mujer, y de la culpabilidad con la que las castigamos por sentir y vivir libremente su sexualidad, como si fueran hombres ¡qué atrevimiento! Mientras más efusivos nos mostramos compartiendo en las redes sociales nuestra repudia, parece ser que más pronto ignoraremos las causas cotidianas que alimentan el caldo de cultivo que provoca estas desdichas.

Tragedias como las de la trabajadora de Iveco, que se suicidó, por no poder resistir la presión de un video sexual suyo compartido en su entorno de trabajo. Que no es la primera, ni será desgraciadamente la última víctima de casos similares, mujeres en un noventa y nueve por ciento de los casos, y que suceden no por casualidad, ni siquiera porque exista una tormenta perfecta de mala suerte que incida en provocar el daño, sino porque hay una serie de causas estructurales, que actúan como gasolina ante el fuego

Tragedias como las de la trabajadora de Iveco, que se suicidó, por no poder resistir la presión de un video sexual suyo compartido en su entorno de trabajo. Que no es la primera, ni será desgraciadamente la última víctima de casos similares, mujeres en un noventa y nueve por ciento de los casos, y que suceden no por casualidad, ni siquiera porque exista una tormenta perfecta de mala suerte que incida en provocar el daño, sino porque hay una serie de causas estructurales, que actúan como gasolina ante el fuego. Un fuego que cualquier acto banal de nuestra vida, más o menos inconsciente, pero jamás merecedor de condena eterna, podría encender. No somos conscientes en ese momento del daño que nos causará, no tanto por culpabilidad propia, sino por la estupidez de la masa que no se para a pensar, y comparte lo que no le atañe en WhatsApp o donde sea. De tal manera, que somos cómplices imprescindibles que ayudan  a generar rencor y odio en la  vida banal y virtual de las redes sociales, siempre a la búsqueda de un reconocimiento que ansiamos hasta convertirnos en estúpidos, más de lo que usualmente somos.  

La primera y evidente causa de tragedias como la vivida, es la perdida de sentido común, de sensatez, que acompaña inexorablemente el mal uso de las redes sociales, especialmente en lo que se refiere a respetar la vida privada de las personas. Para  John Stuart Mill, adalid británico de la tolerancia, no había nada más sagrado que la libertad de la persona para poder hacer con su vida lo que le diera la gana mientras no causara daño a otras. Daño real, no impostado en falsas ofensas. Kant, adalid germano de la sensatez, insistía en la sencillez de aplicar una simple regla moral en nuestras vidas: no causemos a nadie el daño que no nos gustaría que nos causaran a nosotros. Respeto por la manera en la que cada cual desee vivir, y procurar no hacer nada que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros.

Toda la educación, respeto, valores, que debimos aprender en familias y escuelas, caen por el sumidero de FacebookWhatsApp o Twitter, como si nos hubiéramos despojado de filtro moral, y creyéramos que insultar, burlarnos o despreciar a una persona por no estar físicamente cara a cara no tuviera consecuencias

La filosofía moral puede resultar complicada, así somos los filósofos, pero llevar una vida buena, es lo más simple y sencillo posible, con tal de atender a esos dos mandamientos tan naturales y evidentes. Toda la educación, respeto, valores, que debimos aprender en familias y escuelas, caen por el sumidero de Facebook, WhatsApp o Twitter, como si nos hubiéramos despojado de filtro moral, y creyéramos que insultar, burlarnos o despreciar a una persona por no estar físicamente cara a cara no tuviera consecuencias. Nos atrevemos a enjuiciar, condenar, insultar, en épicas proclamas, siempre con el sonsonete de no pretender ofender a nadie, lanzamos la piedra, escondemos la mano, dejando que otros, animados por nuestra cruel banalidad, esparzan el odio, con tal de conseguir muchos me gusta, o incluso, la satisfacción de convertir nuestras redes en disputados campos de batalla donde, gente que en su vida real se sentiría terriblemente avergonzada por insultar de tal manera, y despreciar al otro, aquí parece liberada de tales cadenas, contando con nuestra condescendencia, pues muchos dicen lo que no nos atrevíamos más que a insinuar en el insidioso comentario inicial con el que comenzó la caza de brujas. ¿Quieres tener una pizca de decencia moral? ¿Llevar una vida buena? Stuart Mill y Kant, o Kant y Stuart Mill: qué te importa cómo viven los demás, no hagas lo que no quieras que te hagan a ti.

Todo sería más sencillo si toda la culpa la tuvieran las redes sociales, o para ser más exactos el mal uso que hacemos constantemente de ellas, pero tristemente, esto es así porque la cultura occidental, que presume de ser la más libre entre todas las que pululan en el mundo, sigue escondiendo tabúes que nos causan un enorme daño, entre ellos el del sexo y su disfrute. A pesar de los diferentes movimientos culturales que han pretendido liberarnos de prejuicios y cadenas, y de muchos tópicos tan tontos como consistentes, la culpabilidad que contamina una actividad tan natural como el sexo, sigue emponzoñando todo. A todos nos gusta el sexo, vale, a casi todos, no se trata de actuar con la misma ortodoxia con la que actúan aquellos que convierten el sexo, salvo en las condiciones dictadas por ellos, en pecado capital. Pero lo que debiera ser algo maravilloso, libre, natural, se convierte en algo sucio, culpable. Dejamos que nuestros jóvenes, en lugar de aprender en las familias y en las escuelas, la naturalidad de esta actividad sexual, su pluralidad, y la tolerancia con la que hemos de vivirla, solo la ven a través del espejo de una pornografía que deforma en su mayoría el natural disfrute del sexo. Una pornografía a la que acceden por su natural curiosidad, pero que en la mayor parte de su formato actual, contamina una actitud sexual sana, desprestigiando una ética sexual que respete la diversidad y la  libertad que le es propia. Nadie es propietario de nadie, nadie tiene porque tener el monopolio de nadie en el sexo, como en la vida.

Sin embargo, ahí estamos con estupideces alimentadas por fanáticos y por esos nuevos bárbaros de la política, que se niegan a que nuestros adolescentes y jóvenes comprendan su sexualidad en un lugar  apropiado como las escuelas e institutos, a través de una educación sexual que les ayude a comprender lo maravilloso que puede ser el sexo, bien utilizado y respetuoso con los deseos y libertades de los otros

Sin embargo, ahí estamos con estupideces alimentadas por fanáticos y por esos nuevos bárbaros de la política, que se niegan a que nuestros adolescentes y jóvenes comprendan su sexualidad en un lugar  apropiado como las escuelas e institutos, a través de una educación sexual que les ayude a comprender lo maravilloso que puede ser el sexo, bien utilizado y respetuoso con los deseos y libertades de los otros. Una educación que les dote de las herramientas adecuadas para poder llevar una vida sexual plena y sana, sin tontos prejuicios, tolerante, y ante todo respetuosa con los demás. El sexo, una de las pocas experiencias sublimes a nuestro alcance; disfrutar de los placeres de la carne con el picante sabor de la imaginación humana, y al albur del dulzor que el cariño de compenetrarse con otra persona, aunque por unos instantes fuera, puede llegar a alcanzar. Y esa bendición, ese placer, lo convertimos en un arma para dañar a los demás, ¿qué nos pasa?

A ese cóctel, de la falta de sentido común en el uso de las redes sociales, de una cultura que percibe el sexo como algo sucio, perverso, que ha de ocultarse, se añade una tercera causa, y más grave; la mujer es siempre culpable. Atrapada en ese rol retorcido que la persigue en sociedades atrasadamente patriarcales, incluidos amplios sectores de las más avanzadas, como la nuestra; o ha de ser una puta o ha de ser una santa, al albur del rol que el macho de la especie le apetezca en ese momento. Pretendemos moldearla a imagen y semejanza de las estupideces que se nos ocurren a los hombres, de algunos. La convertimos en cosas, objetos compulsivos de nuestros deseos, incapaces de no destruir aquello que ansiamos poseer, y a lo que creemos tener derecho de pernada de por vida. Todo lo que es un elogio para ellos, dar muestras de la grandeza de su sexualidad, de su dominio, de la aclamación popular por convertirse en depredadores sexuales, se convierte en el caso de la mujer, en pecado. Lo que para los hombres es orgullo, en la mujer es vergüenza.

Existe en nuestra sociedad, queramos verlos o no, un tipo de hombre que solo se le puede calificar como imbécil, con su machista manera de intentar esconder sus vergüenzas e inseguridades, cosificando a la mujer. Y no, no son culpables directamente de tragedias como la que hemos vivido, pero que no cabe duda que sus estupideces prepotentes de macho, orgullosos de dominar a la hembra, son las que alimentan también, que esto suceda

Ahí está, como  botón de muestra las palabras de ese torero cuyo nombre no quiero dignificar pronunciándolo, que afirmaba que los hombres no son capaces de no distribuir tales muestras de hazañas sexuales. Existe en nuestra sociedad, queramos verlos o no, un tipo de hombre que solo se le puede calificar como imbécil, con su machista manera de intentar esconder sus vergüenzas e inseguridades, cosificando a la mujer. Y no, no son culpables directamente de tragedias como la que hemos vivido, pero que no cabe duda que sus estupideces prepotentes de macho, orgullosos de dominar a la hembra, son las que alimentan también, que esto suceda. Y sin una educación sexual adecuada, sin esas herramientas, nuestros adolescentes y jóvenes, dejados al albur de buscarse la vida, aprenderán educación sexual con el trazo grueso de la pornografía, el único modelo del que dispondrán, que en un noventa por ciento, siendo generosos, no hace más que cosificar a la mujer y convertirla en marionetas de los deseos masculinos.

Esta mujer que ha sufrido tal tragedia, u otras tantas, sus familias, no deberían haberse sentido avergonzadas por la presión social, son aquellos tan estúpidos como para utilizar esos videos para divertimiento propio, para esconder sus propias vergüenzas, los que deben avergonzarse. Son esos hombres tan presumidos, los culpables. Ni putas, ni santas, libres de disfrutar de la vida, de su sexualidad, como les plazca, ¿qué nos importa a los demás? Para una adecuada moralidad: Kant y Stuart Mill o Stuart Mill y Kant, libertad, respeto y tolerancia, no es tan complicado ¿no?   

 

 

 

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”