'Causas de la infelicidad y un consejo para comenzar a superarla'

Blog - La soportable levedad - Francis Fernández - Domingo, 6 de Noviembre de 2022
'Q-Train' (2012), de Nigel Van Wieck.
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'Q-Train' (2012), de Nigel Van Wieck.
'Hay quien adquiere la mala costumbre de ser infeliz'. Mary Ann Evans

Es de sentido común que la gente que sufre sea infeliz, múltiples causas pueden haber para ello; ser víctimas del hambre, la guerra, haber perdido el hogar, seres queridos, o mil males más que nos pueden acechar. Podría ser causada por nuestra propia avaricia o mal comportamiento. Más comúnmente por la avaricia depredadora ajena, o porque el universo y la baraja del azar que reparte se haya ensañado con la mala suerte en tu aciago destino. No es difícil señalar las causas cuando te falla la salud, no tienes recursos para alimentarte a ti o a tus seres queridos, o un lugar cálido donde poder refugiarte de la intemperie, o te hacen daño por pura maldad, por indiferencia, o porque pasabas por allí, y a alguien tenía que tocarle. El problema surge cuando no sucede nada de todo esto, o al menos no con la suficiente saña para hacerte realmente daño, y sin embargo, si preguntáramos a nuestro alrededor ¿cuánta gente se proclamaría infeliz o insatisfecha con el devenir de su vida? Está claro que los ricos y famosos también se sienten infelices y aparentemente tienen todo a su alcance. Algo está fallando en la sociedad posmoderna, una crisis que tratamos de esconder debajo de la alfombra de nuestras inseguridades. Y si alguien nos sonriera y se proclamara feliz, indiferente a la insatisfacción general, le tomaríamos por loco o inocente. Vivimos instalados en la infelicidad sin saber muy bien por qué, al no haber aparentemente causas objetivas para ello, al menos para una parte importante de la población.

Si somos honestos, aquellos a los que la infelicidad deja anonadados por la estupefacción de una situación inesperada, o indiferentes, al haber soportado lo insoportable, suelen tener causa clara y justificada

Somos infelices, sin causa aparentemente objetiva hasta cierto punto, porque como proclamaba Goethe: Por fortuna, el hombre no es capaz más que de una cierta medida de infelicidad: pasada ésa, queda o anonadado o indiferente. Si somos honestos, aquellos a los que la infelicidad deja anonadados por la estupefacción de una situación inesperada, o indiferentes, al haber soportado lo insoportable, suelen tener causa clara y justificada, no como los otros especímenes, mayoritarios en la actual sociedad posmoderna que actúan tal y como señalaba Bertrand Russell: las personas infelices, como aquella que padecen insomnio, están orgullosas de sus defectos. O así pareciera, ya que no parecen ponerse manos a la obra para realizar un giro de su destino y dejar de regocijarse en su infelicidad.

La infeliz realidad es que, aunque no seamos victimas de mastodónticas desgracias, hemos creado una jaula de oro en la que algo falla, en la que no terminamos de sentirnos a gusto, y deambulamos más desorientados que un hámster en un laberinto

La infeliz realidad es que, aunque no seamos victimas de mastodónticas desgracias, hemos creado una jaula de oro en la que algo falla, en la que no terminamos de sentirnos a gusto, y deambulamos más desorientados que un hámster en un laberinto. Y es nuestro sistema social el que provoca gran parte de las angustias, más allá de desgracias directas, que nos provocan infelicidad. Podemos hablar de grandes causas del dolor y la tristeza que nos causan infelicidad y la necesidad de luchar contra ellas; la abolición de la guerra, la erradicación de la pobreza y la miseria a la que muchos infantes se ven sometidos,  el destierro de una educación que arraigue en la crueldad y el miedo, entre otras tantas. Y probablemente cambiaríamos muchas cosas. Pero mientras cambiamos el sistema, que no parece que vaya a suceder pronto: ¿qué podemos hacer, al alcance de nuestra mano, para eludir tan trágico destino? ¿Qué podemos cambiar para evitar esa infelicidad sistémica para todos aquellos que no sufren desgracias realmente merecedoras de llamarse tales?

Bertrand Russell, que tiene el mérito de haber pasado gran parte de su vida luchando activamente sobre esas grandes causas que erradicarían la injusticia y la infelicidad de nuestra sociedad, nos aconseja, mientras algunos de estos cambios sucede, que van para largo, centrarnos menos en nosotros mismos para ayudarnos a superar esta infelicidad sistémica de nuestras sociedades: Como otros que han tenido una educación puritana, yo tenía la costumbre de meditar sobre mis pecados, mis fallos y mis defectos. Me consideraba a mí mismo-y seguro que con razón- un ser miserable. Poco a poco aprendí a ser indiferente a mí mismo y a mis deficiencias: aprendí a centrar la atención cada vez más en objetos externos; el estado del mundo, diversas ramas del conocimiento, individuos por los que sentía afectos. Preocuparse por los demás alivia una introspección en la que nos ahogamos, al no ser capaz de aceptarnos tal y como somos, cambiar lo que podemos cambiar, y no alterarnos o preocuparnos por aquello que no. Rara vez sucede que alcancemos el sentido común de aceptar esta básica premisa.

No hay pecado salvo la inmoralidad de hacer daño a otros o aprovecharse de ellos. Lo demás suele ser tabúes culturales procedentes de los fundamentos mitológicos de las religiones, que se han usado milenariamente como mecanismos de control social y político

Russell habla de tres maneras dañinas de centrarse en uno mismo; la del pecador, la del narcisista y la del megalómano. Por pecador no ser refiere el filósofo ingles a quien comete “pecado”, sino a aquél obsesionado con esa malsana idea del pecado conculcada por las religiones. Sea la práctica del sexo o cualquiera de todos esos placeres que pretenden pasar por inmorales. O si eres mujer, sencillamente te culparán y acusarán de pecadora por querer ser dueña de tu destino. El pecador tiene mala conciencia debido a este tipo de ridículos códigos éticos contaminados por prejuicios religiosos. Si no te liberas de la tiranía de estas aciagas enseñanzas, y te olvidas de la idea de “pecado” nunca podrás dejar de ensimismarte en ti mismo, ni desarraigar la insatisfacción, ni la infelicidad sistémica que nos acontece. No hay pecado salvo la inmoralidad de hacer daño a otros o aprovecharse de ellos. Lo demás suele ser tabúes culturales procedentes de los fundamentos mitológicos de las religiones, que se han usado milenariamente como mecanismos de control social y político.

El narcisista, entre otras cosas, es una persona incapaz de amar o sentir verdadero afecto por otras personas. Se encuentra demasiado interesado en sí mismo para que eso sea posible. Todos hemos conocido en nuestro deambular amoroso o amistoso a personas así

Desde un punto de vista contrario al del pecador tenemos al narcisista. Russell no lo experimentó de primera mano, pero si lo hubiera hecho, se hubiera quedado anonadado del exponencial crecimiento de narcisistas que hemos creado con las redes sociales. El narcisista lleva al paroxismo el hábito de admirarse a sí mismo y desear que los demás le admiren. El narcisista, entre otras cosas, es una persona incapaz de amar o sentir verdadero afecto por otras personas. Se encuentra demasiado interesado en sí mismo para que eso sea posible. Todos hemos conocido en nuestro deambular amoroso o amistoso a personas así. Si vamos más allá a lo social, solo tenemos que ver el ejemplo del “famoseo” de “celebridades” o aquellos aspirantes a serlo en las nuevas plataformas digitales. Y lo mismo podríamos decir de la política. En todos estos casos nos encontramos con personas devoradas por el personaje que se han creado para aparentar, ante sí mismos y ante los demás lo que no son. Cuando pierden la adulación, no se sienten queridos por amantes o amigos, no tienen el éxito esperado en las redes sociales, o desfallecen en política, la desolación del fracaso les invade. Y tarde o temprano todas estas cosas terminan por sucederles: el hombre cuyo único interés en el mundo es que le mundo le admire tiene pocas posibilidades de alcanzar su objetivo. Pero aun si lo consigue, no será completamente feliz, porque el instinto humano nunca es totalmente egocéntrico, y el narcisista se está limitando artificialmente tanto como aquél dominado por el sentimiento de pecado, nos dice Russell respondiendo a la pregunta, ¿qué hace desgraciada a la gente?

La vanidad que en sobredosis consume el espíritu del narcisista mata el placer, y su deriva termina por causar la indiferencia ante la alegría de los pequeños placeres con lo que la vida nos sonríe y el hastío ante aquellas pequeñas experiencias placenteras; un simple paseo, una sana conversación o compartir buenos momentos de compañía con aquellas personas que te agradan.

Las vemos en la política, las vemos en esas redes sociales que se lo tragan todo, pero también lo vemos en círculos más cercanos como el trabajo, o incluso en amistades o familia

Un tercer tipo de ensimismamiento es causa de infelicidad sistémica; aquel que está obsesionado no con encantar a la gente, a través del encantamiento de sí mismo, sino que muestra una enfermiza obsesión por el poder. Poder no para transformar el mundo, ni a sí mismos, aunque engañen a los demás con esa presunción, sino poder para dominar, o creer que domina a los demás. Más allá de lunáticos tiranos que todo el mundo conocemos, presentes en el pasado o en la actualidad de nuestros tiempos, nos basta con mirar a nuestro alrededor y observar a este tipo de personas. Las vemos en la política, las vemos en esas redes sociales que se lo tragan todo, pero también lo vemos en círculos más cercanos como el trabajo, o incluso en amistades o familia.

El megalómano cree que el mundo o las personas que le circundan son solo arcilla para dar gusto a las fantasías de su ego. Y como ocurre con el hambre de deseos, cuando se tiene hambre de poder es difícil resistirse a querer más y más en una escalada sin fin, hasta que te despeñas, normalmente llevándote a gente querida a tu alrededor. Russell habla de una humillación interior, sufrida en algún traumático momento, como incitador de este comportamiento, pero ¿quién sabe? Lo único cierto es que estas personas no pueden nunca ser felices, pues su hambre de poder nunca se sentirá satisfecha, aparte de encontrarse atrapados por el miedo a perder el poder y comenzar a sospechar de todo el mundo. Son incapaces de hacer felices a los que tienen alrededor, pues nunca dejarán de ser más que “cosas” que utilizar para mantener su desdichada obsesión.

No es un recuento exhaustivo de causas que abonan la infelicidad, pero si hacemos casos a los consejos de Russell y comenzamos por evitar en nosotros estos tres tipos de egocentrismo, y reprochar el ajeno cuando lo observamos, un paso más que significativo habremos dado para acabar con esa infelicidad sistémica. El filósofo inglés nos anima a desear la felicidad, y no caer en una tóxica relación de interdependencia con la desgracia y la infelicidad. Nos acostumbramos tanto a ellas, que nos hemos convertidos en yonkis de experiencias y sensaciones dañinas. Comencemos por preguntarnos honestamente si en nuestra vida hay tantos motivos reales para considerarnos infelices o desgraciados, y tratar de averiguar si no hay otros tantos motivos que nos circundan, y personas, que pueden ayudarnos a ser felices.

 

Imagen de Francis Fernández

Nací en Córdoba, hace ya alguna que otra década, esa antigua ciudad cuna de algún que otro filósofo recordado por combinar enseñanzas estoicas con el interés por los asuntos públicos. Quién sabe si su recuerdo influiría en las decisiones que terminarían por acotar mi libre albedrío. Compromiso por las causas públicas que consideré justas mezclado con un sano estoicismo, alimentado por la eterna sonrisa de la duda. Córdoba, esa ciudad donde aún resuenan los ecos de ése crisol de ortodoxia y heterodoxia que forjaría su carácter a lo largo de los siglos. Tras itinerar por diferentes tierras terminé por aposentarme en Granada, ciudad hermana en ese curioso mestizaje cultural e histórico. Granada, donde emprendería mis estudios de filosofía y aprendería que el filosofar no es tan sólo una vocación o un modo de ganarse la vida, sino la pérdida de una inocencia que nunca te será devuelta. Después de comprender que no terminaba de estar hecho para lo académico completé mis estudios con un Master de gestión cultural, comprendiendo que si las circunstancias me lo permitirían podría combinar el criticado sueño sofista de ganarme la vida filosofando, a la vez que disfrutando del placer de trabajar en algo que no sólo me resultaba placentero, sino que esperaba que se lo resultase a los demás, eso que llamamos cultura. Y ahí sigo en ese empeño, con mis altos y mis bajos, a la vez que intento cumplir otro sueño, y dedico las horas a trabajar en un pequeño libro de aforismos que nunca termina de estar listo. Pero ¿acaso no es lo maravilloso de filosofar o de vivir? Tal y como nos señala Louis Althusser en su atormentado libro de memorias “Incluso si la historia debe acabar. Si, el porvenir es largo.”